Una nueva producción de Le nozze di Figaro es el evento operístico del año en mi caso, aunque normalmente me desilusiono con la dramaturgia y diseños de la misma, y esta vez no fue la excepción. El director de escena, Richard Eyre, mantuvo la localización de la acción de la ópera en Sevilla, pero decidió que “hacía más sentido” en los 1930’s. Quiero suponer que fue antes del estallido de la guerra civil, hablar de derecho de señoría durante el conflicto no tiene sentido alguno, y no es trivial durante los años de la república. El mayor problema dramatúrgico, en mi opinión, es la falta de conflicto de clases. Todas las óperas de Mozart, todas, se mueven alrededor de tres ejes dramatúrgicos: el perdón, el triángulo amor–sexo–lujuria y el conflicto de clases, temas que él vivió en diferentes etapas de su vida. Si en alguna de las óperas estos temas son más patentes, es en Le nozze di Figaro, así que si se ignora uno, la puesta en escena es deficiente, siendo piadosos en el juicio sobre la misma. Rob Howell diseñó escenografía y vestuario. El castillo de Aguasfrescas está representado por una enorme estructura situada sobre una plataforma giratoria en la que se presentan cuatro ambientes: la habitación de Figaro y Susanna, la habitación de la Condesa Almaviva, un enorme comedor (que sirve para que los sirvientes del castillo hagan homenaje al Gran Corregidor de Andalucía, despacho, sala de reconciliación de los plebeyos y boda de las tres parejas), y el jardín del cuarto acto. Por cierto, el comedor ocupa un mayor espacio que el jardín. Todas las paredes tienen una altura desproporcionada con las habitaciones, eso sí, adornadas por celosías que sugieren la arquitectura mora de la zona. Los directores de escena y los diseñadores se toman mucho tiempo pensando en lo que van a hacer, creo. Sin embargo, normalmente quedan cabos sueltos, a veces insignificantes, pero a veces flagrantes. La habitación de la Condesa queda cerrada herméticamente al salir los Almaviva por herramientas para abrir el vestidor donde está Cherubino. Después de que el paje salta por la ventana, situada a bastante altura, queda abierta, lo que pasa desapercibido por Almaviva al regresar. O bien el director omitió hacer subir a Susanna para cerrarla, o simplemente pensó que Almaviva es lo suficientemente tonto para no darse cuenta de ello. A veces pienso si no seré yo demasiado “picky” al juzgar una producción de esta ópera. El vestuario es coherente con el de los 1930’s. La iluminación de Paul Constable fue muy buena en los tres primeros actos, pero mala en el cuarto. En el programa se anuncia una coreógrafa, Sara Erde, por lo que supuse que los movimientos durante la boda estarían mejor diseñados, pero no fue así, es más fueron inferiores a lo usual. Yo esperaba que se acercaran las seis jóvenes descritas en el libreto danzando y que dos de ellas se destacaran para agradecer el que se haya abolido el derecho de señoría. En este caso ni siquiera fueron las dos chicas ya que Cherubino y Barbarina cantaron “Amanti costanti”. Esto se asemeja a cantar esta sección como si fuera un concierto, olvidando por completo la dramaturgia. La coreógrafa también olvidó que la danza posterior a la boda en sí es un fandango (pedido prestado al ballet Don Juan de Gluck), pues ignoró esta danza para hacer bailar a los personajes al estilo Astaire–Rogers. Sir Richard adoleció de los mismos defectos de los directores anglosajones; presentó a un Basilio afeminado y no tan despreciable como debería de ser; movió, sospecho que en complicidad con Levine, el aria de la Condesa en el tercer acto, “Dove sono”, del orden establecido en la partitura, es decir después del sexteto, a precederlo. La razón de ello se originó en los 1960’s cuando dos directores británicos decidieron que así, aria de Almaviva, aria de la Condesa, sexteto, “lo pudo hacer Mozart” ya que Franco Bussani, quien dobló los papeles de Antonio y Bartolo en 1786 “no tenía tiempo de cambiar vestuario”
El análisis del papel de la partitura de Alan Tyson demuestra que el orden que escribió Mozart fue, en efecto, aria de Almaviva, sexteto, aria de la Condesa. Por otra parte el desarrollo tonal del acto tiene más sentido con una secuencia Re–Mi bemol–Do, que Re–Do–Mi bemol (y Mozart entendía de esto); el cambio también interrumpe la secuencia dramatúrgica, pues la Condesa muestra al final del aria su resolución para cambiar el statu quo, lo que afirma al volver a ser la Rosina audaz e idear la cita en el jardín en el dueto siguiente. Además, es claro que cualquier cantante, tiene tiempo de cambiar vestuario. Por fortuna, hoy día sólo las casas de ópera anglosajonas mantienen esta horrible deficiencia. El peor defecto dramático, también muy anglosajón, sucede al final de la ópera cuando la Condesa reaparece vestida más elegantemente que en toda la ópera y no como su doncella. El que Almaviva pida perdón a una mujer vestida humildemente es el clímax, dramático y musical, de la ópera. En mi opinión, uno de los grandes pecados de los directores es “tratar de divertir” al respetable durante la obertura. Tratándose de la obertura de Le nozze di Figaro, el pecado es mortal, y tratando de divertir con lo que presentó el director, el pecado fue mortal al cuadrado. Presentar a una chica con los pechos al aire ya no llama la atención de nadie, es más ni a Cherubino, y ver un “tráiler” de la escenografía fue bastante intrascendente. En el momento que sonaron los bellísimos fagotes, decidí que debería ignorar lo que pasaba en el escenario, de lo que no me arrepiento pues la obertura estuvo muy bien interpretada. El reparto fue muy sólido. Pese a haber sido anunciado que estaba enfermo, Ildar Abradzakov fue un Figaro convincente actoralmente y brillante vocalmente, especialmente en sus duetos iniciales con Susanna y su aria del cuarto acto, “Aprite un po’quegli occhi”; sus otros dos números solistas fueron muy buenos y su intervención en los números de conjunto no desmereció aun estando enfermo. Marlis Petersen fue una deliciosa Susanna. Es sabido que este papel es uno de los más demandantes de las sopranos ligeras, pues canta durante toda la ópera: dos arias, duetos con Figaro, Marcellina, Cherubino, Almaviva y la Condesa, los dos tríos con los Almaviva, el sexteto y por supuesto en los tres finales, siendo tremendamente exigida en el del segundo acto. Su actuación fue maravillosamente coqueta, entrampando a Almaviva al lucir sus piernas (muy atractivas por cierto), y seduciéndome junto con todos los presentes con una maravillosa interpretación de “Deh vieni non tardar, o gioia bella!”; en realidad una de las más bellas (el aria) que he experimentado en vivo, y creo haber oído a las mejores Susannas de los últimos cincuenta años. La joven Amanda Majeski es una muy buena cantante con potencial para llegar a ser una gran cantante. Sus dos arias estuvieran muy bien interpretadas, al igual que los tríos, pese a que en el primero su ascensión al Do sobreagudo se sintió difícil y hasta dolorosa. En los ensambles estuvo bien, y en el dueto de la carta, “Canzonetta sull’aria” estuvo muy bien soportada por Susanna. En lo que tiene que trabajar mucho es en lo actoral, pues claramente era el único personaje tieso en el escenario. Peter Mattei fue un muy buen Almaviva, su aria fue excelente (por cierto no sé si sea casualidad o un detalle de ironía sublime de Mozart, pues “Vedrò, mentr’io sospiro comparte tonalidad y orquestación con el aria de Bartolo, aunque difieren en ritmo, tiempo común para Bartolo y alla breve para Almaviva; ¿no será esto un hint para el director?) Por fortuna Mattei, Majeski y Levine lograron que la escena final, en la que Muti decía que Dios bajaba al escenario, fue tan bella como debe ser (salvo por el vestuario de ella, pero eso no fue culpa de la Condesa). Isabel Leonard creó uno de los Cherubinos más espléndidos que he visto. Actoralmente inventó a un adolescente con todos los defectos y virtudes que puede tener un joven a los 14 años, especialmente si pertenece a las clases altas, como pertenecían los pajes en el siglo XVIII, pues eran cadetes de la aristocracia. En su ataque a su recitativo seco previo a “Non so più cosa son, cosa faccio” me hizo recordar a Suzanne Danco por su coquetería y acentos picantes al pronunciar “che lavesti il mattino, che la sera la spogli”, en tanto que interpretó el aria como la declaración de amor sensual y universal, incluso a sí mismo, que es. Al cantar “Voi che sapete”, ese maravilloso soneto dantesco con música mozartiana (nombres pesados en la historia de la cultura, ¿o no?) lo hizo de tal forma que me hizo regresar auralmente a la primera vez que oí a Frederica von Stade. John Del Carlo, Bartolo, cantó muy bien su aria y, junto con Suzane Mentzer como Marcellina (hacía muchos años no actuaba en el MET), Abradzakov, Mattei, Petersen y Scott Scully como Don Curzio, lograron un estupendo sexteto. Greg Fedderly como Basislio y Ying Fang como Barbarina, hicieron lo que se espera de sus personajes y particelle. James Levine dirigió muy bien a la magnífica orquesta del MET, aunque bajo los cánones Románticos usados al interpretar esta ópera antes de los 1970s. Ojalá alguien del MET piense un día contratar a Nicolau de Figuiredo para lograr unos grandes recitativos tocando el pianoforte, lo que le da una mayor propulsión a la ópera que la que le puede dar un clavecín. Aumentaría el costo, pero la calidad lo haría mucho más. En donde debería haber ahorros es en la escenografía, especialmente cuando es tan inútil como la de esta producción. El coro no es fundamental en esta ópera, pero hizo lo necesario para no manchar el trabajo general. En resumen, la interpretación fue magnífica y la producción no tanto. Si el MET va a ahorrar gastos que lo haga en sus producciones, es ene se rubro en el que se desperdician recursos. No obstante, regresaría con gusto a presenciar otra función, por lo que me queda recordar aquello con lo que firmaba todos mis mensajes electrónicos y cartas hace algunos años “El infierno debe ser un lugar en el que ni tan solo existe la esperanza de escuchar Le nozze di Figaro”.
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