Por José Noé Mercado
Pájaros
de verano, dirigido por Cristina Gallego y Ciro Guerra,
es un filme colombiano que plasma de manera implacable la incorporación de
comunidades ancestrales al moderno capitalismo del tráfico de drogas, como
vehículo de relativa bonanza meterial y con la consecuente vulneración de las
tradiciones que les dan identidad y honor.
Al seguir a una naciente familia wayuu, de
cultura más que enraizada, subirse a la ola marimbera —la de mariguana— de los
años 70, los cineastas muestran en escena buena parte de la génesis de
progreso sanguinario que el crimen organizado genera en diversos pueblos
latinoamericanos abandonados y miserables, y no obstante ambiciosos, con
dolorosas consecuencias que incluyen la indignidad, la traición y la venganza: la
pérdida de cualquier honorabilidad.
Apabullante mezcla del cine de gángsters y
el western, con arrobadora y abismal fotografía digna de Sergio Leone, y deudora
en el mejor sentido de El padrino de
Francis Ford Coppola y otros títulos de mafiosos, Pájaros de verano logra plasmar no sólo la naturaleza más honda de
sus personajes frutos de sus comunidades, sino la profundidad cultural de un
entorno que transita en su quehacer cotidiano por ricos y enigmáticos símbolos
y rituales de vida y muerte, de fecundidad y de tragedia, horrorosamente
determinista, insalvable, donde no llega el poder y beneficio del gobierno y la
escasa autoridad es desflorada apenas con unas cuantas monedas. Su ritmo es
firme y produce una tensión creciente en el espectador.
Precandidata al Oscar en la categoría de
mejor película en lengua no inglesa, esta obra demuestra con rotunda belleza,
como lo dice uno de sus personajes, que los sueños son prueba de que el alma
existe. Lástima que, de ser así, el alma también puede morir. En rigor, ser
asesinada.
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