Tuesday, March 11, 2025

Coros de Verdi con Riccardo Chailly el Coro y la Orquesta del Teatro alla Scala - Decca Records, 2023

Lloyd Schwartz

Giuseppe Verdi “Verdi Choruses” (Coros de Verdi)

Coro y Orquesta del Teatro alla Scala.

Director musical: Riccardo Chailly

Director del Coro: Alberto Malazzi

Decca Records, No: 4853950

Editado el 17 de febrero del 2023.

Duración 64 min

Nabucco: Acto I: “Gli arredi festivi”, Nabucco: Acto III: “Va, pensiero” (Chorus of the Hebrew Slaves), I Lombardi: Acto II: “Gerusalem”,I Lombardi: Acto cuatro: “O Signore, dal tetto natìo”, Ernani: Acto I: “Preludio” Ernani: Acto III: “Si redesti il Leon di Castiglia” Don Carlo: Acto III: “Spuntato ecco il dì d’esultanza”, Macbeth: Acto uno: “Che faceste? dite su!”,Macbeth: Acto uno: “Coro di Streghe, S’allontanarono!”, Macbeth: Acto cuatro: “Patria oppressa! Il dolce nome”, Il Trovatore: Acto II: “Vedi le fosche notturne spoglie”,La Forza del Destino: Acto III: “Tarantella, Nella guerra è la follia”, Aida: Acto II: “Gloria all’Egitto, ad Iside”, Aida: Acto II: “Triumphal March and Ballet”, Aida: Acto III: “Vieni, o Guerriero vindice”, Simon Boccanegra: “Prologue: Viva Simon”

Giuseppe Verdi imaginó que cada una de sus óperas tuviera una tintura y un color diferente, y en esta grabación editada por el sello discográfico Decca, el director de orquesta Riccardo Chailly creó  un nuevo y emocionante álbum de coros de Verdi, desde los más conocidos hasta los más oscuros y olvidados, y que, en el 2023, mismo año en el que salió al mercado, fue nominada en la categoría del director musical del año en los Opus Klassik Awards y como mejor grabación coral en los International Music Awards. 'Coros de Verdi' muestra la impresionante variedad de la música coral pertenecientes a un gran maestro y compositor.  La grabación también forma parte por la celebración del 70 aniversario del director de orquesta italiano, y es la grabación número 40 desde el debut de Chailly en la Scala con el sello Decca.

Escuchando "Vedi! Le Fosche notturne spoglie" una de las melodías más populares que Verdi compuso. Nos damos cuenta de que no se trata de una aria, un trío o un cuarteto, sino un coro, el "Coro del Yunque" (o Coro dei zingari en italiano) de la ópera verdiana "Il Trovatore", (o "El Trovador"). Los melómanos amantes de la música familiarizados con el "Réquiem" de Verdi sabrán también que esta pieza incluye algunas de las músicas corales más magníficas y aterradoras jamás escritas. Pero las óperas de Verdi también tienen algunos pasajes sorprendentes para el coro, que no es música para los personajes principales, sino para grupos que están tratando de afectar la acción, como las brujas en la versión de Verdi de "Macbeth", o las multitudes que están respondiendo a acciones u hechos precedentes, como los egipcios en "Aida" celebrando su victoria sobre los etíopes o los hebreos desposeídos en "Nabucco" de Verdi. "Nabucodonosor", añorando su lejana patria.

Aquí, el brillante director de orquesta de ópera Riccardo Chailly, actualmente director musical del Teatro alla Scala de Milán, ha reunido un nuevo y emocionante álbum con una selección de coros de las óperas de Verdi, tanto las más conocidas como otras menos, y algunas olvidadas. Cuando "Nabucco" se interpretó por primera vez en 1842, "Va, Pensiero", el coro de hebreos esclavizados se convirtió inmediatamente en un himno para la unificación de Italia. El público insistió en los bises, y hoy en día todavía lo hacen. La grabación de Chailly con el Coro y Orquesta de La Scala es la versión más conmovedora que he escuchado, ya que comienza tan silenciosamente, como si los pensamientos de los hebreos esclavizados se elevaran en el aire, como dice el libreto, en alas de oro. El clímax es un lamento sincero por su país, tan hermoso y perdido.

En cambio, la música de Verdi para "Il Trovatore" es tan melodiosa que tendemos a olvidarnos de las palabras. Pero el libreto de Salvadore Cammarano es en realidad muy poético. En el "Coro del Yunque", los trabajadores gitanos españoles se despiertan para ver cómo el sol derrite las oscuras nubes de la noche. Golpean sus yunques y cantan sobre los placeres del vino y las mujeres que les alegran el día. Después de la bulliciosa apertura, es casi un shock escuchar a Chailly disminuyendo el volumen del canto hasta un susurro de asombro.

Con su conocimiento y experiencia Chailly nos ayuda a redescubrir aquí la impresionante variedad de la música coral de Verdi, desde la cómica hasta la extremadamente solemne, así como el uso imaginativo de la orquesta por parte del compositor. En el coro de brujas de "Macbeth", por ejemplo, un grupo mucho más grande que el trío de Shakespeare, la orquesta hace casi más que las voces para transmitir su siniestra intención. Tal vez el más complejo de estos coros es la escena a gran escala de "Don Carlo", en la que las festividades que rodean la coronación del rey Felipe son interrumpidas y subvertidas por las sombrías voces de la Inquisición, condenando a los llamados herejes a ser quemados en la hoguera.

Al final, no cabe duda de que Verdi imaginó cada una de sus óperas para que tuvieran un color y tinte diferente una de la otra, y encarnó su coloración distintiva, al menos tan vívidamente para sus coros como para sus personajes. Escuchar esta gran variedad de coros de Verdi en un solo álbum, todos interpretados con tanta fuerza y sutileza, por parte de una orquesta y un coro tan prestigiosos como son los de la Scala, puedo decir que se trata realmente de una revelación.


Lloyd Schwartz Además de ser criticó y comentarista de clásica en el programa Fresh Air en la cadena radial NPR, es editor senior de música clásica para la revista web New York Arts y crítico de arte colaborador para The ARTery de la estación de radio WBUR. Además, es autor de cuatro volúmenes de poemas: These People; Goodnight, Gracie; Cairo Traffic; y Little Kisses (University of Chicago Press, 2017). Una selección de sus reseñas de Fresh Air reviews aparecen en el libro Music In—and On—the Air. Es coeditor de Elizabeth Bishop: Poems, Prose, and Letters de la Biblioteca de las Américas y editor de la edición del centenario de Elizabeth Bishop's Prose, publicada por Farrar, Straus y Giroux en 2011. En 1994, Schwartz fue galardonado con el Premio Pulitzer de la crítica. Actualmente es profesor de inglés de la catedra Frederick S. Troy en la Universidad de Massachusetts Boston y enseña en el Programa MFA (maestría en bellas artes) en Escritura Creativa.

Monday, February 10, 2025

Rigoletto en Venecia

Foto: Roberto Moro

Ramón Jacques

Compuesta en 1850 por Giuseppe Verdi, gracias a un encargo del teatro La Fenice de Venecia, Rigoletto fue uno de los títulos más apasionantes de mediados del siglo XIX, a pesar de enfrentar críticas y censura por motivos políticos y estéticos, en su trama, que está ambientada en Mantua donde su personaje principal, el duque, era un gobernante absoluto, libertino y de poca moral; además de que se mostraba un crimen, temas polémicos para el escenario. Rigoletto tuvo su estreno en este majestuoso recinto el 11 de marzo de 1851, el mismo donde dos años después, el 6 de marzo de 1853, se estrenó otro de los grandes éxitos de Verdi como es La Traviata. Desde un inicio, a Rigoletto se le consideró un título exitoso, y desde entonces nunca se ha mantenido alejado de los escenarios operísticos internacionales, y menos de este teatro veneciano que lo repuso nuevamente esta temporada. La reposición de este título, que atrajo una gran cantidad de público, que abarrotó todas las localidades del teatro, dejo sensaciones encontradas, especialmente en lo que se refiere a la parte visual del espectáculo, por la moderna puesta del célebre y joven director Damiano Michieletto, cuya concepción, estrenada aquí en el 2021, y que se originó en el 2017 en la De Nationale Opera de Ámsterdam, trasladó la historia a un tiempo moderno, en el interior de un manicomio donde Rigoletto, aquí un payaso y no el bufón de la corte, se encuentra recluido. La trama y la acción de la ópera son los atormentados recuerdos y alucinaciones de los días anteriores que culminaron con el asesinato de Gilda. El duque, los cortesanos, Sparafucile y Gilda, no son más que vivos recuerdos o fantasmas que salen de su mente y su imaginación. La habitación del hospital psiquiátrico donde se encuentra – de buena manufactura e ideada por Paolo Fantin- así como los vestuarios de los personajes, enfermeras y médicos que cuidan de él, todos en color blanco (ideados por Agostino Cavalca); representan vivas imágenes que solo el personaje tiene en su cabeza, mientras que en algunos momentos en el fondo del escenario se transmitían escenas de Rigoletto, de Gilda y dibujos de su niñez, y otros recuerdos. Las transmisiones fueron realizadas por Alessandro Carletti, y la iluminación de Roland Harvoth, ayudó a crear ese ambiente de zozobra, inquietud y delirio del personaje. La escenografía consistió en un cuarto en dos niveles, con una amplia ventana enjaulada, y una cama que en ciertos momentos volaba en la parte superior del escenario, mientras que en los muros al fondo se abrían boquetes para que ingresaran los cortesanos, el duque, Sparafucile, Maddalena etc. El concepto es indudablemente bueno, el problema radicó en que Michieletto a lo largo de la velada, no logró de manera convincente separar en escena lo real de lo imaginario; como cuando Rigoletto lloraba dirigiéndose a una muñeca que representaba a Gilda, ¿Era necesario que estuviera a un lado la soprano intérprete del papel cuando en otros momentos su voz se escuchaba a lo lejos? La suma de varios detalles que parecieron no ser resueltos en escena, más la sobreactuación de locura del personaje principal, que por llegó a ser exageradamente irritante para el público fue lo que provocó la estruendosa reprobación con abucheos, silbidos y gritos a los responsables del montaje al finalizar la función. Por otro lado, la parte musical del espectáculo valió la pena comenzando con la presencia del barítono Luca Salsi, quien participó en este montaje en Ámsterdam como en su estreno aquí en el 2021, fue un refinado Rigoletto por su tonalidad baritonal segura, colorida y vigorosa. Su despliegue de expresividad y en la emisión fue sobresaliente, con homogeneidad en todos los registros, y su desempeño vocal no estuvo comprometido por las exigencias escénicas impuestas por la dirección escénica. La soprano Maria Grazia Schiavo, mostró en un nivel admirable desplegando un manejo seguro de la voz, agilidad y nitidez en la coloratura. Su voz ha adquirido mayor cuerpo, sin perder la elasticidad que tuvo en sus años como intérprete de música barroca. En escena, personificó un frágil Gilda que vivió y sufrió con pasión. Como el Duque tuvo un buen desempeño el tenor peruano Iván Ayón Rivas, quien agradó por su robusta y lirica voz, de notable coloración y matices, aunque era innecesario darle esa cierta entonación dramática o lastimosa, que parece no corresponder al personaje. La mezzosoprano Marina Comparato, personificando a Maddalena con voz oscura no con mucha expansión, e irradió la sensualidad y la personalidad que requiere el papel. El bajo Mattia Denti, fue un correcto y aterrador Sparafucile, y el resto de los solistas cumplieron en cada una de sus partes de manera adecuada en una lista de buenos interpretes italianos como: Gianfranco Montresor (Monterone), Armando Gabba (Marullo), Carlota Vicchi (Giovanna), Roberto Covatta (Borsa), Matteo Ferrara (Conde de Ceprano), Rosanna Lo Greco (Condesa de Ceprano) y Sabrina Mazzamuto (el paje). Las fortalezas de un teatro de este nivel, como siempre, radican en sus cuerpos estables, como lo fue el Coro, dirigido por el maestro Alfonso Caiani, que demostró temple, homogeneidad; así como la orquesta, en esta ocasión bien dirigida por el pulso del experimentado maestro Daniele Callegari, que mostro brío y entusiasmo, extrayendo de los músicos la brillantez de la partitura que demuestran conocer a profundidad y la interpretan con buen gusto extrayéndole emoción y color.




Saturday, February 1, 2025

Emilia Pérez: Redención sin apología

Foto: Netflix, Vianney Le Caer/Invision/PR

José Noé Mercado 

Los mexicanos siempre hemos tenido problemas

con los espejos. Y con los extranjeros, más”. 

Gabriel Gutiérrez García

 

Emilia Pérez, la más reciente propuesta cinematográfica del aclamado director francés Jacques Audiard (1952), no es una película que invite a la indiferencia. Desde su presentación en el Festival de Cannes en mayo de 2024, la cinta ha recibido una notable atención, traducida en decenas de nominaciones y reconocimientos, que ya incluyen cuatro Globos de Oro obtenidos el pasado 5 de enero.

No obstante, más allá de los galardones que seguirá cosechando en esta temporada de premios, el filme ha generado un intenso debate, marcado por una recepción dividida que oscila entre el entusiasmo, la crítica y el franco denuesto. Este crudo contraste de opiniones no solo se debe a la arriesgada propuesta narrativa de Audiard, sino también al contexto mexicano donde se desarrolla la película, lo que ha desatado un tsunami de comentarios antes de su estreno oficial en cines, programado para el 23 de enero.

La llegada de Emilia Pérez a salas cinematográficas nacionales se ha convertido en un evento rodeado de polémica y polarización, que se intensifican al considerar la temática central de la película: la historia de un poderoso narcotraficante: Manitas del Monte, con el deseo de cambiar de género, con el que su pasado delictivo evadiría la persecución de la justicia oficial tanto como la de los cárteles rivales, por supuesto; pero sobre todo con el que por fin sintonizaría una transformación personal, íntima, un ansia que lo atormentó desde la infancia.

Esa transición física, que ahora con recursos financieros ilimitados puede permitirse Manitas del Monte, también habrá de trazar, tal vez involuntariamente, una resignificación moral que lo confrontará con su pasado y habrá de llevarlo incluso por un camino parecido al de la redención. En un país marcado por la violencia del narcotráfico, los asesinatos y las desapariciones que laceran el tejido social día tras día, como ocurre en México, la elección de esas vertientes argumentales por parte de Audiard adquiere una dimensión particularmente sensible de la que, sin embargo, no puede disociarse un tratamiento de subrayada estilización estética.

La primera y quizá más audaz decisión del director de películas como Un profeta (2009), De óxido y hueso (2012) o Los hermanos Sisters (2018) es la de abordar la compleja narrativa de Emilia Pérez a través de un formato no solo musical, sino que podríamos denominar una narcópera comique, un subgénero en el que, sin duda, retroactivamente, cabría la Carmen (1875) de Georges Bizet.

La elección de Audiard, que remite a la tradición lírica francesa de siglos pasados, donde las partes musicales y cantadas alternan con el diálogo hablado (lo que la emparenta con el singspiel alemán, la opereta vienesa, la zarzuela española o el musical americano), lejos de trivializar la problemática abordada, se presenta como una propuesta desafiante y arriesgada, que invita a reflexionar a través de códigos artísticos, no necesariamente naturalistas, sobre los principios y alcances del mal, la posibilidad o no de la redención y la búsqueda de una nueva identidad, tópicos por lo demás presentes en la filmografía del cineasta.

Esta decisión formal no es un mero capricho estético, sino una apuesta de abordaje que se inscribe en una larga tradición cultural. ¿No hay, acaso, escuelas líricas como la francesa con la osadía suficiente para plasmar incluso a Mefistófeles en la escena por medio de virtuosos pasajes músico-vocales o para emprender un descenso a los infiernos con delicadas melodías o a ritmo de un frenético y festivo galope de cancán?

El canto y una puesta en escena musicalizada habla de una clara intención de no abordar a los personajes, sus motivaciones y desafíos desde el realismo. Audiard opta por la estilización, por la exageración melodramática y, si se quiere, por el kitsch y cierta desconcertante atonalidad expresiva, para la creación de un universo propio que, si bien se nutre de la realidad mexicana, ni la sintetiza ni la agota, sino que la trasciende para adentrarse en un terreno más simbólico y metafórico. Es en ese proceso creativo donde reside una de las llaves para decodificar y comprender la propuesta de Emilia Pérez con mayor claridad.

La película sigue a Rita Mora Castro (Zoe Saldaña), una abogada idealista que, pese a defender a respetables figuras públicas, culpables en lo privado de los más terribles delitos, es consciente de la vulneración ética de su talento y del sistema de justicia, tanto como de la explotación que sufren los profesionales que han invertido años de estudio y deben sumarse a las fuerzas laborales en un sistema inmoral, corrompido y doble cara, donde las leyes favorecen al poder económico.

Será la abnegada, eficiente y a su manera entrañable abogada quien contradiga una vez más sus principios y se verá involucrada en el proceso de transformación de Manitas del Monte, el temido y sanguinario líder de un cártel, en Emilia Pérez. Rita Mora Castro es recompensada con una suma financiera muy alta, con la que también podría empezar una vida más acorde a sus deseos. Pero no es difícil suponer que si no colaboraba por voluntad propia en la misión, que le es planteada luego de un levantón, habría sido coaccionada para obedecer los planes del capo.

La premisa se despliega, así como un complejo entramado donde convergen la crudeza del mundo del narcotráfico con la expresividad estilística afectada de la ópera comique, entre llamativos números musicales, vistosas coreografías y diálogos, creando una tensión dramática que interpela con potencia al espectador que ha logrado ingresar en ese mundo creativo. Porque, ciertamente, la propuesta puede ser tan shockeante que lleve al espectador a abortar el visionado desde los primeros compases, cuando suena con suave punzada electrónica esa letanía arraigada en la cultura popular mexicana del “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas, o algo de fierro viejo que vendan”.

Fluidez

Uno de los aspectos que ha generado mayor controversia en torno a Emilia Pérez es la elección de una actriz trans para interpretar al personaje protagonista. Sin embargo, lejos de responder a una agenda woke o a una búsqueda superficial de lo políticamente correcto, la decisión de Audiard parecería no solo sintonía dramática para su película, sino inscribirse en una tradición cultural y artística de larga data, al menos en el terreno lírico.

El cambio de género de Manitas del Monte a Emilia Pérez no es un mero adorno narrativo, sino el núcleo mismo de su múltiple transformación. En ese sentido, Emilia Pérez está lejos de ser una propuesta complaciente con las expectativas de una corrección política artificial. Por el contrario, se adentra en terrenos complejos y a menudo incómodos que exploran las contradicciones y las complejidades de la identidad al paso del tiempo, en momentos distintos de la vida.

En ese sentido, la interpretación de Karla Sofía Gascón (española, pero de amplia trayectoria en México) es uno de los mayores aciertos de la película. Su trabajo trasciende la mera representación de una identidad trans para construir un personaje profundo y multifacético, capaz de transitar desde la brutalidad y la violencia hasta la ternura y la fragilidad. Gascón dota a Emilia Pérez de una intrincada humanidad, mostrando sus contradicciones, miedos y anhelos. Su personaje no se reduce a su identidad trans, sino que se despliega en una gama de matices que incluyen el amor, el dolor, la renovación moral y el compromiso con la búsqueda de personas desaparecidas a través de la fundación de La Lucecita, una organización civil que busca apoyar la labor, a menudo infructuosa, de las madres buscadoras. Ahí, en esa tarea, encontrará a Epifanía, otro personaje sustantivo en su nueva vida, interpretado por la actriz mexicana Adriana Paz.

La utilización de personajes trans o travestidos en la escena no es una novedad en la ópera. Desde los castrati, varones castrados en la infancia para preservar sus voces agudas, pero potentes en la vida adulta (una práctica que además de razones estéticas respondía a la prohibición religiosa de que las mujeres actuaran en público), hasta personajes como Cherubino en Las bodas de Fígaro (1786) de Wolfgang Amadeus Mozart, Octavian en El caballero de la rosa (1911) de Richard Strauss o el Príncipe Orlofsky en El murciélago (1874) de Johan Strauss hijo, la lírica ha explorado las posibilidades dramáticas y cómicas del travestismo y la ambigüedad de género. Estos personajes, en vez de ser marginales, han ocupado roles centrales en algunas de las obras más célebres e importantes de la historia, enriqueciendo la narrativa y ofreciendo perspectivas únicas sobre la identidad y la sexualidad.

En este contexto, la elección de Audiard de utilizar a una actriz trans para interpretar a su protagonista, no se trata de una concesión a una moda pasajera, como algunos creen, sino de una conexión con una tradición artística que ha explorado la fluidez de género durante siglos. Desde luego, Karla Sofía Gascón no es un castrato, ni su personaje un ejemplo de virtuosismo vocal en el sentido operístico tradicional, pero su presencia en la película, y la forma en que Audiard la utiliza, no debería sorprender ni escandalizar a nadie familiarizado con la historia del teatro, la ópera o, más ampliamente, del arte.

Lo que el director francés presenta en la pantalla es una exploración en apariencia fresca, pero con patrones antiguos y un lenguaje reciente. La dimensión musical de Emilia Pérez es un elemento fundamental para valorar la propuesta de Jacques Audiard y desde ese punto partir hacia cualquier estimación crítica, al margen del gusto, simple aunque a menudo pontificio y tiránico.

Para esta narcópera comique, el director francés contó con la colaboración del compositor Clément Ducol, reconocido por su trabajo en diversas producciones cinematográficas y teatrales; y de la talentosa cantautora Camille, cuyas letras aportan una cierta carga de crítica sociopolítica, poética y emocional a las canciones. El resultado es una banda sonora ecléctica y posmoderna que transita con ritmos y frases irregulares por diversos géneros como el pop, el rock, el rap, la electrónica, la marcha luctuosa con banda de aliento, además de algunas piezas diegéticas y extradiegéticas, creando una atmósfera sonora única que se adapta a las diferentes situaciones dramáticas y a la psicología de cada personaje y que no teme caer en lo grotesco o lo cursi.

La película se abre con el preludio mencionado párrafos arriba, que establece las coordenadas de este universo estilizado y de ahí se liga con “Ir hacia arriba, ir hacia abajo” y “¿Cuánto, cuánto tiempo más?”, que dibujan una presentación completa de la abogada Rita Mora Castro en unos cuantos compases.

Lejos de ofrecer una representación realista de México, la puesta en escena, filmada casi en su totalidad en un estudio francés, se centra en la recreación, a través de una escenografía conceptual que evoca elementos contextuales, simbólicos o simplemente funcionales para la acción. No deja fuera la suposición imaginaria o por momentos el cliché, pero nunca pretende reducir o parodiar la cultura o la geografía mexicana. Audiard prioriza la construcción de un espacio dramático que dialogue con la música y la narrativa, más que la representación fiel de calles o paisajes nacionales (tailandeses o suizos, donde también transcurren algunas escenas). De nuevo, esa decisión refuerza la intención de no plasmar la historia desde el realismo, sino desde una perspectiva estética, de ficción. No de reportaje, documental o noticiario.

La estructura musical se compone, entonces, de pasajes solistas que funcionan como breves arias con o sin acompañamiento coral como “No me falta el cielo”, “Bienvenida”, “Papá, papá, papá”, “El mal”, “Quiero quererme a mí misma” o “Dedico este poema”; duetos que intensifican las relaciones entre los personajes como “No me digas que viniste por casualidad” o “Jessica”; y números de conjunto que involucran la colectividad como “Vaginoplastia” o “Aquí estoy”, ya sea como coro que representa una multitud o como parte activa del discurso musical de los solistas. La música, distante del mero acompañamiento, es expresión en sí misma y se integra a la narrativa, impulsándola y comentándola, como en una ópera tradicional.

La música en Emilia Pérez está íntimamente ligada a la psicología de cada personaje. Así, los turnos musicales de Manitas del Monte/Emilia Pérez se caracterizan por entonaciones susurrantes, amenazantes o dolientes con apenas unos rasgueos de la cuerda que reflejan su turbulenta interioridad. En contraste, las partes de Rita Mora Castro, interpretada con una gran paleta de expresiones y matices por Zoe Saldaña (quien obtuvo el Globo de Oro a Mejor Actriz de Reparto en Comedia o Musical, además de que “El Mal” fuera reconocida como Mejor Canción Original), muestran un mayor lucimiento escénico, acorde con su satisfacción profesional y su carácter fuerte para enfrentar entornos adversos. Las intervenciones del personaje de Jessica, interpretada por Selena Gómez, revelan su rebeldía ante el cautiverio, su carencia de atención y cariño, así como su naturaleza más pop, acorde a su edad y a su vida de lujos pero en jaulas de oro.

Precisamente, la participación de Selena Gómez ha sido objeto de críticas y mofas por su falta de dominio del español, lo cual es evidente. Sin embargo, ese tipo de comentarios ignora la realidad de la inmigración, la colindancia cultural y lingüística global, como si al día de hoy existieran entornos sociales puros donde no se diera el mestizaje oral y la transformación del lenguaje y del oído. En un contexto donde el lenguaje del narcotráfico y la cultura de las buchonas están presentes en el acontecer de distintos países, resulta algo anacrónica la burla por la forma en que un personaje habla español o cualquier otra lengua, especialmente cuando esto no afecta la comprensión ni la sustancia dramática de la película.

Al día de hoy, existen numerosas obras multilenguaje que reflejan los flujos migratorios y la globalización, como pueden encontrarse en centros de trabajo transnacionales o en aulas académicas con intercambio y recepción de estudiantes de diversas latitudes. Obras de teatro como la adaptación de El tío Vania (1899) de Anton Chéjov que aparece en la película Drive My Car (2021) de Ryusuke Hamaguchi o la ópera Innocence (2021) de la compositora finlandesa Kaija Saariaho que se interpreta en nueve idiomas a la vez son ejemplos de cómo la diversidad lingüística enriquece la experiencia artística, nos guste o no. En este sentido, la presencia de diferentes acentos y formas de hablar español en Emilia Pérez no necesariamente es un defecto, sino un reflejo de la realidad actual y vínculos con las tendencias artísticas más innovadoras. Richard Strauss aprovechó esas disonancias del habla y los acentos provocadas por el estrato social o por el origen geográfico-cultural en El caballero de la rosa y Arabella (1933), obras maestras del repertorio lírico mundial que llevan libreto en alemán.

Emilia Pérez, como película, no opaca, enturbia ni demerita cintas notables que con otros registros y patrones abordan vertientes temáticas del narcotráfico y sus estragos en México como Heli (2013) o Perdidos en la noche (2023) de Amat Escalante; La civil (2021) de Teodora Mihai; o Sujo (2024) de Astrid Rondero y Fernanda Valadez.

La pregunta que subyace en esta arriesgada propuesta de Jacques Audiard es si es posible encontrar belleza estética, nobleza de sentires y redención dramática (del personaje, no del narcotráfico, lo que marca una línea lúcida y contundente que no transita por la apología del crimen organizado) en un contexto marcado por la violencia y la corrupción, así como toda la vergüenza y el dolor que acarrean.

La aproximación que ofrece Emilia Pérez, con música y canto, es compleja y se presenta como un caleidoscopio de emociones y sensaciones que continuarán para el debate y los reconocimientos. Cerrarse a una mirada así solo porque es externa resulta de un sentir aldeano. Y el narcotráfico, con su cultura y alto impacto, no lo es.

Friday, January 31, 2025

Maria: El último acto de la Callas

Por José Noé Mercado

“¿Cómo puede algo tan maravilloso
venir acompañado de tanto dolor?”
Love
Gaspar Noé 

No es spoiler, sino historia: el 16 de septiembre de 1977, el cuerpo de la célebre soprano Maria Callas fue encontrado sin vida en su apartamento parisino por Bruna y Ferruccio, la fiel dupla al servicio doméstico de la diva estadounidense de origen griego, nacida el 2 de diciembre de 1923.  Esa pérdida estelar para la lírica, en principio atestiguada también por sus dos poodles —Pixie y Djedda— que, junto con los criados, constituían la familia íntima de la cantante de 53 años en retiro, son las pesarosas coordenadas de las que parte Maria (2024), la más reciente película de Pablo Larraín (1976), estrenada en agosto de este año en el Festival de Cine de Venecia y protagonizada por la actriz Angelina Jolie (1975), coincidiendo con el centenario del natalicio de Maria Callas. 


Desde ese punto marcado por la soledad, el abandono y la decrepitud contrastantes con los años de gloria, el cineasta chileno recrea con mezcla de ficción y realidad la última semana de existencia de quien fuera una de las mayores luminarias de la ópera en el siglo XX. Aunque esta cinta puede asumirse como una biopic, no se trata de una hagiografía o de un abordaje biográfico íntegro y tradicional. Maria es la tercera y última película de la trilogía en la que Larraín ha llevado a la pantalla mujeres icónicas de la segunda mitad del siglo pasado, influyentes en sus círculos personales y relevantes para su tiempo y sociedad.

De la misma manera que en Jackie (2016) y Spencer (2021), el cineasta andino se aproxima a su personaje a través de una aleación puntual y a la vez onírica que se alimenta de hechos específicos y documentados, pero también de sus ansiedades, de la proyección psicológica y de una especulación ficcional en las que el sueño y la pesadilla se vuelven inseparables de su realidad. 

La elección de las actrices protagónicas en su tríptico es también un factor para remarcar el impacto de esas personalidades plasmadas. Natalie Portman (1981), por interpretar a Jacqueline Kennedy, y Kristen Stewart (1990), al hacerlo con la princesa Diana, obtuvieron diversas nominaciones a galardones incluido el Oscar, como es probable que ocurra con Angelina Jolie, quien durante meses se preparó para abordar la complejidad de su papel.

El trazo impresionista de los colores emocionales y psíquicos de este retrato íntimo y doloroso es precisamente lo que define la propuesta de Pablo Larraín. Lejos de ofrecer una biografía lineal que recorra la vida de la Callas desde su infancia hasta su muerte, el director de cintas como Fuga (2006), Tony Manero (2008), Post mortem (2008), No (2012), El club (2014), Neruda (2016) y El Conde (2023), opta por un enfoque mucho más subjetivo, acotado y fragmentario. 

Quien busque en Maria una narración convencional o un recuento cronológico de sus éxitos y fracasos, probablemente se sentirá defraudado. Larraín no se interesa por la reconstrucción histórica usual y ordinaria, sino por la exploración de un estado emocional específico: por la captura de un instante crucial (en cierto sentido violento o al menos hostil e incómodo) en la vida de un personaje ya de por sí complejo.

El cine de Larraín, en este sentido, y así queda reafirmado en Maria, se asemeja más a un ensayo cinematográfico de autor que a una biografía tradicional genérica. Toma la realidad como punto de partida, pero la moldea y la expande a través de la ficción y la puesta en escena, con un andamiaje técnico que no solo plasma el alma artística de la intérprete, sino que también crea un ritmo hipnótico, lento quizá, pero expansivamente expresivo. Más cercano a la melancolía belliniana que a las trepidantes dinámicas rossinianas o las estridencias veristas.

El contraste entre la imagen pública de Maria Callas y su realidad íntima es uno de los ejes centrales de la película. Mientras el mundo la veneraba como una diosa de la ópera, una figura imponente cuya voz resonaba en los teatros más prestigiosos que la aclamaban (que incluso la increpaban en algunas expresiones de su intenso temperamento), la cámara del director nos adentra en la realidad interior de una mujer vulnerable, asediada por fantasmas del pasado y un presente marcado por la soledad y el declive inexorable.

Muy lejos en el tiempo de la vida profesional del brillo de los escenarios y los aplausos ensordecedores (que aparecen en la pantalla como ecos en blanco y negro), vemos a una Maria frágil consumida por la melancolía y el peso de un legado que la aprisiona. Este contraste, apenas contenido en su penosa decadencia por su solidaria y cálida servidumbre, se manifiesta en la película a través de una hábil yuxtaposición de escenas: recuerdos espectrales de sus triunfos se entrelazan con momentos de quietud opresiva en su apartamento parisino de la Avenue Georges-Mandel 36, o breves salidas a restaurantes o cafeterías en busca de una adoración de admiradores que no siempre llega, creando una tensión constante entre la imagen pública construida y la compleja realidad emocional que la define y que queda claro que no podrá sobrellevar por mucho tiempo más.

Para anestesiar el declive de su voz, la ausencia del escenario y el fantasma del abandono, Maria recurre a un cóctel de sustancias que la sumergen en un estado alterado de conciencia. Esta mezcla desequilibrada de tranquilizantes y estimulantes no solo buscan mitigar el dolor físico y emocional, sino que también abren una puerta a un mundo onírico donde la realidad se difumina y las fronteras entre el presente y el pasado se desvanecen. Las alucinaciones, lejos de ser meros efectos visuales o un dedo flamígero al uso de drogas medicadas o no, funcionan como una ventana privilegiada a la intimidad psicológica de Maria. Son proyecciones de sus anhelos más profundos, de sus miedos más arraigados y de los pensamientos que la atormentan.

En ese espacio liminal entre la vigilia y el ensueño, Callas se enfrenta a los espectros de su mundo —incluso al de una artista con su gloria o al de una deidad disputada por los hombres y su legión de admiradores— y revive momentos cruciales de su carnet vital y amoroso, lo que confronta las contradicciones que la definen como artista y como mujer.

Un ejemplo elocuente de este recurso son las secuencias de una entrevista imaginaria con Mandrax, un periodista interpretado por el actor australiano Kodi Smit-McPhee (1996). En estas escenas transcurridas en espacios irreales, Maria se enfrenta a un entrevistador (uno que lleva justo el nombre de su medicamento de cabecera) que representa la voz del público que la idolatró y la criticó con igual fervor.

A través de ese diálogo ficticio en el que la artista trata de dibujar una autobiografía no explícita, revela sus inseguridades, sus justificaciones y su necesidad desesperada de ser comprendida. La entrevista se convierte así en una confesión íntima, un autorretrato psicológico que nos permite vislumbrar las capas de una mujer atrapada entre la leyenda que construyó y la fragilidad humana que intentaba ocultar pero que estaba por desmoronarla.

La inmersión en el universo de Maria Callas se ve reforzada por una fotografía preciosista y detallada que recrea la atmósfera de los años 70 y, en particular, ese período de decadencia y eminente caída en la vida de la diva. Las tonalidades ocres y otoñales que dominan la paleta cromática parecen anticipar el final, creando una sensación lánguida y melancólica. Aunque puedan identificarse algunos clichés visuales, como las hojas caídas que simbolizan el ocaso de la artista, su efectividad es innegable. 

El vestuario, de alta factura y concordancia histórica, al igual que los escenarios y los vehículos que aparecen en pantalla, abonan en la verosimilitud. En todo caso, estos elementos, lo mismo que el guion de Steven Knight (1969), autor de Peaky Blinders y colaborador previo de Larraín en Spencer, son funcionales a las intenciones estéticas, narrativas y estilísticas del director. 

Si bien el guion rumia en algunos momentos sobre el inminente colapso de Callas y los contrastes entre pasado y presente, lo que podría generar una sensación de reiteración y freno del flujo narrativo, también ofrece ángulos poco explorados de su vida, como su distante relación con su hermana mayor Yakinthi Callas (Valeria Golino), el cínico magnate Aristóteles Onassis (1906-1975) interpretado por Haluk Bilginer, al interior de las paredes, sus encuentros con John F. Kennedy (1917-1963), actuado por Caspar Phillipson o la influencia perniciosa de su madre, quien la explotó desde joven. La película apenas roza esta compleja relación materno-filial —que puede derivar incluso en un ejercicio de prostitución—, salvo por un pasaje que Callas evoca durante la entrevista imaginaria: la ruptura definitiva con su mamá tras una comida con platillos mexicanos de por medio; un recuerdo que resurge al pasar frente a un restaurante de comida del país donde cosechara un cúmulo de sus éxitos iniciales.

La elección de Angelina Jolie para encarnar a Maria Callas generó cierta sorpresa inicial, dadas su filmografía, fisonomía y cualidades interpretativas conocidas. Sin embargo, Jolie configura en Maria la que probablemente sea la actuación dramática más importante de su carrera. Su aproximación al personaje revela un profundo estudio, capturando los ritmos y cadencias de habla y movimiento de Callas, así como sus gestos característicos. No para imitarlos, sino para emprender una búsqueda honesta que logre expresar la complejidad integral de un ícono.

Para esta cinta, que tras su estreno en Venecia ha recorrido otros festivales y ha llegado a salas de cine en Estados Unidos, donde ya forma parte del catálogo de Netflix desde el 11 de diciembre (plataforma en la que llegará a México y otros países en febrero de 2025), la preparación de Angelina Jolie incluyó un trabajo vocal y operístico que le permitió interpretar algunas piezas con su propia voz cantada, complementando los momentos en los que se utilizan grabaciones originales de Maria Callas.

Las diferencias vocales son evidentes, pero precisamente esa disparidad funciona para mostrar la pérdida de facultades de la diva. En la película, ni siquiera la Callas (decadente) puede cantar como la Callas de sus años dorados. Este recurso, en el que la voz de Jolie se empata y cede ante la voz original de Callas —y viceversa— funciona eficazmente en los pasajes que transitan entre el pasado y el presente. Sin embargo, en los primeros planos y en las escenas de lip sync se percibe cierta desarmonía en la expresividad gestual, algo que podría haberse pulido.

En cualquier caso, los fragmentos musicales, tanto los cantados como los instrumentales, contribuyen a construir un final contundente en el que Maria Callas transita incluso de un ‘E lucevan le stelle’ en versión pianística a un ‘Vissi d’arte’ en plenitud, que es un canto de cisne que anuncia su muerte.

Además de la referencial interpretación de Jolie, es posible destacar las emotivas actuaciones del reparto. Los italianos Pierfrancesco Favino (1969) como Ferruccio y Alba Rohrwacher (1979) como Bruna, los fieles sirvientes que acompañaron a Callas y la atendieron con cariño incondicional en sus últimos momentos; el ya mencionado Kodi Smit-McPhee, quien ofrece una breve pero efectiva interpretación como Mandrax, mientras que el francés Vincent Macaigne (1978) encarna al abnegado doctor Fontainebleau, un personaje dividido entre su admiración por Callas y la necesidad médica de disuadirla de regresar a los escenarios, además de la urgencia de practicarle estudios y (des)medicarla, algo que Callas rechaza rotundamente.

En definitiva, Maria no es una biografía intercambiable, ni una hagiografía complaciente. Se trata de una propuesta personal y arriesgada de Larraín que enfoca el alma atormentada de una artista irrepetible a punto de extinguirse, en medio de recuerdos impotentes, fantasmas y dolor. Difícilmente entusiasmará a quienes busquen un retrato convencional, acorde a un mito de divinidad lírica y al credo de sus adoradores. Pero, sin duda, resonará en aquellos que busquen una experiencia cinematográfica sobre su talento único y deslumbrante, aunque acotado por la ineludible condición humana. Un canto fúnebre estelarizado por Angelina Jolie, teatral y conmovedor. Operístico.