Massimo Viazzo
Diez años han transcurrido desde que se presentó la primera ópera de Francesco Cavalli en la Scala, que fue La Didone, aunque la producción escénica no se originó en el teatro, si no que provino de Venecia donde fue creada por la Facultad de diseño y artes de la Universidad IUAV. En cambio, para la Calisto se dio el estreno absoluto de la realización escénica de una ópera del gran compositor lombardo, descendiente directo de Monteverdi, que fue producida por el máximo teatro italiano. La Calisto, cuyo notable libreto pertenece a Giovanni Faustini, y está inspirada en episodios obtenidos de la Metamorfosis de Ovidio, se mostró como lo que es: una extraordinaria obra maestra, de una delicia para el oído por sus ariette, canzonette, duetos, duettini, y sus sinfonías y bailes, que conquistan por su inmediatez expresiva y su rara capacidad de hacer al espectador identificarse, sobre todo con el corazón de los aspectos más patéticos de la trama erótica-amorosa, que confunden, engañan y perturban las relaciones entre los personajes en el escenario. Calisto, representada en Venecia a mediados del siglo XVII contiene también rasgos de la época y sobretodo de la ciudad lagunera donde fue escenificada por primera vez, la ciudad libertina y agradable, pero también liberada de los centros del poder religioso romano y por ello más inclinada a estudiar y experimentar con nuevos resultados científicos. Esto explica porque el astrónomo Endimión en el espectáculo milanés parece un nuevo Galileo Galei. La magnífica dirección escénica de David McVicar, contiene una rica escenografía fija, una especie de observatorio (proyectado de manera óptima por el escenógrafo Charles Edwards) dominado en el centro justo por un gran telescopio que de acuerdo a la situación giraba o se inclinaba. Sí, Endimión que observa la Luna, y de hecho, está enamorado de ella, que no más que una de las personificaciones de Diana la cazadora y Diana, la protectora de las vírgenes. La ninfa Calisto es en realidad una de esas vírgenes. Eros está constantemente en el centro de la trama, todo el mundo ama o quisiera amar, aunque es la sublimación de este erotismo lo que marca la magnífica partitura de Cavalli. Al final del espectáculo el público premió con una grande ovación a los artistas decretando lo que fue un notable éxito, que quizás era inesperado para los melómanos que están acostumbrados al repertorio tradicional, permitiendo así la entrada (o es lo que se espera) al teatro musical del siglo XVII a la Scala. Ahora es deseable que esto no acabe aquí, basta solo considerar que tan solo de Cavalli, un gigante del teatro musical tout court, existen ya más de veinte ediciones críticas de sus óperas, listas para ser puestas en escena, como por cierto ya se está haciendo desde hace algunos años, en teatros del extranjero con gran recibimiento de la crítica y del público. En la Calisto Scaligera todo funcionó a la perfección: desde la dirección de McVicar, muy precisa y detallada, con los suntuosos trajes del siglo XVII diseñados por Doey Lüthi, hasta la competente, imaginativa, electrizante y muy musical dirección de Christophe Rousset al frente de un conjunto mixto formado por elementos del grupo histórico Les Talens Lyrique, y algunos miembros “filológicamente informados” de la Orquesta del Teatro alla Scala. Rousset demostró que conoce esta ópera como la palma de su mano, porque la ha dirigido varias veces, pero que para La Scala desarrollo el pentagrama instrumental conforme al tamaño de la sala Piermarini. Por otro lado, los instrumentistas que acompañaban a los cantantes podían contarse con la punta de los dedos de una mano en el primer espectáculo veneciano en 1651 en el Teatro di Sant'Apollinare. Cavalli, y otros compositores de la época, se ocuparon principalmente de las partes vocales, dejando a menudo poco más que una simple guía armónico-rítmica para los instrumentos. Esto explica por qué el trabajo del director se vuelve tan importante. En un reparto de alto nivel, es difícil mencionar picos o lamentar fallas. Así, se puede mencionar a la lírica Calisto de Chen Reiss, quizás algo álgida, a la multiforme Diana de Olga Bezsmertna de timbre aterciopelado, a Veronique Gens una Giunione imperiosa y de bella presencia, y a Chiara Amarù en el papel de una exuberante Linfea, que fue capaz de plegarse en un canto más íntimamente cierto, en un papel a menudo confiado a un tenor actor de personaje. Y luego el grupo masculino, fue encabezado por el sonoro y comunicativo Giove de Luca Tittoto, por Markus Werba y su sutil Mercury, un verdadero acróbata en escena y por el contratenor Christophe Dumaux, un Endimión soñador y poético. Todo, entre otras cosas, con una dicción cuidada. La Scala arrojó la piedra al estanque, ahora será cuestión de no dejarla allí abandonada.
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