Friday, January 31, 2025

Maria: El último acto de la Callas

Por José Noé Mercado

“¿Cómo puede algo tan maravilloso
venir acompañado de tanto dolor?”
Love
Gaspar Noé 

No es spoiler, sino historia: el 16 de septiembre de 1977, el cuerpo de la célebre soprano Maria Callas fue encontrado sin vida en su apartamento parisino por Bruna y Ferruccio, la fiel dupla al servicio doméstico de la diva estadounidense de origen griego, nacida el 2 de diciembre de 1923.  Esa pérdida estelar para la lírica, en principio atestiguada también por sus dos poodles —Pixie y Djedda— que, junto con los criados, constituían la familia íntima de la cantante de 53 años en retiro, son las pesarosas coordenadas de las que parte Maria (2024), la más reciente película de Pablo Larraín (1976), estrenada en agosto de este año en el Festival de Cine de Venecia y protagonizada por la actriz Angelina Jolie (1975), coincidiendo con el centenario del natalicio de Maria Callas. 


Desde ese punto marcado por la soledad, el abandono y la decrepitud contrastantes con los años de gloria, el cineasta chileno recrea con mezcla de ficción y realidad la última semana de existencia de quien fuera una de las mayores luminarias de la ópera en el siglo XX. Aunque esta cinta puede asumirse como una biopic, no se trata de una hagiografía o de un abordaje biográfico íntegro y tradicional. Maria es la tercera y última película de la trilogía en la que Larraín ha llevado a la pantalla mujeres icónicas de la segunda mitad del siglo pasado, influyentes en sus círculos personales y relevantes para su tiempo y sociedad.

De la misma manera que en Jackie (2016) y Spencer (2021), el cineasta andino se aproxima a su personaje a través de una aleación puntual y a la vez onírica que se alimenta de hechos específicos y documentados, pero también de sus ansiedades, de la proyección psicológica y de una especulación ficcional en las que el sueño y la pesadilla se vuelven inseparables de su realidad. 

La elección de las actrices protagónicas en su tríptico es también un factor para remarcar el impacto de esas personalidades plasmadas. Natalie Portman (1981), por interpretar a Jacqueline Kennedy, y Kristen Stewart (1990), al hacerlo con la princesa Diana, obtuvieron diversas nominaciones a galardones incluido el Oscar, como es probable que ocurra con Angelina Jolie, quien durante meses se preparó para abordar la complejidad de su papel.

El trazo impresionista de los colores emocionales y psíquicos de este retrato íntimo y doloroso es precisamente lo que define la propuesta de Pablo Larraín. Lejos de ofrecer una biografía lineal que recorra la vida de la Callas desde su infancia hasta su muerte, el director de cintas como Fuga (2006), Tony Manero (2008), Post mortem (2008), No (2012), El club (2014), Neruda (2016) y El Conde (2023), opta por un enfoque mucho más subjetivo, acotado y fragmentario. 

Quien busque en Maria una narración convencional o un recuento cronológico de sus éxitos y fracasos, probablemente se sentirá defraudado. Larraín no se interesa por la reconstrucción histórica usual y ordinaria, sino por la exploración de un estado emocional específico: por la captura de un instante crucial (en cierto sentido violento o al menos hostil e incómodo) en la vida de un personaje ya de por sí complejo.

El cine de Larraín, en este sentido, y así queda reafirmado en Maria, se asemeja más a un ensayo cinematográfico de autor que a una biografía tradicional genérica. Toma la realidad como punto de partida, pero la moldea y la expande a través de la ficción y la puesta en escena, con un andamiaje técnico que no solo plasma el alma artística de la intérprete, sino que también crea un ritmo hipnótico, lento quizá, pero expansivamente expresivo. Más cercano a la melancolía belliniana que a las trepidantes dinámicas rossinianas o las estridencias veristas.

El contraste entre la imagen pública de Maria Callas y su realidad íntima es uno de los ejes centrales de la película. Mientras el mundo la veneraba como una diosa de la ópera, una figura imponente cuya voz resonaba en los teatros más prestigiosos que la aclamaban (que incluso la increpaban en algunas expresiones de su intenso temperamento), la cámara del director nos adentra en la realidad interior de una mujer vulnerable, asediada por fantasmas del pasado y un presente marcado por la soledad y el declive inexorable.

Muy lejos en el tiempo de la vida profesional del brillo de los escenarios y los aplausos ensordecedores (que aparecen en la pantalla como ecos en blanco y negro), vemos a una Maria frágil consumida por la melancolía y el peso de un legado que la aprisiona. Este contraste, apenas contenido en su penosa decadencia por su solidaria y cálida servidumbre, se manifiesta en la película a través de una hábil yuxtaposición de escenas: recuerdos espectrales de sus triunfos se entrelazan con momentos de quietud opresiva en su apartamento parisino de la Avenue Georges-Mandel 36, o breves salidas a restaurantes o cafeterías en busca de una adoración de admiradores que no siempre llega, creando una tensión constante entre la imagen pública construida y la compleja realidad emocional que la define y que queda claro que no podrá sobrellevar por mucho tiempo más.

Para anestesiar el declive de su voz, la ausencia del escenario y el fantasma del abandono, Maria recurre a un cóctel de sustancias que la sumergen en un estado alterado de conciencia. Esta mezcla desequilibrada de tranquilizantes y estimulantes no solo buscan mitigar el dolor físico y emocional, sino que también abren una puerta a un mundo onírico donde la realidad se difumina y las fronteras entre el presente y el pasado se desvanecen. Las alucinaciones, lejos de ser meros efectos visuales o un dedo flamígero al uso de drogas medicadas o no, funcionan como una ventana privilegiada a la intimidad psicológica de Maria. Son proyecciones de sus anhelos más profundos, de sus miedos más arraigados y de los pensamientos que la atormentan.

En ese espacio liminal entre la vigilia y el ensueño, Callas se enfrenta a los espectros de su mundo —incluso al de una artista con su gloria o al de una deidad disputada por los hombres y su legión de admiradores— y revive momentos cruciales de su carnet vital y amoroso, lo que confronta las contradicciones que la definen como artista y como mujer.

Un ejemplo elocuente de este recurso son las secuencias de una entrevista imaginaria con Mandrax, un periodista interpretado por el actor australiano Kodi Smit-McPhee (1996). En estas escenas transcurridas en espacios irreales, Maria se enfrenta a un entrevistador (uno que lleva justo el nombre de su medicamento de cabecera) que representa la voz del público que la idolatró y la criticó con igual fervor.

A través de ese diálogo ficticio en el que la artista trata de dibujar una autobiografía no explícita, revela sus inseguridades, sus justificaciones y su necesidad desesperada de ser comprendida. La entrevista se convierte así en una confesión íntima, un autorretrato psicológico que nos permite vislumbrar las capas de una mujer atrapada entre la leyenda que construyó y la fragilidad humana que intentaba ocultar pero que estaba por desmoronarla.

La inmersión en el universo de Maria Callas se ve reforzada por una fotografía preciosista y detallada que recrea la atmósfera de los años 70 y, en particular, ese período de decadencia y eminente caída en la vida de la diva. Las tonalidades ocres y otoñales que dominan la paleta cromática parecen anticipar el final, creando una sensación lánguida y melancólica. Aunque puedan identificarse algunos clichés visuales, como las hojas caídas que simbolizan el ocaso de la artista, su efectividad es innegable. 

El vestuario, de alta factura y concordancia histórica, al igual que los escenarios y los vehículos que aparecen en pantalla, abonan en la verosimilitud. En todo caso, estos elementos, lo mismo que el guion de Steven Knight (1969), autor de Peaky Blinders y colaborador previo de Larraín en Spencer, son funcionales a las intenciones estéticas, narrativas y estilísticas del director. 

Si bien el guion rumia en algunos momentos sobre el inminente colapso de Callas y los contrastes entre pasado y presente, lo que podría generar una sensación de reiteración y freno del flujo narrativo, también ofrece ángulos poco explorados de su vida, como su distante relación con su hermana mayor Yakinthi Callas (Valeria Golino), el cínico magnate Aristóteles Onassis (1906-1975) interpretado por Haluk Bilginer, al interior de las paredes, sus encuentros con John F. Kennedy (1917-1963), actuado por Caspar Phillipson o la influencia perniciosa de su madre, quien la explotó desde joven. La película apenas roza esta compleja relación materno-filial —que puede derivar incluso en un ejercicio de prostitución—, salvo por un pasaje que Callas evoca durante la entrevista imaginaria: la ruptura definitiva con su mamá tras una comida con platillos mexicanos de por medio; un recuerdo que resurge al pasar frente a un restaurante de comida del país donde cosechara un cúmulo de sus éxitos iniciales.

La elección de Angelina Jolie para encarnar a Maria Callas generó cierta sorpresa inicial, dadas su filmografía, fisonomía y cualidades interpretativas conocidas. Sin embargo, Jolie configura en Maria la que probablemente sea la actuación dramática más importante de su carrera. Su aproximación al personaje revela un profundo estudio, capturando los ritmos y cadencias de habla y movimiento de Callas, así como sus gestos característicos. No para imitarlos, sino para emprender una búsqueda honesta que logre expresar la complejidad integral de un ícono.

Para esta cinta, que tras su estreno en Venecia ha recorrido otros festivales y ha llegado a salas de cine en Estados Unidos, donde ya forma parte del catálogo de Netflix desde el 11 de diciembre (plataforma en la que llegará a México y otros países en febrero de 2025), la preparación de Angelina Jolie incluyó un trabajo vocal y operístico que le permitió interpretar algunas piezas con su propia voz cantada, complementando los momentos en los que se utilizan grabaciones originales de Maria Callas.

Las diferencias vocales son evidentes, pero precisamente esa disparidad funciona para mostrar la pérdida de facultades de la diva. En la película, ni siquiera la Callas (decadente) puede cantar como la Callas de sus años dorados. Este recurso, en el que la voz de Jolie se empata y cede ante la voz original de Callas —y viceversa— funciona eficazmente en los pasajes que transitan entre el pasado y el presente. Sin embargo, en los primeros planos y en las escenas de lip sync se percibe cierta desarmonía en la expresividad gestual, algo que podría haberse pulido.

En cualquier caso, los fragmentos musicales, tanto los cantados como los instrumentales, contribuyen a construir un final contundente en el que Maria Callas transita incluso de un ‘E lucevan le stelle’ en versión pianística a un ‘Vissi d’arte’ en plenitud, que es un canto de cisne que anuncia su muerte.

Además de la referencial interpretación de Jolie, es posible destacar las emotivas actuaciones del reparto. Los italianos Pierfrancesco Favino (1969) como Ferruccio y Alba Rohrwacher (1979) como Bruna, los fieles sirvientes que acompañaron a Callas y la atendieron con cariño incondicional en sus últimos momentos; el ya mencionado Kodi Smit-McPhee, quien ofrece una breve pero efectiva interpretación como Mandrax, mientras que el francés Vincent Macaigne (1978) encarna al abnegado doctor Fontainebleau, un personaje dividido entre su admiración por Callas y la necesidad médica de disuadirla de regresar a los escenarios, además de la urgencia de practicarle estudios y (des)medicarla, algo que Callas rechaza rotundamente.

En definitiva, Maria no es una biografía intercambiable, ni una hagiografía complaciente. Se trata de una propuesta personal y arriesgada de Larraín que enfoca el alma atormentada de una artista irrepetible a punto de extinguirse, en medio de recuerdos impotentes, fantasmas y dolor. Difícilmente entusiasmará a quienes busquen un retrato convencional, acorde a un mito de divinidad lírica y al credo de sus adoradores. Pero, sin duda, resonará en aquellos que busquen una experiencia cinematográfica sobre su talento único y deslumbrante, aunque acotado por la ineludible condición humana. Un canto fúnebre estelarizado por Angelina Jolie, teatral y conmovedor. Operístico.


Thursday, January 9, 2025

Parsifal en León México


Fotos: © Naza PF

José Noé Mercado

«¿Quién es bueno? »  Parsifal

Richard Wagner

El Liber Festival 2024 —una alianza estratégica entre Arte & Cultura del Centro Ricardo B. Salinas Pliego y el Forum Cultural Guanajuato— delineó el marco para la presentación de Parsifal (1882), última ópera del compositor alemán Richard Wagner (1813-1883), en la ciudad de León, Guanajuato. Las tres funciones presentadas —18, 20 y 23 de abril— en el Teatro del Bicentenario Roberto Plasencia Saldaña que dirige Jaime Ruiz Lobera, no solo materializó el aguardado estreno en México de este festival para la consagración en escena en tres actos a más de 140 años de su estreno original en Bayreuth, sino que cristalizó un proyecto de empeños y resultados artísticos formidables, que en automático se inscribe como capítulo referente de la historia lírica de nuestro país. La autoría intelectual y capitanía de esta producción de Parsifal corrió a cargo de Sergio Vela Martínez, responsable también de la puesta en escena, escenografía e iluminación. Su propuesta dramática y visual condensó enseñanzas e influencias explícitas en su trayectoria creativa —Adolphe Appia, Edward Gordon Craig, Wieland Wagner, Peter Brook y Robert Wilson—, así como apetencias estéticas propias que elaboran un discurso expresivo máximo de la obra, a través de herramientas mínimas de la abstracción y el simbolismo. Abordar una obra con los retos de profundidad técnica, espiritual e interpretación de Parsifal en la esmeralda ciudad de León —es decir, en el Bajío mexicano, alejado del centralismo cultural capitalino y su aparente opulencia federal—, se antojaba como una locura auténtica. Pero precisamente lo que redimió esta producción de la insensatez o el abierto disparate fue su resultado artístico. La belleza plástica alcanzada por Vela, con aparente inmovilidad exterior, pero con claras turbulencias y transformaciones al interior de los personajes, nació plena del hipnótico entramado musical wagneriano, y transportó al espectador atento —acaso elegido— desde su butaca en una función operística común a ese mundo sensorial de percepciones estéticas, dolor, compasión e intuiciones cósmicas en donde el tiempo se convierte en espacio y el Grial es revelado. Aunque esa visión, que ocurre ante la mirada de todos, al final es indescriptible e irreseñable, pues no ocurre en las coordenadas del qué, sino del quién. Es plenamente subjetiva, aun si se relata la sencilla y fantástica escenografía que recrea parajes de Monsalvat, los dominios encantados de Klingsor, la mítica sala del Grial o el sendero que les conecta. Es decir, en esa delicada línea donde encuentran la naturaleza y la cultura. O si se refiere el hermoso revestimiento de una iluminación detallada y expresiva, de horizonte o cámara. Poética. En esa aventura atemporal, que desde luego también incluyó una lectura psicológica de los personajes, lo que brindó coherencia al montaje, objetividad y validez a la aproximación al argumento —Parsifal es psicoanalizado por Kundry en su escena del segundo acto, por ejemplo, o Amfortas es seguido por su pasional lado oscuro—, Vela no estuvo solo. Contó con cómplices, algunos de ellos con largo historial en los créditos de sus trabajos artísticos. Al frente de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato, el Coro del Teatro Bicentenario, el Coro Juvenil del Conservatorio de Celaya y de los Coros del Valle de Señora, el maestro italiano Guido Maria Guida refrendó en México la capacidad de su batuta concertadora. Más allá de pensar en versiones canónicas o en inconmensurables ejecuciones de intérpretes históricos, la imagen sonora conseguida de las agrupaciones participantes tuvo un decoro wagneriano que no se explica por vía de la casualidad, sino del trabajo esmerado y la motivación. Pocos directores en nuestro país —y Guida mantiene desde hace varios años una fructífera conexión musical con México— pueden emprender una labor que lleve tan lejos el resultado obtenido, respecto del punto de partida. Guido Maria Guida lo consigue, además, en obras y repertorios especializados que requieren de una idea clara, conocedora, con experiencia cercana a la iniciación. Como lo fue esta vez. Una guía como la de él, con aportación y calidad, siempre será bienvenida. Violeta Rojas se encargó del vestuario y Ruby Tagle del movimiento y la coreografía. Ambas lograron abstraer con equilibrio y significado la propuesta del director de escena y sintonizaron con la sustancia dramática y ritual del compositor que en el caso de Wagner, como se sabe, siempre es también autor del libreto. Iván Cervantes firmó el diseño escenotécnico y la coordinación técnica, Ghiju Díaz de León las proyecciones e Ilka Monforte el maquillaje, con asistencia de dirección escénica de Itzia Zerón, dirección coral de Jaime Castro Pineda, asistencia musical y preparación vocal de Rogelio Riojas-Nolasco y correpetición y asistencia musical de Alain del Real, todo bajo la producción ejecutiva de Juliana Vanscoit. Por lo que respecta al elenco debe apuntarse gran equilibrio, competencia internacional y plenitud. El Heldentenor búlgaro Martin Iliev configuró un Parsifal de sólido y potente registro central —como suele suceder con los tenores especialistas en Wagner, procede de la tesitura baritonal—, que con nobleza declamatoria y énfasis dramático trazó el arco de transformación de su personaje, más con la adquisición compasiva de sabiduría y autoridad, que como un héroe impávido o ambicioso ajeno al entorno de aflicciones que le rodea. La mezzosoprano australiana Fiona Craig abordó el complejo rol de Kundry con un timbre mate, de cálida belleza, incluso en la estridencia de sus carcajadas. Su actuación resultó comprometida con el trazo y las motivaciones con las que su personaje modifica el rumbo de sus presencias o reencarnaciones, sin caer en superficiales excesos de sensualidad, dramatismo o resentimiento, hasta ser humildemente bautizada por el ya compasivo y liberado Parsifal, que ha dejado atrás la maldición que le lanzó en otro tiempo. Con gran intención narrativa y musicalidad, lo que significa sin recargar ni hacer pesada su emisión, el barítono argentino Hernán Iturralde ofreció un destacado Gurnemanz, cuya empatía con el personaje propio y con el destino de Parsifal dieron fluidez en el plano sonoro, aun si la actuación externa es más bien sobria. Esta producción le significó al cantante sudamericano un inmejorable debut del rol. El barítono mexicano Jorge Lagunes ofreció un Amfortas lírico en lo vocal, de atractivo color broncíneo, que sintonizó en buena medida con el resto del elenco, de sonoridad fresca y no de gravedad extrema. Se trató del personaje con mayor énfasis en su histrionismo, ante su aflicción creciente y dolorosa que le lleva a arrastrarse ante lo insoportable de su herida, su punzante sensación de culpa y su imperante necesidad de redención. El personaje de Klingsor fue interpretado con solvencia, garra y altivez por el bajo-barítono mexicano Óscar Velázquez. En 2013, en Manaos, Brasil, bajo el contexto del Festival Amazonas de Ópera, Sergio Vela dirigió por primera vez el Parsifal wagneriano. Velázquez es el único cantante que estuvo también en aquella producción, por lo que repetir en el elenco de León da fe de su constancia, familiaridad y crecimiento en el rol y su oscuridad. El bajo mexicano José Luis Reynoso cumplió satisfactoriamente con el rol de Titurel. Aunque es mucho más breve que el de los protagonistas, dejó el rastro necesario para apreciar sus intervenciones y el crecimiento paulatino de su carrera. El elenco se completó con voces también de origen nacional: el tenor Olymar Salinas y el barítono Daniel Pérez Urquieta (Caballeros del Grial); la soprano Daniela Rico y la mezzosoprano Alejandra Gómez (Escuderos, Doncellas-Flores); los tenores Alejandro Yépez y Alfredo Carrillo (Escuderos); y las sopranos Carolina Herrera, Edna Isabel Valles, Andrea Arredondo y Sugey Castañeda (Doncellas-Flores). Las seis Doncellas-Flores tuvieron su vertiente de baile con Ángela Vela, Naomi Arizmendi, Enna Maricchi, Regina Bossa, Fernanda Figueroa y Salma Islas. En el estreno mexicano de Parsifal, la música y la puesta en escena fluyeron bienhadadamente como una obra de arte total por más de cuatro horas de interpretación wagneriana, en la que Sergio Vela y Guido Maria Guida condujeron hacia buen puerto a su tripulación y al público. Luego de numerosos cuadros y detalles de sonoridad y concepción encantadora, el final fue emocionante y arrobador. Se trató de una especie de ascensión a las nubes. De luminosidad conmovedora. Sin duda, la producción operística más relevante realizada en México en años recientes, e impensable en otros teatros y mecanismos de trabajo en la actualidad. Y, tal vez por ello, redentora.