Foto: Andrea Kremper
Nicolas G. Philipp
Baden-Baden, Festspielhaus
18 febrero 2012
Uno se pregunta ¿Qué es lo que esperaba Renée Fleming que fue una memorable Mariscala, una resplandeciente Arabella, una aristocrática Condesa de Capriccio y una intérprete de referencia de los cuatro ultimo Lieder, para lanzarse a interpretar el matizado y elevado papel de la guapísima Ariadna, abandonada en su isla y en espera desesperada de su enamorado Teseo? Al escuchar la primera función de esta opera en Baden-Baden todo hizo creer que la vocalidad requerida para este papel se ajusta perfectamente al temperamento y al talento de la elegante cantante americana. Asistir a la primera representación de un papel por Renée Fleming es un privilegio, y en el mágico ámbito mágico de esta ciudad de agua y en el festival más sobresaliente del invierno se ofreció por fin la oportunidad de colmar esa laguna. Renée Fleming se encontró rodeada de un equipo de cantantes de primer nivel, ya que incluso los papeles secundarios fueron interpretados por prometedoras voces como la de: David Jerusalem (hijo de Siegfried Jerusalem) en el papel de Perückenmacher o la de Roman Grübner como Lakai, quienes fueron excelentes protagonistas por voz e impecable proyección. En el prólogo, Sophie Koch negoció con mano de hierro esta partitura que requiere una mezzosoprano de brillantes agudos y de una caracterización masculina (larga ovación). Su maestro de música Eike Wilm Schulte ofreció pasajes de perfecta dicción interpretando un personaje creíble que creó con una voz que aun es joven y fresca. El veterano René Kollo, con timbre de voz de tenor heroico, que no ha perdido nada de claridad, tuvo las cuerdas de este prólogo e hizo el papel de Haushofmeister con inteligencia, imponiendo inmediatamente su presencia. Decepcionó el Tanzmeister de Christian Baumgärtel, que se movió bien, pero que fue limitado por una voz sin enfoque y un volumen sonoro sin brillo. Para sacar a Ariadne de su torpeza el Bacchus de Robert Dean Smith cantó desde su aparición su suplica a Circe con convicción y valentía, en un verdadero crescendo hasta los últimos momentos, en una prestación que fue digna de alabarse.
Estuvo apoyado por tres sensibles ninfas (con la única pequeña decepción por los agudos un poco abiertos de la soprano Christina Landshamer). Destacó la fina y brillante prestación de Jane Archibald, Zerbinetta de voz límpida, con juego variado y físico afable, que hizo caso omiso de todas las dificultades del papel que interpretó con descaro, haciendo palidecer a todas las sopranos coloraturas actuales. A su lado, el Arlequín de Nikolai Borchev presentó desgraciadamente una contraparte no adaptada, con una emisión vocal pujada en los agudos, y una falta de legato que hizo de sus dúos fueran momentos sin poesía. De los otros tres otros personajes salidos de la commedia dell’arte, mencionamos la voz bien timbrada y bien presentada, así como el juego pleno de piruetas de Kevin Conners (Brighella). A la cabeza de la Staatskapelle de Dresde, Christian Thielemann ofreció un espléndido tejido sonoro que se hizo de camera o de gran orquesta según los pasajes que requieren las delicadas intervenciones de cada solista o en tutti como lo pretendía Richard Strauss. Fue con una gran arte con la que Renée Fleming extrajo recursos para darnos un canto nunca forzado, de luminosos agudos, donde cada nota fue construida y ofrecida como un caramelo envuelto con delicados nudos de cada lado. La soprano tiene esta manera de construir sus frases donde cada nota recibe una atención especial. Los que vieron aquí mismo el Falstaff o la Carmen de Philippe Arlaud reconocerán en esta puesta en escena su gusto por los vestuarios coloridos y vivos, sus movimientos coreografías y sus decorados seudo-futuristas sin demasiados detalles, o accesorios.
Desgraciadamente, el Prólogo fue tratado como una sucesión de sketches en una hipotética sala de ensayos. La tensión dramática estuvo ausente, y no obstante la energía de Sophie Koch, este prologo simplemente no funcionó bien. El dispositivo escénico de la ópera le ofreció otra dimensión, otra profundidad visual y dramática. La gruta de Ariadne, un simple cráter poco profundo ocupó la parte central y a su alrededor estuvo el público de esta obra en la obra, nosotros y ellos; así como una fila de simples columnas blancas, que pareció un alejado guiño de ojo a Grecia y a sus tragedias. Philippe Arlaud hizo que reaparecieran los personajes del prólogo quienes se deslizaban entre las columnas: el compositor distribuía partituras a las ninfas, mientras Tanzmeister controlaba los pasos de sus alumnos. Las cosas comenzaron a desarrollarse en una mezcla de estilos, como señalaba el prólogo, dejando al lado trágico su pleno valor emocional y al lado cómico su juguetona energía. En esta ocasión, la tensión subió hasta el dúo final donde los dos protagonistas subieron hasta un cielo nocturno encendido con los fuegos artificiales, encargados por los dueños del lugar. El teatro en el teatro. Lo cómico y lo serio mezclados. La música de cámara y la fuerza telúrica orquestal. Espectáculo contrastante, muy fino, y servido por intérpretes de primer nivel.
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