Fotos:
Teatro Municipal de Santiago
Joel
Poblete
A
diferencia del venerable Colón de Buenos Aires, donde ha contado con
intérpretes del rol titular tan eminentes como Gina Cigna, Zinka Milanov, Leyla
Gencer, Joan Sutherland y la mismísima Maria Callas, al otro lado de la
cordillera de los Andes, en Chile y particularmente en su Teatro Municipal de
Santiago, la trayectoria de la ópera Norma ha sido menos
extensa y rutilante. Estrenada
en ese país en 1844, la célebre obra de Bellini se presentó en un puñado de
oportunidades hasta que finalmente debutó en 1861 en el Municipal, regresando
posteriormente en otras 17 temporadas, aunque a lo largo del siglo XX sólo se
dio en 5 oportunidades. En las últimas tres décadas ese escenario apenas la
representó en 1987 y 2000, por lo que las funciones que se realizaron durante
la primera quincena de noviembre -con pocas semanas de diferencia con el
retorno de la misma obra al Colón porteño- la traían de regreso al Municipal
luego de 18 años de ausencia, cerrando su temporada lírica 2018.La
partitura se ofreció con dos repartos: el principal, el Elenco Internacional,
no sólo fue recibido con reseñas tibias o derechamente negativas por parte de
los críticos locales, sino incluso tuvo silbidos y abucheos dirigidos
especialmente al director musical y titular de la Filarmónica de Santiago que
dirigía por primera vez esta partitura, el ruso Konstantin Chudovsky, y también
a los responsables de la puesta en escena, todos debutando en Chile y
encabezados por la reconocida régisseur Francesca Zambello. Personalmente
no pude estar presente en esas funciones, pero sí pude asistir a una
representación con el segundo reparto, el llamado Elenco Estelar, cuyos cuatro
cantantes principales eran extranjeros, todos debutando en Chile. Y los
resultados fueron mucho mejores de lo esperado, considerando no sólo la
recepción que había tenido el otro elenco sino además teniendo en cuenta lo
difícil que es y siempre ha sido montar esta ópera de manera satisfactoria, en
especial por las exigencias para los cantantes, particularmente el demandante
rol titular.
En
ese sentido, considerando que era su debut absoluto en el personaje, el
desempeño de la soprano estadounidense Elizabeth Baldwin fue verdaderamente
impresionante. En lo musical, posee una voz de atractivo color y timbre, cómoda
a lo largo del registro, con agudos firmes y un volumen capaz de superar sin
problemas al coro y la orquesta en determinadas escenas; a diferencia de otras
colegas con un instrumento de similares características cuyo caudal no logran
dominar ni desarrollar matices, a pesar de las agotadoras exigencias del rol la
intérprete supo trabajar sutilezas, en especial en los momentos más íntimos o
de mayor lirismo, como sus dúos con Adalgisa, correctamente encarnada por la
ascendente y joven soprano rusa Vlada Borovko, quien cantó con convicción y dio
a su personaje la adecuada apariencia de ingenuidad. Las dos sopranos
consiguieron buena química en lo escénico y vocal, y si bien Baldwin aún deberá
seguir trabajando distintos aspectos de su interpretación -en especial mayor
definición y claridad en la coloratura-, para ser su primera Norma, los logros
fueron notables, y revelaron no sólo a una prometedora cantante, sino además a
una artista que en lo teatral demuestra sensibilidad, expresividad dramática y
buen entendimiento del personaje, tanto como sacerdotisa como también en sus
facetas de madre, amante y amiga. Mientras
el bajo turco Önay Köse fue un solvente Oroveso, en el a menudo ingrato rol de
Pollione el tenor ruso Kirill Zolochevskiy fue creíble y menos pusilánime que
otros intérpretes del papel, y cantó con energía y arrojo abordando lo mejor
que pudo los momentos más exigentes y heroicos, aunque su voz es más lírica y
de menos peso que las de otros colegas que lo abordan habitualmente. Y
completando el reparto, dos chilenos estuvieron muy bien en roles más
secundarios: la mezzosoprano Evelyn Ramírez como Clotilde, que cantó en ambos
elencos, y el tenor Rony Ancavil como Flavio. Aunque
su excesivamente acelerada versión de la obertura no le dio mayor realce o
relieve a ese fragmento inicial, el director residente de la Filarmónica de
Santiago, el maestro chileno Pedro-Pablo Prudencio, fue progresando junto a la
orquesta a lo largo de la función, resaltando los distintos detalles y
atmósferas de la bella partitura belliniana hasta alcanzar una importante cuota
de emoción en el desenlace. Y como es habitual, el Coro del Municipal de
Santiago, dirigido por Jorge Klastornik, estuvo muy sólido y sacó mucho partido
a sus puntuales pero importantes intervenciones en la obra.
¿Y
lo escénico? De partida, hay que decir que 2018 fue uno de los años más
irregulares e incluso mediocres en ese aspecto que puedan recordar los
espectadores del Municipal: a mi juicio, de los estrenos líricos previos en la
temporada, el montaje más atractivo y logrado en lo teatral había sido el
estreno en Chile de la Lulu de Berg, pero quizás el único que
generó consenso positivo entre público y crítica fue El barbero de
Sevilla, aunque careció de novedad considerando que se trata de una producción
ya conocida en 2008 y 2013. Y ninguno de los tres títulos restantes -Don
Giovanni, el estreno mundial de la ópera chilena El Cristo de Elqui y
la austera y despojada versión de Willy Decker para Tosca importada
desde la Opera de Stuttgart- logró convencer o entusiasmar demasiado; de hecho,
tanto en el título mozartiano como en el pucciniano, los equipos escénicos
fueron recibidos con sonoros abucheos. Para
esta Norma, se convocó a un equipo teatral de prometedores
antecedentes, encabezado por la estadounidense Francesca Zambello, quien cuenta
con una reconocida trayectoria de más de tres décadas como regisseur en algunos
de los más prestigiosos teatros del mundo y es la directora artística de la
Ópera de Washington y dirige el Festival Glimmerglass. Muchos operáticos
conocen sus créditos, algunos editados comercialmente en dvd o blu-ray, como
esa Bohème de
la Ópera de San Francisco con Pavarotti y Freni a fines de los años 80, o
creaciones para el Covent Garden como su Carmen de 2007 con
Antonacci y Kaufmann y su Don Giovanni de 2008. Y si bien en
el MET de Nueva York su debut en 1992 con Lucia de Lammermoor no
gustó mucho, se han mantenido en el repertorio de ese teatro sus propuestas
para Los troyanos de 2003 y el estreno en Estados Unidos
de Cyrano de Bergerac de 2005. Además, dio mucho que hablar
con su versión para la tetralogía wagneriana de 2011 en San Francisco, repuesta
este año. Pero
más allá de los pergaminos, lo que importa es lo que pudo verse, y por lo mismo
no deja de sorprender que el trabajo de Zambello y su equipo, que incluyó a dos
habituales colaboradores suyos como el escenógrafo Peter J. Davison y el
iluminador Mark McCullough, haya sido recibido negativamente no sólo por
algunos espectadores que abuchearon la noche de la premiere, sino además por
casi todos los críticos locales. Porque a mi juicio la puesta en escena de
esta Norma fue no sólo de lo poco rescatable de la temporada,
sino además de lo más atractivo de los últimos años en términos visuales en la
lírica presentada en el Municipal. Quizás
no se puede negar que la decisión de Zambello de ambientar la historia en el
siglo XIX en vez de la Galia del siglo I AC podría haber despistado a más de un
espectador que veía por primera vez la obra y era susceptible de generar
confusión entre la trama original y lo que se veía, pero esta no es la primera
vez ni será la última en que se haga esto en un escenario con la obra de
Bellini (de hecho, para bien o para mal, es casi lo habitual hoy en día), y sin
ir más lejos la penúltima vez que se presentó en el Municipal, en la puesta en
escena de Michael Rennison de 1987, ya se había alterado el marco
histórico. Lo importante es que al margen del cambio escénico, no se
traicione el espíritu del argumento, y acá a mi juicio esto se respetó.
Con
marcados desplazamientos escénicos de los solistas y el coro, Zambello
consiguió alejar a la obra del rígido estatismo en el que caen algunas
producciones, dándole dinamismo y sentido dramático a algunos de los momentos
culminantes, como en el final del primer acto, la invocación de guerra en la
última escena, o en el desenlace de la partitura. Esta Norma se
sintió viva y vigente, en especial gracias a la poderosa y córporea visualidad
de la escenografía de Davison, quien además de diseñar para ella creaciones
como el Cyrano de Bergerac del MET también ha colaborado con
otros ilustres artistas en ese y otros escenarios, como Jonathan Miller
en The Rake's Progress y Las bodas de Fígaro. Por
sus dimensiones y uso del espacio, con el gran apoyo de la sugerente
iluminación de McCullough y los atractivos vestuarios de Jennifer Moeller, la
escenografía destacó y se lució, especialmente en estos tiempos en los que cada
vez es más habitual que veamos montajes con el escenario desnudo o que recurren
mayormente a proyecciones de imágenes. Por lo mismo, aun considerando que las
opiniones en temas artísticos son subjetivas, de todos modos me parece que
calificativos como "insulsa" y "aparatosa", que usaron
algunos críticos en sus comentarios para definir lo diseñado por Davison,
fueron tan injustificados como los abucheos del estreno.
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