Por José Noé Mercado
Roma, del mexicano Alfonso Cuarón, es deslumbrante en su carga estética,
desde el punto visual y técnico. El contraste del blanco y negro genera una
riqueza de texturas, de ambientes y, en conjunto con el audio y el diseño de
arte, recrea unos insípidos años 70 en la ciudad de México, apenas sacados de
la monotonía por alguna canción de Juan Gabriel, El Piporro o El Pirulí en la
radio; un acto mediático del increíble profesor Zovek —menos conocido
preparador de halcones, pero gran aliado de los sepultureros de libertades
estudiantiles— o la maldita violencia del estado. Contemplativa en la fotografía, en el ritmo
y en el quehacer de los personajes, con tierno sentido del humor, se llega al
melodrama. Al todos, de alguna forma, fuimos felices. Pero qué tanto. Qué tan
poco. La cinta, ganadora de múltiples premios y
nominaciones, preseleccionada ya para el Oscar como mejor película en lengua no
inglesa, si bien puede aquilatarse en cualquier parte del mundo por su valor
técnico y resultado estético, su esencia, su aroma, su carácter, encuentra su
nicho en el ciudadano capitalino, sobre todo el de ciertas colonias, el de
cierta formación sociocultural o deformación chilanga.
La lucha de clases en familia, alrededor de
la televisión que muestra al Loco Valdés a Ajejandro Suárez y a Héctor Lechuga
en una ensalada de locos, o en la pantalla de cine a astronautas perdidos o a Los
tres chiflados, es más llevadera. Ni es lucha, siquiera. Y, si hay clasismo,
incluso, enternece. Se come con gansitos congelados.
Conmueve como una telenovela de aquellas
donde la criada, la gata, la misifusa con vocación de nana y sus sentimientos
no sólo son visibles, sino que son protagonistas. Importan. Marimar, María
Isabel, la Nana Carlota, nunca parecieron tan reales.
Lo que sucede para todos los personajes,
pasa, inevitablemente, aunque tarde en ocurrir. Pero es predecible y ahí el
cineasta, la producción, el público puede quedarse como en Boyhood de Richard Linklater, contemplando momentos de una vida.
Hombres de la vileza o el cerismo a la izquierda, a mujeres que soportan la
tragedia personal en silencio, estoicas. La historia, entonces, pierde fuerza y
credibilidad —sustituida por el amor y la añoranza—, aunque haya sido real o
verdadera o así yazga en la memoria de sus recreadores. La belleza visual no se diluye, por fortuna
y por la calidad de la obra. En rigor, se incrementa, sin el demasiado interés
en lo que pueda ser el final de la cinta, que igual no llega tan pronto, ni
tampoco es el fin.
Es una mirada que no olvida. Que recuerda.
Pero no tiene ya el encanto e idealismo de quien la vive en su niñez, en tiempo
real, en aquellos años que de seguro también tenían aspectos encantadores que
pudieran atraer al espectador a vivirlos, sino del que la reflexiona, del que
la piensa, del adulto que mira que el gran guardián de casa no era más que un
perrillo saltarín, que entiende el valor y la potencia de un Ford Galaxy de
ocho cilindros en el que sonaba música académica, que sabe que aquella hogareña
construcción que le cobijaba era art decó en todas las de la ley, y que asume
el inexorable paso del tiempo y desearía recuperarlo y retenerlo de alguna
forma. Y aprendió que el arte sirve para ese propósito.
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