Ramón Jacques
La ópera de Seattle es el
único teatro estadounidense cuyas temporadas comienzan en el mes de agosto, justo
a la mitad del verano, cuando aún se lleva a cabo la temporada de festivales
musicales y líricos en otras regiones del país. Mucho han cambiado las cosas
desde que dejará la dirección del teatro el célebre Speigth Jenkins, quien
convirtió a Seattle en un importante centro de producción operística Wagneriana,
y en cuya gestión era normal ver el Anillo de los Nibelungos o Parsifal como
primera producción del año, o incluso alguna ópera de Strauss, y aunque en esta temporada está prevista una
producción de Tristán e Isolda, parece que el teatro dejó de ser la cita anual
para los Wagnerianos en Norteamérica que fue, porque mirando hacia el futuro,
se sabe que la compañía no tiene previsto hacer otro Anillo. Parecería entonces
que iniciar con una producción de El
Elixir de Amor de Donizetti, aleja al teatro del nombre y el prestigio que
tantos años le llevó forjarse, y da para pensar cual será el objetivo o la
misión que tendrá en la actualidad un teatro de esta importancia. De ninguna manera se intenta menospreciar una
obra tan conocida y agradable, que difícilmente puede dejar al público insatisfecho
como es Elixir, sino que hay que entender que los teatros, aun los más sólidos
como Seattle, al día de hoy siguen sintiendo los estragos de los años de
pandemia, y aunque no es labor de quien escribe consignar la cantidad de
butacas vacías vistas en la función que le ocupa, si es una señal y parámetro
de que las cosas no se han recuperado en su totalidad, y por ello se debe destacar
la meritoria labor de quienes, ante las adversidades, siguen manteniendo vivos
y funcionando los teatros de ópera. En
lo que respecta a la producción vista, el teatro le encomendó el montaje al
director Stephen Lawless, quien ya
tuvo éxito en el pasado explorando las posibilidades cómicas, románticas,
actorales y dramáticas que le permite esta obra, y tal como lo hiciera en 1996
cuando situó la obra en un ambiente bucólico, con un montaje que circuló por
diversos teatros de Norteamérica; sin perder la gracia, la chispa y el buen
gusto -con la ayuda del diseñador y vestuarista Ashley Martin-Davis, y el buen trabajo de iluminación de Thomas C. Hase, trasladó la acción a un
pequeño pueblo italiano en los años 1940, en la segunda guerra mundial, donde Adina se desempañaba como maestra de
escuela, Nemorino era un mecánico de
coches que trabajaba en su taller, y Belcore, era el militar estadounidense que
con su ejército llegaba al pueblo. Con espectaculares que anunciaban aceite de
oliva, elegantes y coloridos vestuarios de acuerdo a la época, y brillante
iluminación, en una propuesta visualmente muy estética, hizo su entrada el bien
vestido, charlatán, y con facha de mafioso, Doctor Dulcamara, que fue
interpretado de manera destacada por Luca
Pisaroni, Muy seguro en escena, mostró una voz segura y amplia, y con sus
habilidades cómicas, hizo que dar vida a su parte pareciera algo muy fácil. La soprano Salome Jicia, dio carácter y personalidad al personaje de Adina,
mostrando soltura en sus movimientos y actuación, sin conformarse a repetir los
clichés del personaje caprichoso y voluble que se suele ver en escena. Agradó por la calidez, el color, y el manejo
virtuoso que exhibió con su elástica y flexible voz. El joven tenor cubano-americano Andrés Acosta, dio vida a un ideal
Nemorino por su juvenil apariencia y chispa, mostrando buena química con Adina
y una interesante voz, colorida, de buena textura y adecuada proyección. Rodion Pogossov, fue el Sargento
Belcore, complaciente, aunque sobreactuado por momentos, pero con una amplia y
agradable voz de barítono. Buen trabajo
escénico y vocal el de Tess Altiveros
en el papel de Giannetta. En su debut estadounidense Giampaolo Bisanti ofreció una lectura vivaz y detallada de la
efervescente orquestación de Donizetti, exhibiendo conocimiento y buena
coordinación, con los músicos, cantantes en el escenario y con el coro, que
bajo la dirección de Michaella
Calzaretta se mostró participativo, uniforme y nada forzado, en una función
que en términos generales nunca perdió el impulso. Por último, mencionar el uso
de autos y motonetas en escena, así como en el final cuando los protagonistas
se retiraban en un auto en una escena que bien pudo haber sido tomada de la
película Vaselina (Grease).
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