Foto: Ken Howard
Luis Gutiérrez R.
La donna del lago tardó, inexplicablemente, casi doscientos años en llegar al Met.
Rossini la estrenó en el Teatro San Carlo de Nápoles el 24 de octubre de 1819,
cuando contaba con un ensamble maravilloso, probablemente uno de los más
espectaculares de la época, encabezado por la mezzosoprano Isabella Colbran
–quien sería su esposa cuatro años después– y dos poderosos y admirados
tenores: Giovanni David y Andrea Nozzari. En mi opinión, la
decisión de Rossini de usar el poema dramático de Walter Scott The Lady of the Lake (1810), en el que Andrea Leone Tottola se basó para
escribir el libreto, se debió a la necesidad de explorar el Romanticismo,
rampante ya al norte de los Alpes pero aún dormido en Italia. Lo sentimientos
empiezan a ganar la batalla con la razón. La naturaleza se hace presente a la
vez que lo sobrenatural tiene una importancia desconocida hasta entonces. Todas
estas características son notables en La donna del lago, ópera en la que la protagonista, Elena (Colbran), es cortejada por el
rey de Escocia, Giacomo V, bajo el nombre de Uberto (David) y el jefe de los
rebeldes montañeses Rodrigo Dhiu (Nozzari), pero se decidirá por su amor
genuino, Malcolm Groeme (contralto, uno de los últimos papeles heroicos de
Rossini, como lo fuera Tancredi, asignados a lo que se denominaba “il musico”,
es decir una contralto que de alguna forma recordaba vocalmente a los
castrati). Los sentimientos exacerbados que exhiben todos los protagonistas son
dignos de cualquier obra literaria del Romanticismo. Con excepción de la última
escena, toda la ópera se lleva a cabo en la naturaleza, principalmente en el
lago en el que Elena rige. El coro de los bardos que cierra el primer acto
tiene mucho de aquello que hoy podríamos clasificar como sobrenatural con
respecto del siglo XIX. Rossini desarrolla
la dramaturgia musical de la ópera incrementando la importancia del coro que se
convierte en personaje en muchos casos, aunque mantiene altas exigencias para
los solistas, pese a reducir el peso específico de sus arias. Es alrededor de estos
años que, dada la exigencia de ornamentación de los cantantes, muchas veces
pensada por ellos, Rossini decidió imponer la disciplina al componer música que
les permitiese brillar sin que sintiesen la necesidad de recomponer la pieza.
Prueba de ello son las dos arias de Malcolm y el rondò final de Elena, “Tanti
affetti in tal momento”; bel canto en su máxima expresión. La producción del escocés Paul Curran es muy pobre, al no
explotar las oportunidades que da exaltación de la naturaleza, no porque haya
pensado en un concepto original, sino simplemente porque no pudo. Esto es
probablemente causado por el hecho de que se trata de una producción del Met
con el Festival de Santa Fe, cuyo teatro tiene características muy diferentes
al Met, especialmente al no estar cerrado por el fondo del escenario donde se
ven las Montañas Sangre de Cristo –llamadas así por el color con que la tiñe el
sol al ponerse, simultáneamente al inicio de la función–, allá sí brilló la
naturaleza, en el Met todo fue oscuridad que se trató de aliviar usando una
proyecciones sobre el fondo del escenario, ejecutadas por Driscoll Otto.
Kevin Knight diseñó un escenario inapropiado, pero se imaginó un vestuario
coherente con la época y rango de los personajes. Si la producción fue mediocre, lo que sucedió con la música
fue totalmente lo contrario. Brillantez, pirotecnia vocal cuando se necesitó,
precisión, yo diría casi perfección de interpretación rossiniana. Joyce DiDonato es hoy la mezzosoprano del momento, no hay
duda al respecto. La belleza del timbre de su voz (juicio subjetivo) se une a
la ejecución fabulosa de su particella, ejecutando la línea
melódica con la ornamentación que escribió Rossini (juicio objetivo). Fue una
Elena muy difícil de olvidar. Daniela Barcellona fue Malcolm y negoció con
mucha belleza sus arias con sus amenazantes dificultades. Muy pocas casas tienen los recursos suficientes para contar
con dos de los grandes tenores rossinianos del momento, Flórez como Giacomo V
mostró su agilidad característica en el papel que estrenó David, y John Osborn
como Rodrigo no desmereció un ápice en el papel estrenado por Nozzari. Oren Gradus
tuvo una buena noche como Duglas. Quien
también brilló refulgentemente fue Michele Mariotti al frente de la orquesta y
coro del Met. En resumen:
Salve Rossini! Salve Joyce! Salve Juan Diego! Salve John! y Salve Michele!
Flórez, como siempre: almibarado y afectado.
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