Massimo Viazzo
El Tríptico
Weill representado en el Teatro alla Scala, supone la evolución natural del
Díptico que, en el 2021, durante la pandemia de Covid-19, fue puesto en escena en el teatro
vacío, con solamente la grabación televisa y la transmisión en streaming. En aquella ocasión se juntaron dos obras de
Kurt Weill (1900-1950) el ballet con canto Die sieben Todsünden (Los
Siete pecados capitales) (1933) y Mahagonny Songspiel (1927). En esta
ocasión, y también con la dirección escénica de Irina Brook (quien curó
las escenografías, los vestuarios y el video) se agregó la comedia musical The
Songs of Happy End (1933), privándolas de diálogos, para formar un solo
espectáculo unitario con textos de Bertold Brecht. Quizás valga la pena
recordar que la fructífera asociación entre Weill y Brecht duró solamente seis
años, entre 1927 y 1933, pero fueron años de gran empeño, debates y
creatividad. Del espectáculo de la Scala
surgió evidentemente una sátira contra una sociedad dedicada al dinero, que es amoral,
trivial, y antiambientalista, y que es tan vacua como tristemente actual. Con ritmos rápidos, canciones pegadizas de
cabaret e incluso bailes banales, el compositor alemán le rehúye al realismo,
apuntando recto hacia la ironía, el cinismo y la enajenación para obtener una
inmediata participación de parte del público. No recurrió a gritos o alaridos
expresionistas, si no que utilizó el vehículo de una música falsamente grata,
siempre agradable al oído. En este contexto, el espectáculo de Irina Brook fue
bastante convincente para lograr involucrar a los actores, a los cantantes y a
los bailarines quienes a través de su
arte dan fe, con fuerza, de la voluntad de existir, la voluntad de vivir, a
pesar de todo, en un cuadro post apocalíptico de trazos ecologistas, después de
haber experimentado las tentaciones del vicio y del pecado en la constante
búsqueda de un lugar de ensueño, una ciudad extraordinaria, un fantástico El
Dorado, en el que todo es posible, pero que en realidad no existe. Al final del espectáculo, la inserción del
tango-habanera Youkali dejaría en el público con una tenue luz de esperanza. En
verdad, el lugar tan añorado por la felicidad, por la paz y por el amor no
existe, pero justo por ello es fundamental adquirir sabiduría para vivir el
presente a pleno. “Tuve que concebir
una nueva historia que tuviese juntos todos los elementos de modo creíble y
lógico” afirmó la directora de escena “y al final imaginé la historia de una compañía de teatro en el fin
del mundo: mientras que ellos se encuentran dentro del teatro, afuera no hay
nada”. Una idea interesante, desarrollada con medios limitados, también
recurriendo a materiales reciclados, sobre un escenario sustancialmente vacío. Sin
embargo, desde el punto de vista teatral, el espectáculo resultó ser monocorde,
como también por momentos inconsistente, y sobre todo, en la primera parte, frecuentemente
predecible. La segunda parte “Happy End” resultó ser mejor; con los
cantantes, todos en vestidos oscuros se mostraron presentando las diversas
piezas en una especie de cabaret espectral, más parecido a una pesadilla que a
un lugar de placer. Pero en general se
hubiera podido atreverse a más. Si el intento del espectáculo era el de perturbar
o escandalizar, el resultado no fue suficientemente eficaz. Por otra parte, el aspecto musical, se mostró
de mayor calidad. Sobre el escenario, un elenco internacional interpretó los
múltiples papeles, demostrando una óptima sinergia. Esto permitió apreciar
plenamente las exuberantes y extrovertidas canciones de Kurt Weill. Alma
Sadé interpretó a Anna I, Bessie y Mary; y Lauren Michelle
interpretó a Anna II, a Jessie y a Jane; así como Wallis Giunta quien
fue Lilian Holiday y fue la intérprete de Youkali. Por su parte, Markus
Werba se vistió como el personaje de Bill Cracker y Elliott Carlton
Hines el del Hermano I, el de Bobby y el de Sam; y Andrew Harris interpretó
la Madre (en travesti) y a Jimmy. Matthäus Schmidlechner fue el Padre,
Charlie y un hombre, Michael Smallwood prestó su voz al Hermano II, a Billy y a Hanibal
Jackson, y Natascha Petrinsky interpretó a la Mosca y a Geoffrey Carey el
actor. Se debe mencionar especialmente, la actuación desenfadada
y expresiva de Alma Sadé, a Lauren Michelle por su timbre aterciopelado y
dotada de talento en la danza; al histriónico Bill Cracker interpretado por
Markus Werba; a la Madre, sonora y comunicativa, cantada con voz masculina por
Andrew Harris. Wallis Giunta deleitó con
una Lilian graciosa pero también intensa, mientras que Elliott Carlton Hines
mostró una voz luminosa y extremadamente comunicativa. De cualquier manera, como
afirmé anteriormente, el elenco entero se mostró a la altura. Riccardo Chailly, que en muchas ocasiones
ha expresado su por amor por este repertorio, quiso fuertemente que se hiciera esta
propuesta. De hecho, dirigió con la justa transparencia, evidenciando precisión
y nitidez rítmica, cuidado de los detalles y una extrema atención al justo
color tímbrico, pasando con soltura y elegancia de un tango a un blues, y entre
un vals y una marcha, en lo que fue ¡Una interpretación magistral!


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