Massimo Viazzo
Una Venecia nocturna,
oscura, maltratada es la que Davide Livermore imaginó para la ambientación de
La Gioconda de Amilcare Ponchielli, noveno título de la presente temporada
operística del Teatro alla Scala de Milán. La Gioconda es una especie de
grand-opéra italiana con una trama tan melodramática como inverosímil (Es justo
por esto que gusta a los melómanos) en la sala del Piermarini no ha estado
presente de manera continua en las últimas décadas, y después de las célebres
funciones realizadas entre diciembre de 1952 y enero del 1953 con María Callas y
Giuseppe DiStefano, y solo un controvertido montaje fechado en 1997 precede a
esta propuesta actual. Livermore como de costumbre se inspiró en el cine, y en
esta ocasión fue de Il Casanova de Fellini quien lo influenció (aunque está
también la Venezia Celeste del caricaturista francés Moebius) para crear una
escenografía tan sombría y tenebrosa como también altamente onírica, hecha de
estilizados ambientes frecuentemente giratorios, personajes revoloteando y
suspendidos en el aire, y estructuras con paredes transparentes a través de las
cuales solo se revelan sombras. En ese sentido, y magistralmente, la
realización del dueto entre Alvise y Laura en la Ca’d’oro al inicio del tercer
acto en la que el director italiano nos regaló un momento thrilling cuando se
mostró a Badoero perseguir a su mujer Laura por arriba y por debajo de las
escaleras de la habitación creando un juego de sombras verdaderamente
inquietante. Desafortunadamente, la batuta pesada, gris y monótona de
Frédéric Chaslin nunca permitió que la partitura “tuviera alas”: por sus
pocos colores, rígido fraseo, volumen orquestal que a menudo abrumaba a las
voces e incluso tuvo algún desajuste con el escenario. En definitiva, una
dirección orquestal muy poco convincente. En cambio, mejores cosas hubo del lado
del elenco. La protagonista Saioa Hernández personificó a una Gioconda de gran
calidad vocal y dramática, sabiendo hacer malabarismos con destreza, lidiando
con una textura tan amplia y peligrosa, con hermoso timbre y seguridad,
in-crescendo a lo largo de la función, llegando al punto de cantar ¡un cuarto
acto de fábula! Su interpretación de “Suicidio” fue espeluznante y con razón fue
recibida con los aplausos más cálidos y sentidos de toda la velada. ¡Este
papel parece quedarle como anillo al dedo! Temperamento y facilidad de emisión
tuvo Daniela Barcellona como una voluntariosa y enamorada Laura, muy presente
también en la actuación dramática, muestras que el tenor Stefano La Colla, el
infiel enamorado Enzo, intentó frasear de modo variado (no siempre lográndolo)
cantando con un timbre juvenil, cierta actitud, pero con algunas imprecisiones
en la entonación. Roberto Frontali no actuaba en la Scala desde hacía casi
veinte años, y las razones no son claras dada la experiencia, la inteligencia y
el temperamento del instrumento vocal del barítono romano. Su Barnaba convenció
precisamente por esas cualidades, sin olvidar que Frontali no hizo con él la
habitual macchietta biecae truce (el estereotípico personaje maléfico sin
sentimientos) sino que restituyó un personaje redondo y estrujado por la pasión.
Erwin Schrott y Anna Maria Chiuri completaron el reparto. El bajo-barítono
uruguayo interpretó a un Alvise despiadado, desdeñoso, arrogante, de clara
dicción, voz robusta y buena estampa. Su presencia en el escenario, aunque
limitada en el libreto de Boito,se hizo sentir y ¡de qué manera! Mientras que
Chiuri le dio a la Cieca una voz de color bruñido con un fraseo musical y
comunicativo. Un guiño también a la coreografía graciosa y ligera de las
Danze delle Ore creadas por Frédéric Olivieri y un aplauso al Coro del Teatro
alla Scala dirigido por Alberto Malazzi siempre ordenado ypreciso, una
garantía. Finalmente, cabe mencionar que para la ocasión se volvió a ver a Bruno
Casoni, retirado después de casi veinte años de honroso servicio como maestro de
coro scaligero y ahora al frente del coro de voces blancas.
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