Massimo Viazzo
“No he escrito nunca algo parecido, en contenido y en estilo, es algo completamente diferente a mis otras obras, y sin duda es la cosa más grande que he hecho. Quizás no he trabajado nunca bajo el impulso de tal imposición, fue como una visión relámpago: de repente todo estaba ante mis ojos y me bastaba ponerlo en papel, como si me lo hubieran dictado…” Estas fueron las palabras con las cuales Gustav Mahler comentaba la creación de su sinfonía más problemática y más grandiosa, la Sinfonía n. 8 en mi bemol mayor, un monumento erigido al espíritu creador y al amor, una obra inesperadamente optimista al interno de una producción generalmente de señal opuesta (y que aún hoy hace fruncir la nariz a algunos críticos y comentaristas), sinfonía constituida en dos partes, aparentemente heterogéneas, el Veni Creator Spiritus en latín y la escena final del Faust de Goethe en alemán, pero temáticamente y musicalmente entrelazadas de manera indisoluble. Mahler previó para su obra un orgánico inmenso: dos grandes coros un coro de voces blancas, ocho solistas y una orquesta interminable, fue así, que continuación la sinfonía fue llamada “Sinfonía de los Mil”. Por ello, se intuye que las dificultades que se afrontan para programarla en una temporada de conciertos no son pocas, y es por ello que su ejecución en vivo es una ocasión rara y preciosa. En el Teatro alla Scala llegó por tercera ocasión, después de que la dirigiera Hermann Scherchen en 1962 y Seiji Ozawa en 1970. Esta vez fue Riccardo Chailly, el director musical del teatro, quien presentó esta imponente partitura uniendo su Orquesta y Coro del Teatro alla Scala (dirigido por Alberto Malazzi) con el Coro del Teatro la Fenice de Venecia, dirigido por Alfonso Caiani, y el Coro di Voci Bianche dell’Accademia del Teatro alla Scala, que dirige Bruno Casoni, así como a los solistas de canto Ricarda Merbeth (Magna Peccatrix), Polina Pastirchak (Una poenitentium), Regula Mühlemann (Mater gloriosa), Wiebke Lehmkuhl (Mulier Samaritana), Okka von der Damerau (Maria Aegyptiaca), Klaus Florian Vogt (Doctor Marianus), Michael Volle (Pater ecstaticus) y Ain Anger (Pater profundus). En esta ocasión, la Scala inauguró también su nueva concha acústica realizada por Suono Vivo. Chailly tiene un vínculo particular con las sinfonías mahlerianas habiéndolas dirigido tantas veces, pero en particular, con esta partitura, con la que ha instaurado un vínculo muy estrecho desde que, siendo un joven director, estuvo casualmente como asistente en los ensayos de la edición de 1970 dirigida por Seiji Ozawa. Chailly quedó literalmente fulgurado, que se convirtió con el tiempo en unos de los máximos expertos de la Sinfonía de los Mil. Esta la de Scala, fue su octava ejecución ¿Es un record? Probablemente sí. Aquí, Chailly realizó una ejecución muy eficiente, gobernando con atención y lucidez los planos sonoros distribuidos entre los ejecutores. La orquesta, el coro y los solistas mostraron gran dedicación y profesionalismo sin nunca caer en una rutina que de poco serviría para una pieza como esta. El gesto de Chailly fue preciso y neto, también enérgico, algo fundamental para dar seguridad a todos en una obra tan ardua y compleja. El Veni Creator Spiritus que abre la sinfonía fue afrontado de manera directa. una irrupción de lava de sonido corpulento y compacto que incendia las líneas musicales en un fraseo esculpido y granítico, nunca excesivamente triunfalista, y sobre todo con un ejemplar control de la polifonía. Sin embargo, Chailly también supo diluir los sonidos cuidando los detalles con refinamiento, y esto se percibió sobre todo en la segunda parte, la que se basa en textos tomados del Fausto de Goethe. Aquí, los episodios solistas (de aplaudir, entre otros, la intervención del barítono Michael Volle, viril y muy timbrado, de la mezzosoprano Wiebke Lehmkuhl por su voz bruñida y muy comunicativa, y de la soprano Regula Mühlemann radiante y muy luminosa) se anidaron en las texturas orquestales y corales con una visión coherente proyectada constantemente hacia lo alto, y hacia aquel final en el que se habían alcanzado momentos de alienadora, seductora y humana belleza. Es verdad que, no obstante, la presencia de la nueva concha acústica se notaron algunos efectos de saturación sonora, pero es innegable que la interpretación de esta sinfonía, que no parece adaptarse a un escenario como el de un teatro de ópera, se haya valido de esa atmosfera única e irrepetible que se percibe en la Scala. El triunfo de la noche es el triunfo de Chailly, el director musical del teatro, que imperiosamente llevó las riendas de la gigantesca y poderosa partitura mahleriana con una conciencia y una responsabilidad que le hacen honor.
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