Massimo Viazzo
Con motivo del cincuentésimo
aniversario de la muerte de Dmitri Shostakovich (1906-1975), el Teatro alla
Scala inauguró su nueva temporada de ópera con la representación de Ledi
Makbet Mtsenskovo Uyesda” (Lady Macbeth del distrito de Mtsenk),
inquietante y perturbadora obra maestra del siglo XX. Después de haber obtenido un notable éxito en
su primera representación en 1934, en Leningrado y los dos años sucesivos, la
ópera fue prohibida por Stalin en 1936. Se piensa que después de haber asistido
a una función en el Bolshoi, Stalin contribuyó en primera persona a la
redacción de las duras críticas publicadas en el diario Pravda algunos días
después, con el título de “Caos, en vez de música”. Stalin y su más
cercano séquito condenaron el llamado formalismo de la ópera,
sosteniendo que la música debía ser simple, inmediata y optimista, así como un
medio artístico para la educación de las masas. A su vez, la partitura de
Shostakovich se distingue por una profunda inquietud y un crudo realismo, y se
caracteriza por sus asperezas harmónicas, ritmos frenéticos y obstinados, así
como de contrastes violentos. Sin embargo, la obra conserva también un lirismo
muy intenso que se manifiesta con frecuencia en los desgarradores solos de la
protagonista. Mas allá de la feroz crítica hacia la familia patriarcal y
autoritaria de la Rusia de mediados del siglo XIX, a Stalin le provocó un
descontento especial las escenas de sexo. El compositor fue obligado en 1963 a
volver a su partitura para atenuar los tonos y suavizar las asperezas, como
único modo para poder ponerla de nuevo en escena. La censura de Stalin infligió
una herida profunda al joven compositor quien venía apenas 24 años cuando
inició la composición de Lady Macbeth. Esta obra debió haber constituido la
primera entrega de una trilogía dedicada a las condiciones de las mujeres
rusas, pero claramente no se hizo nada al respecto. En la Scala, Lady Macbeth
del distrito de Mtsensk ya había sido interpretada en versión original, dos
veces, en 1992 y en el 2007, respectivamente, y una vez en una versión revisada
titulada Katerina Ismailova, en 1964, en una versión rítmica italiana. A pesar
de su naturaleza criminal y sanguinaria, Shostakovich presentó a la
protagonista principalmente como una víctima del mundo intolerante, obtuso,
machista y autoritario del campo ruso. En consecuencia, el público desarrolló
hacia ella empatía y una cierta comprensión. Es
como si el compositor ruso invirtiera el carácter original de Katerina,
eliminando del relato de Leskov del que se toma el libreto, un asesinato
adicional, el de un joven pariente asesinado por cuestiones hereditarias, y el
abandono del hijo recién nacido. Katerina emerge como emblema de rebelión y de
emancipación, independientemente de las circunstancias que al estar envuelta en
el envenenamiento de su despótico y libidinoso suegro mediante el uso de veneno
para ratas en unos hongos, en el estrangulamiento de su marido Zinovy con la
complicidad de Sergej, o en el homicidio de la nueva amante de este último,
durante el traslado al campo de prisioneros en Siberia. Para narrar la
dramática historia Vasily Barkhatov, utilizó el recurso del flashback,
adoptando un montaje cinematográfico. La idea del director de escena ruso es
hacer que Katerina cuente las fases de la historia durante un interrogatorio.
Entre una escena y otra, el escenario se oscurece, una mesita con una lámpara
sube al proscenio y un oficial de policía hace una multa. Los testigos se
alternan para contar su versión de los hechos, mientras en el telón de fondo se
proyectan sus rostros en primer plano y otras imágenes relacionadas a la
investigación. De esta manera, las escenas de sexo y las más cruentas, fueron
aquí solamente narradas y no fueron vistas en realidad sobre el escenario,
debilitando deliberadamente el realismo que podría haberlas hecho demasiado
explícitas y perturbadoras. Por otra parte, la música de Shostakovich, contribuyó
a crear una atmosfera de angustia claustrofóbica y una violencia punzante, que
tal vez no hacía falta amplificar más allá del punto de vista visual. Esta
extraordinaria partitura presenta además momentos grotescos (cifra típica de la
música de Shostakovich), como, por ejemplo, la intervención del sacerdote
después de constatar el deceso de Boris, o el episodio humorístico en la
comisaría en el que el sargento se queja de no haber sido invitado a la boda de
Katerina y Sergej, o aquel en el que un campesino borracho descubre el cadáver
en el sótano (aquí solucionado metiendo a Barkhatov en una caja fuerte). El
director de escena ruso cambió temporalmente la narración a los años 50 del
siglo pasado (apropiados fueron las moviles escenografías creadas por Zinovy
Margolin, los trajes confeccionados por Olga Shaishmelashvili y la
iluminación curada por Alexander Sivaev), periodo que coincidió con los
últimos años del régimen de Stalin, transformado la finca de campo del libreto
en un restaurante con una gran sala de comedor de estilo Art Déco,
característico de la Rusia de aquel periodo histórico. Por tanto, la amante de
Sergei asume el papel de la cocinera, en lugar de ser una simple trabajadora en
la finca de los Ismailov. Naturalmente que en esta producción hubo algunas
adaptaciones a la escena, pero el cambio más significativo se refiere al final
de la ópera, en el que Katerina, en un imprevisto coup de théâtre, se
prende fuego inmolándose como antorcha humana, quemando también a Sonetka, la
rival. Las consideraciones finales del
guardia, atribuyen la muerte de las dos mujeres por ahogamiento (como indica el
libreto), a pesar del fuego que se ve en el escenario, no crearon de ninguna
manera una discrepancia e hicieron que funcionara. “Las dos se ahogaron, era
imposible salvarlas, la corriente es fuerte. ¡Silencio! ¡A sus puestos!” dice
el guardia, y esta parecería ser la versión oficial de los hechos que se deben
contar a sus superiores. Mejor callar sobre el homicidio-suicidio. Mejor no
contar la realidad de los hechos, algo que no se sabra nunca. Sin embargo, al final, diría que, aunque se
aprecia y se entiende la puesta en escena de Barkhatov, uno habría esperado
algo más abrasivo y provocador por parte del joven director ruso. La verdadera
provocación provino justo de la música de Shostakovich que abrumó y conmocionó al
público con su potencia expresiva.
Riccardo Chailly dirigió a la orquesta de la Orchestra del Teatro
alla Scala, mostrando un notable dominio de la partitura, ofreciendo una
concertación de alto nivel, caracterizada por lucidez, tensión, implacable
ritmo y un precioso cuidado de los timbres, más allá de la amplia respiración
lirica. La narración de rara fuerza teatral alternó momentos de desgarradora audacia con otros de doloroso
y desesperado lirismo, como también un oasis de profunda introspección. La formidable
Passacaglia que une las dos escenas del segundo acto fue quizás el
momento más impactante de hierática y fatalista velada. El momento en el que
Katarina y Sergei comienzan a ser aspirados por el remolino de sus atroces acciones,
y nosotros, los oyentes, quedamos atrapados, hipnotizados por los densos
entramados musicales que cobran vida y se enroscan como insidiosas espirales. Un aplauso también para todos los músicos de
la orquesta, que mostraron una dedicación extraordinaria hacia esta partitura,
galvanizados por la batuta de su director musical, en su última inauguración en
el teatro Scala. El próximo año, lo sustituirá Myung-Whun Chung y el
título inaugural elegido será Otello de Giuseppe Verdi. El elenco elegido por
la Scala es para recordar, homogéneo por calidad y alto nivel. La protagonista Sara
Jakubiak demostró saber afrontar su exigente parte sin nunca recurrir al
grito, un resultado que merece respeto vista el constante requerimiento del
registro agudo. La soprano estadounidense se impuso con una sólida técnica y
una notable fuerza teatral, sin nunca renunciar al canto. Su voz de distinguió
por amplitud, proyección vocal y por intensidad dramática. A su lado, Najmiddin
Mavlyanov esbozó un Sergei de fuerte impacto, áspero y esencial. Su fraseo,
quizás no tan pulido, comunicó, de cualquier manera, una notable urgencia
expresiva. Alexander Roslavets personificó un Boris de timbre redondo,
fluidez en el frase y musicalidad, permitiendo emerger también el lado
despótico y tiránico del personaje. El experto Yevgeny Akimov en el
papel del débil Zinovy, mostró una cierta seguridad y musicalidad para
representar de la mejor manera al marido de Katerina, que es tan indeciso e
inestable. Entre los numerosos personajes que se encuentran en la ópera, todos
los intérpretes con preparación, empeño y eficiencia dramática, deseo y evidencia
se distinguieron teniendo papeles particularmente significativos: Ekaterina
Sannikova fue una incisiva y penetrante Aksin’ja; Elena Maximova,
mezzosoprano de grato timbre bruñido, en el papel de una Sonetka perversa y cruel;
Oleg Budaratskiy dio vida a un sargento de policía un poco aburrido y un
poco brusco, pero listo para reafirmar la autoridad de su uniforme. Valery
Gilmanov trazó un sacerdote bufo, grotesco, pero quizás un poco
caricaturesco; Alexandre Kravets se distinguió como un campesino
harapiento, alegre y burlón, mientras que Goderzi Janelidze, viejo convicto,
cantó una de las partes mas emocionantes, en la última escena de la ópera con transporto
y solida voz. Muchos elogios para Alberto Malazzi y para su Coro del
Teatro alla Scala ¡una vez más estuvo espectacular! Un gran éxito para esta que
debe considerarse como una de las mejores inauguraciones de la Scala de los
últimos años.


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