Foto: Brescia & Amisano
Massimo Viazzo
Después de dos años de su transmisión por vía streaming (con el teatro vacío a causa de las restricciones ligadas a la pandemia) se ha puesto finalmente en escena en el Teatro alla Scala de Milán, la visionaria Salome firmada por Damiano Michieletto. El director veneciano la ha situado como una verdadera sesión psicoanalista durante la cual Salomé se encuentra afrontando el proceso inconsciente de la represión freudiana con el consiguiente intento de superarlo. Es así el recorrido que lleva a cabo la protagonista y es justo eso lo que la lleva un poco a la vez a liberarse de traumas juveniles, traumas que para Michieletto son en particular los abusos sexuales perpetrados por su padrastro Herodes Antipas, también artífice con la ayuda de la madre Herodiade del asesino del padre. En esta perspectiva Jochanaan representa la voz golpeadora que se imprime de manera indeleble en el inconsciente de Salomé convirtiéndola poco a poco consciente, para liberarla al final del peso del propio pasado. Es así como esta Salomé es una suerte de hermana de Elektra, como también del Hamlet Shakesperiano. Muchos momentos aquí son memorables, como la apariencia del sepulcro del padre circundado de flamas, la enorme luna negra, que se acerca casi como un ojo lúgubre que escudriña desde lo alto la acción los inquietantes ángeles de la muerte con grandes alas negras que revolotean amenazantes por el escenario, la cabeza cortada del profeta creada como una cita de L'Apparition de Gustave Moreau, las inquietantes secuencias con Salomé de niña, la danza de los siete velos vista como una remembranza de los estupros inmediatos con mucho de una macabra ‘desfloración’ final, e la conclusión de la ópera con el beso al cráneo del padre reencontrado entre la desnuda y viva tierra que cubría la tumba. En suma, se trató de un espectáculo de fuerte impacto visual y emotivo, pero también muy elegante, ambientado en un espacio cerrado, claustrofóbico, prevalentemente con tres colores: blanco, negro y rojo, que fue iluminado con maestría. Una Salomé por lo tanto no provocativa, no perversa, no lujuriosa, sino una Salomé verdadera, dramáticamente a la búsqueda de sí misma. Vida Miknevičiūė fue la triunfadora de la velada. La soprano lituana ha sabido pisar el escenario con notable habilidad actoral. La suya fue una Salomé viva frágil e impulsiva, visionaria, cantada con voz segura, dinámica, modulada con facilidad en cada zona de su amplia tesitura y mostrando un timbre homogéneo. Miknevičiūtė supo cantar piano, sabiendo encender casi parlando, y supo también atravesar el volumen orquestal sin mostrar señas de fatiga y sobre todo nunca pareciendo estar al límite. ¿Qué más se puede decir? ¡Fue una Salomé perfecta! Muy convincente estuvo también Michael Volle, un notable Jochanaan, granítico e imponente. Linda Watson hizo valer su importante recorrido wagneriano presentando una Herodiade vocalmente suntuosa y justamente de carácter despreciable, mientras que el Herodes de Ablinger-Sperrhacke – un perverso pedófilo en la visión de Michieletto – no estuvo siempre a fuego en el registro agudo, se impuso como un personaje por su deshonesta mora y repugnancia, sin embargo, nunca tan degenerado en la bufonería. Interesante estuvo el paje, aquí transformado en la niñera de Salomé (una persona conocedora de los espantosos hechos sucedidos en la familia en el pasado) frecuentemente en escena e interpretada con las justas intenciones por Lioba Braun. Voz, límpida, fluida y timbrada fue la del Narraboth de Sebastian Kohlhepp. Al final, notas menos alegres en lo que respecta a la dirección de orquesta confiada a Michael Güttler, que pareció un poco metronómica, con una tensión dramática mundana y un poco carente de colores.
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