Ramón Jacques
Es
imposible ser un melómano y permanecer indiferente para disfrutar y deleitarse
musicalmente con las notas de Rigoletto cada vez que se tiene la oportunidad de
escucharla en vivo en cualquier teatro. Aunque
no ha pasado tanto tiempo, desde el 2018, cuando fue visto por última vez en el
escenario del teatro Dorothy Chandler
Pavillion sede de la compañía angelina LA Opera, no es un título que haya
frecuentado este recinto con regularidad, más allá de las producciones vistas
en las temporadas de 1993, del 2000 y del 2010.
Sin embargo, esta ópera en tres
actos, con música de Giuseppe Verdi (1813-1901) y libreto de Francesco Maria
Piave, basada en la obra Le roi s’amuse de Víctor Hugo, que fue considerada una
las primeras obras maestras de la etapa media tardía del compositor, se enfrentó
a la censura austriaca que controlaba los teatros del norte de Italia en la
época de su estreno (que ocurrió en La Fenice de Venecia el 11 de marzo de 1851)
e irónicamente las razones de su censura, que en su momento se le atribuyeron a
mostrar inmoralidad, la corrupción y la trivialidad obscena de gobernantes y
gente en el poder hoy parecen haberse en algo ya normal en la sociedad. Rigoletto, fue el titulo elegido para
concluir una nueva temporada de la LA Opera, cuya elección de títulos tiene un
significado en la carrera del maestro James Conlon, como Rigoletto, y
todos los que incluye la próxima temporada, y que marcan su adiós como director
musical del teatro después de veinte años, posición para la que ya fue nombrado
su sucesor al director venezolano Domingo Hindoyan, quien comenzara a
escribir aquí su propia historia, con una vara y un alto nivel, que le deja su
sucesor, para alcanzar. De acuerdo con
diversas crónicas de representaciones vistas en este teatro en el pasado,
muchas coinciden en señalar que se ha adolecido de presentar Rigoletto en producción
escénicas convincentes y el haber recurrido al cercano mundo de Hollywood no ha
sido la mejor elección. En esta ocasión,
pienso que tampoco se ha logró el objetivo en la parte escénica y actoral del
espectáculo. La producción escénica que
se utilizó en esta ocasión, y que surge del fruto de la colaboración entre los
teatros de Atlanta, Houston y Dallas, pareció no hacerle justicia tampoco esta
vez a la trágica historia que gira en torno al licencioso duque de Mantua, a su
jorobado bufón Rigoletto y su Gilda; con la maldición impuesta tanto al duque
como a Rigoletto por Monterone. El montaje creado por Ernhard Rom,
consistió en unos amplios muros con pilares de diseño dórico que rodeaban la
parte trasera y los lados del escenario, y en el centro una enorme construcción
que rotaba sobre el escenario, mostrando en un lado, una enorme pintura y amplios escalones que representaban el palacio
del duque, y en la otra cara el balcón y
la fachada de la casa de Rigoletto, que fue utilizada también para mostrar el
interior de la guarida de Sparafucile. El
tiempo donde se ubicó fue alrededor de los años veinte del siglo pasado, con
los cortesanos vestidos con esmóquines negros y máscaras, para esconder y
exaltar la perversión y el libertinaje con el que se conducían (con una
actuación exageradamente cargada), y una iluminación muy tenue, de Robert Wierzel,
que hacía pensar en un psicodrama o escena del cine negro. Aquí Rigoletto no fue
el típico jorobado que indica la
historia, sino que, por sus coloridos vestuarios de arlequín, y su maquillaje facial
en blanco y sus pelucas, era un payaso de circo, al igual que el maquillaje
en las cejas de Gilda, intención que se complementaba con bailarines y
malabaristas, y que por momentos nos hacía pensar estar frente a una escena de Pagliacci que de Rigoletto. Las inconsistencias e incoherencias estuvieron
en la dirección escénica de Tomer Zvulun, quien abusó en la actuación y
del comportamiento libertino de los cortesanos y del duque, con crudas e innecesarias
escenas de violencia, como el apuñalamiento de Monterone, que es rematado por el duque (en el tercer acto,
aparece el fantasma ensangrentado del personaje, mientras que un cortejo carga
su sarcófago), y en la última escena Rigoletto, pensado que el cuerpo que le entregó
Sparafucile es el del duque, igual lo acuchilla varias veces, sin saber que se trataba
de Gilda. La interacción final entre
Rigoletto y Gilda mostró al espíritu de su hija cantando a un lado de su
cuerpo. Ocurrencias de los directores que buscan protagonismo imponiendo ideas
absurdas, que francamente no aportan nada a la historia ni a la función.
Incluso me atrevería a decir que esa
escenas desentonaron con el clima de tensión con el que se vivió la puesta en
las calles aledañas al teatro, donde se impuso un toque de queda a la mitad de
la función, y que fue comunicado a los asistentes por medio de una alerta en
los teléfonos celulares, y que, dándole un tinte dramático y operístico a la
situación, las entradas al teatro servirían después como un salvoconducto para que los asistentes abandonaran el teatro al
finalizar la representación. La parte
vocal fue ampliamente satisfactoria comenzando por la Gilda de Lisette
Oropesa, quien ya había cantado el mismo papel aquí en el 2018, y cuya
presencia fue una grata sorpresa por tomar el lugar que dejo Rosa Feola, quien
había sido anunciada inicialmente en el papel. Oropesa, conmovió y maravilló con el manejo virtuoso, seguro y
cristalino que le da a su voz. Cada nota
y cada frase tuvo sentido en su interpretación, así como su musicalidad, su variedad
de colores y la manera como se regodeó con las notas más agudas que contiene su
parte. Como Rigoletto, el barítono Quinn
Kelsey mostró las cualidades vocales necesarias para ofrecer una ejecución
notable, su voz es robusta, redonda y
sólida. Sin embargo, su rigidez y dureza escénica, por momentos irritante,
penalizaron una personificación creíble del personaje que ya daba una imagen
caricaturesca. Por su parte, el tenor René Barbera agradó por la calidez y explosividad que le
supo imprimir a su desempeño vocal. Su voz ha adquirido cuerpo y canta con
elegancia y buena proyección. Actoralmente estuvo discreto, una situación más
atribuible a la errada dirección escénica.
Correctos y cumplidores estuvieron el bajo Peixin Chen como
Sparafucile y la mezzosoprano Sarah Saturnino como Maddalena, a pesar de
sus poco lucidores y estrafalarios vestuarios; y Blake Denson, exhibió
una voz pujante y vigorosa como Monterone. Completaron el elenco el tenor Nathan Bowles
como Borsa, el barítono Hyugjin Son como Marullo, el bajo brasileño Vinícius
Costa como el Conde Ceprano, la soprano Gabrielle Turgeon como la
condesa Ceprano y el Paje; así como la mezzosoprano Madeleine Lyon, con
admirable resplandor vocal en el papel de Giovanna, todos ellos miembros del
estudio del teatro. El coro que dirige
el maestro Jeremy Frank tuvo su aporte con entusiasmo, profesionalismo y
cohesión; y James Conlon, al frente de la orquesta tuvo una inspirada lectura,
con conocimiento, intuición, y motivación para extraer del foso un sonido pleno
de armonía y conjunción. Sin duda, que su ausencia se sentirá en este teatro, y
será difícil de suplirlo al frente de la orquesta y sobre todo por sus
infaltables e interesantes charlas una hora antes de todas las funciones que
dirigiera.