Foto: Brescia&Amisano - Teatro alla Scala
Massimo Viazzo
Después de la apreciada inauguración de la temporada pasada con Attila
de Verdi, Davide Livermore fue nuevamente el centro de la apertura de
este nuevo curso del 2019/20, con una Tosca de gran impacto visual y emotivo.
Sin embargo, esto es lo que se esperaba del reconocido director escénico
italiano que conoce perfectamente la música y que conoce como pocos la
categoría teatral de la “maravilla”. En esta Tosca aparece todo lo que está
previsto en el libreto, con ninguna lectura innovadora o irreverente. Lo que sobrecoge es la capacidad de contar
una reconocida historia con un despliegue de imponentes medios tecnológicos,
como lo hace regularmente Livermore, con verdaderas y muy eficaces maquinas
teatrales que permanecen siempre perfectamente al servicio de la partitura.
Todo sobre el escenario de movía (capillas que giraban, cuadros que de repente
cobraban vida a color, ángeles que acechaban desde diversas perspectivas) todo
en armonía con la historia contada también con la amplificación de los
significados con un uso virtuoso de la iluminación. En ese sentido, fue memorable la entrada a la
iglesia de Scarpia en el primer acto, con una cegadora luz que deslumbró y
aturdió al público. Riccardo Chailly
concertó con habitual pericia, recuperando, como lo está haciendo regularmente
en estos años en la Scala con las obras de Puccini, paginas borradas por el
propio compositor después de las primeras representaciones absolutas. Por ello, fue posible escuchar, entre lo demás,
una frase suplementaria en el dueto del primer acto entre Mario y Tosca, un
breve dialogo entre los dos al final de Vissi d’Arte, como también una parte a cappella
en el Te Deum, y algunos compases de más al final de la ópera. Todo siempre muy
interesante, y ejecutado con gran pasión y competencia por el director milanés
que ya cuanta al propio Puccini como uno de sus compositores de eleccion.
El transporto teatral fue siempre ejemplar,
como también la búsqueda de los timbres que no ha ido a menos (por ejemplo,
escuchar el cincelado final en el pasaje sinfónico del tercer acto
inmediatamente después de la intervención del joven pastor con las campanas
romanas matutinas sirviendo de corolario).
Con un trio de solistas de canto tan preparados, la mesa estaba más que
servida. Saioa Hernández, que
remplazo a una indispuesta Anna Netrebko, personificó a la protagonista con
impulso y abnegación. Su voz lució
solida en cada registro y el acento apropiado para una Tosca de carácter fuerte
y entusiasta. Francesco Meli
personifico a Mario Cavaradossi con gran finura, alejado de los modos de los
tenores que cantan la parte del pintor en un constante tutto forte. Meli
supo modular su voz buscando la expresividad en cada frase, restituyendo así un
Cavaradossi multifacético, un hombre creíble y enamorado, no solo un soberbio
opositor político. Scarpia encontró en Luca Salsi una personificación
ideal. El barítono Emiliano, con su
canto solido y arrogante, como también suave e insinuante, supo despertar
emociones fuertes. Su presencia en escena fue verdaderamente carismática. Un aplauso también para el temeroso
Sacristan, cantado con voz consistente por Alfonso Antoniozzi, y al
rufianesco Spoletta de Carlo Bosi. Finalmente, estuvo
extraordinario el Coro del Teatro alla Scala dirigido por Bruno Casoni.
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