Massimo Viazzo
El Holandés Errante de Willy Decker
(repuesta en esta ocasión por Riccardo Fracchia) es un montaje muy conocido que
se vio por primera vez en un escenario en París, hace un cuarto de siglo y fue
ya visto en el Teatro Regio de Turín en el 2012. Se trata de un Holandés
Errante nada descriptivo ni caligráfico, que no se basa en una narración ya
descontada y muy conocida. Mar y
embarcación apenas se intuyen, estando el director alemán más interesado en el
trasfondo psicológico del libreto wagneriano. Así, Decker propuso su
espectáculo en la evocación de dos mundos, uno real, el material y el otro
fantástico, onírico, e imaginario, que se comunicaban a través de una
gigantesca puerta blanca situada en el costado derecho del escenario, sin
necesidad de elementos escénicos particularmente significativos. Había solo mesas, sillas, cuerdas y poco más
para un montaje verdaderamente minimalista pero estrechamente sugestivo en el
que la música fue la verdadera protagonista. Sin embargo, fue justo con esta
ópera, ejecutada por primera vez en Dresde en 1843, con la que Richard Wagner
comenzó a utilizar en un modo siempre más consciente la técnica del leitmotiv,
una técnica que luego refinaría permitiéndole transformar poco a poco a la
orquesta en la voz interior de sus personajes con una sumersión psicológica sin
precedentes. Se hubiera podido optar por la primera y más rara versión de la
ópera, aquella que se puso en escena en el Königliches Hoftheater de Dresde el
2 de enero de 1843 bajo la conducción del propio compositor, quien a
posteriormente elaboró la partitura aligerando la instrumentación y agregándole
el leitmotiv de la redención, tanto en final de la Obertura y hasta al fin de
la ópera, para llegar a la ejecución en un acto único (sin intervalos) tan deseada
y finalmente preparada por Cosima Wagner en 1901. Mencionaba que hubiera sido más apta la
versión de Dresde porque en el espectáculo de Decker no hay redención. Senta
lucha desde el inicio y con su neurosis, y su subconsciente enfermo genera
ilusiones, fantasmas que al final la llevarían al delirio y al suicidio. Todo
lo que se refiere a la leyenda del holandés errante no es nada más que la
proyección mental de su inestable psique. Así, Senta se convirtió en la
verdadera protagonista, de hecho, apareció en escena desde el inicio de la
ópera. Nathalie Stutzmann, notable también por su carrera de contralto en el
repertorio antiguo y que ya vestida de directora de orquesta trabajó en
Bayreuth, impuso una conducción impulsiva, apremiante, pero a veces un poco
pesado y el equilibrio entre instrumentos de viento y cuerdas no se logró de
manera óptima, quizás también por la falta de costumbre de la orquesta con este
repertorio. De hecho, el último título wagneriano escuchado en el Regio, que
fue Tristán e Isolda, se remonta al 2017.
Brian Mulligan personificó con actitud y carácter un holandés creíble.
Con una voz bien impostada y sólido en la conducción de la línea musical, el
barítono estadounidense convenció también por presencia escénica. Quizás le
faltó un poco de mayor finura en el fraseo. Optima estuvo también la Senta de
Johanni Van Oostrum, soprano lírica que mostró cierta facilidad en sus salidas
en el registro agudo. Su Senta fue intensa, de bello acento, pero un poco débil
en el centro. Robert Watson prestó su
voz a un Erik vigoroso, pero de timbre un poco leñoso y línea de canto un poco
monocorde. Desafortunadamente, Gidon
Saks (Daland) estuvo indispuesto y, sin embargo, participó en la función, pero
su desempeño no es juzgable aun intuyendo sus indudables cualidades. Adecuado fue el aporte de Annely Peebo en el
papel de Mary, mientras que Matthew Swenson cantó en modo ejemplar la parte del
timonel con su voz de tenor lírico y con dicción límpida. Al final, estuvo extraordinaria la prueba del
Coro del Teatro Regio reforzado para la ocasión por el Coro Maghini, ambos bajo
la atenta y precisa dirección de Ulisse Trabacchi.
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