Foto: Società del Quartetto di Milano
Massimo Viazzo
La Società del Quartetto di Milano inauguró
su temporada número 160 con el capítulo final de la ejecución total de las
sinfonías de Ludwig van Beethoven, ciclo que inició hace un par de años y que
fue propuesto por la Orchestra Mozart de Bolonia bajo la conducción de su
director musical Daniele Gatti.
En este programa se ejecutaron la Sinfonía n. 8 en fa mayor op. 93
y la Sinfonía n. 9 para solistas, coro y orquesta op. 125, pero en para
la ocasión, y a causa de una imprevista indisposición de Gatti, el podio de la
orquesta de la Orchestra Mozart le fue confiado a Sir John Elliot Gardiner. Como se sabe, Gardiner posee un currículum extraordinario
sobre todo enfocado a la música antigua, quien aquí condujo las dos partituras
en el programa, apuntando hacia la nitidez, la claridad y la transparencia, sin
ningún sedimento romántico. Sus tiempos que fueron generalmente constantes y una rítmica
nerviosa caracterizaron sus interpretaciones. Escuchando su Beethoven,
permanecimos abrumados por la carga subversiva de estas páginas y se tuvo la
repentina sensación de que fueron
proyectados a la época de su composición. Durante un par de horas, el
director ingles logró hacernos olvidar lo que la historia de la música occidental
produjo en los años venideros, y que al final, ha condicionado inevitablemente
nuestra manera de escucharla. En suma, Gardiner supo reconstruir una especie de
virginidad auditiva en detrimento de una rutina, quizás también una optima
rutina, con la cual, directores y apasionados, frecuentemente han quedado satisfechos. En particular, en la octava, la más Haydeniana
entre las nueve sinfonías, fue realizada con un aspecto casi rudo, alejado
de las interpretaciones edulcoradas y acomodaticias que frecuentemente no le
han hecho justicia. Gardiner supo transmitir una euforia contagiosa mostrando
la compacidad de una obra menor (¡equivocándose!) al interno del corpus
sinfónico beethoveniano. Yo diría que más entusiasmo que buen humor es la impresión
que despertó esta octava. En esta versión interpretativa, la Novena, recuperó
toda su carga explosiva, casi telúrica.
El director la ha ofreció encendiéndola de manera asertiva, lucida,
incisiva, a menudo perturbador. No
pareció estar interesado en el bello sonido, o en hacer las frases musicales en
modo estéticamente seductor, si no que lo que le importaba era la carga gestual
de las líneas melódicas que se convertía en teatralidad, con una urgencia
expresiva viril, por momentos casi áspera, pero de una potencia inaudita. Los tiempos estuvieron generalmente fluidos,
pero el trio del segundo movimiento y sobre todo el adagio molto e cantabile
fueron separados de manera un poco veloz.
Un aplauso a los cuatro solistas de canto, Lenneke Ruiten, Eleonora
Filipponi, Bernard Richter y un Markus Werba exuberante para
esculpir el grandioso recitativo que abre la parte coral del Finale, parte
coral sostenida con autoridad por el
Coro del Teatro Comunale de Bolonia. Cabe recordar, al final, que este año se
cumple el bicentenario de la primera ejecución absoluta de la novena sinfonía,
que ocurrió en 1824 en el Kärntnertortheater de Viena (Teatro de la
puerta de Carintia) y que fue precisamente la Società del Quartetto di Milano quien
en 1878 ofreció la primera ejecución italiana de esta suma obra maestra.
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