Richard Wagner |
Por
José Noé Mercado
Richard Wagner es una referencia del arte y
la cultura occidental entera. Nació en Leipzig, el 22 de mayo de 1813, y murió
en Venecia, el 13 de febrero de 1883; pero a 207 años de su nacimiento, sigue
vigente como pocos autores del catálogo lírico antes del siglo 21.
Wagner es un compositor que cimentó una estética sonora por la que habrían de
transitar músicos posteriores tan insistentemente —de Richard Strauss a John
Williams; de Arnold Schönberg a Howard Shore o Hans Zimmer—, que algunos
procurarían evitarla, negarla o contradecirla.
Y quizá lo hicieron —Ígor Stravinski es
paradigma de ello—, pero sin poder ocultar que partieron de ella.
El potente ejemplo musical wagneriano, que
no acompaña una acción escénica, sino que es parte indisoluble de su creación y
expresividad, es un legado que resplandece, por ejemplo, en el cine
contemporáneo; en un soundtrack que
no tendría el mismo significado o peso dramático sin la palabra, sin el
contenido visual, sin la estructura narrativa o la actuación, para el que fue
concebido y es motivo conductor.
Wagner también fue un director de orquesta
renombrado, si bien inició en teatros modestos, y a punto de la quiebra, que
abandonaría con cierto escándalo. Pudo aquilatar como intérprete a otros
compositores, su orquestación y uso de instrumentos —incluida la voz—, como
color y efecto sonoro para explorar la paleta discursiva propia; además de que
supo buscar para los músicos, obras y estilos que concertaba, el matiz
adecuado, la técnica expresiva y el ritmo, la pausa, el timing teatral que se potenciaba ante el auditorio.
Un método, una enseñanza, un tipo de
aproximación que lo distinguirían junto con Hector Berlioz y Gustav Mahler,
entre lo más granado de la historia de la concertación musical.
Su aspiración como artista completo es
también apreciable en Richard Wagner como un dramaturgo sólido que escribió los
libretos para todas sus obras escénicas, que más allá de su gran extensión o
dosis idealistas y románticas —reparos en los que algunos melómanos y
estudiosos más identificados con otras escuelas artísticas más ligeras
encallan—, en forma y fondo funcionan con armonía y alcanzan la universalidad.
Como teórico lúcido y reformista, este
compositor alemán que naciera el mismo año que el italiano Giuseppe Verdi,
aspiró a la música del porvenir y a la obra de arte total que habría de
representarse en un sitio especial, casi místico, que debía procurar la
inmersión sensorial, con aportes de isóptica, iluminación y un foso arcano para
que el público no viera a la orquesta durante un drama musical —o peor aún a
sus vecinos de butaca u otros distractores— y pudiera centrarse en el hechizo
de la función.
Fue un ensayista a veces rencoroso,
criticable y mal agradecido; un adorador de las mujeres, de preferencia las
ajenas; un hombre, en suma, fascinante y lleno de fuerza creativa, pero de
claroscuros vitales que si bien no están a la par de su obra tampoco pueden
obviarse porque, en rigor, la nutren o inspiran.
Las primeras tres incursiones operísticas de Wagner: Las hadas (1833:
estrenada de forma póstuma en 1888), La prohibición de amar (1836)
y Rienzi (1842), recuerdan sus años de penurias económicas y
los peajes pagados para abrirse paso en la historia musical; pero igualmente
muestran el origen del artista: hay claras influencias de la tradición lírica
germana, principalmente de Ludwig van Beethoven y Carl Maria von Weber; de la
gran ópera francesa y, en cierta medida, del belcanto italiano.
El holandés errante (1843), Tannhäuser (1845)
y Lohengrin (1850) son óperas de consolidación, en las que
Wagner sintetiza mitos, leyendas y temas épicos que dan unidad a toda una
cultura. Por eso, por su potencial unificador nacionalista, su obra llegó a ser
manoseada como instrumento propagandístico más adelante; en el régimen nazi, en
concreto.
Claro que de ello él no tuvo la culpa y ni
siquiera responsabilidad. Un director de orquesta, con visión humanista como el
también pianista argentino —español, israelí y palestino— Daniel Baremboim,
entre otros divulgadores del alcance universal, cósmico e incluso metafísico de
la obra artística wagneriana, se han empeñado en conciliar esa música incluso
con poblaciones afectadas por el nazismo y que en consecuencia desterraron todo
lo que oliera al compositor.
En esas obras de transición en las que
también se rastrean pasajes biográficos, se manifiestan, con mayor claridad que
en las primeras obras, inquietudes que hoy resultan indudablemente
wagnerianas: la redención por amor, la paternidad interrogada, la incertidumbre
por el origen y el futuro, la inmolación, la divinidad perdida, la
imposibilidad de conjugar los afectos terrenales con los ideales marcados por
un destino o el combate a la pasión erótica en la que de cualquier manera se
sucumbe.
Así, Senta libera con su propia muerte al
Holandés del castigo divino de la imposibilidad de descanso eterno por su
osadía; el trovador Tannhäuser se debate entre el frenesí carnal por Venus y el
amor puro de Elisabeth, quien habrá de redimirlo de ser excomulgado, con su
propia inmolación; mientras que Elsa no puede dejar de interrogar al misterioso
caballero Lohengrin que la salvara de una injusticia que le costaría la vida y
descubre, con esa falta de fe en él, que es hijo de Parsifal y protege el Santo
Grial, por lo que debe irse en su cisne por el río, tal como llegó.
En El anillo del nibelungo, el
conocimiento profundo de estudios mitológicos, literarios y filológicos de
origen escandinavo y germánico, sirvieron a Richard Wagner como fuente de
inspiración para crear su propia cosmogonía, que inicia con la vida en el agua
y termina con una destrucción apocalíptica del mundo, que simboliza el fin del
orden y los pactos por las corruptelas de la estirpe divina y la vulneración
dolosa de la naturaleza.
En 1848, Wagner pretendía escribir una
ópera heroica que llamaría La muerte de Sigfrido, misma que habría
de convertirse en El Ocaso de los dioses, precedida de un segundo
libreto —escrito posteriormente— titulado El joven Sigfrido y
de un tercero llamado El castigo de la valquiria, todo esto
antecedido por un gran prólogo denominado El robo del oro del Rin.
Al contar ya con el libreto integral, Wagner redactó la música para las cuatro
obras que estructuralmente forman El anillo del nibelungo: El
oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El
ocaso de los dioses. Este ambicioso proyecto se prolongó durante 26 años,
ya que fue hasta 1874 cuando el compositor de Leipzig escribió, al pie del
último compás de la partitura, la frase “No digo nada más”.
El estreno del ciclo completo debió esperar dos años más (agosto de 1876). Es
decir, desde que Wagner emprendió la composición de esta colosal empresa, hasta
que la viera escenificada, en el Teatro del Festival de Bayreuth, construido ex
profeso para la ocasión y con todas sus aportaciones para el deleite estético,
habrían de transcurrir 28 años.
Una saga distópica, poblada por
generaciones de familias diversas: dioses, héroes, gigantes, nibelungos,
valquirias, humanos y un dragón; con grandes cliffhangers y que exige una súper producción de alto presupuesto
—para múltiples escenarios, una plantilla con decenas de cantantes
especializados de primer orden y una orquesta ultra reforzada— como en los blockbusters actuales.
En medio de ese trabajo discontinuo, pero de unidad tan probada como los leitmotiven que
tejen su música —células sonoras que identifican personajes, acciones, objetos
y demás elementos significativos de la trama—, Wagner estrenó dos obras.
En la primera, Tristán e Isolda (1865),
compuesta bajo el influjo de su relación sublimada con Matilde Wessendonck,
esposa de Otto, su amigo y mecenas, asistimos a un amor de naturaleza tan
profunda que, quizá, trasciende la imposibilidad de concretarse en vida y por
eso recurre a buscar una oportunidad en la muerte.
La redención al redentor, que abordaba sus temas de forma tan dramática y tensa,
llegaría con Los maestros cantores (1868), de carácter menos
serio, incluso cómico para hablar de la naturaleza del canto lírico y su
crítica, del viejo y nuevo arte; y con Parsifal (1882), una
búsqueda de sanación para la herida que sangra y no cierra: la de la vida. No
sólo un adiós del mundo creativo y de la existencia, sino su misma consagración
solemne en el escenario.
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