José Noé Mercado
«El arte debería ser atractivo inmediatamente.
Circula la idea de que debe hacerse un esfuerzo
para captar la belleza, y no estoy nada de acuerdo»
Michel Houellebecq
Luego de la gala programada con la mezzosoprano letona Elīna Garanča como apertura de la Temporada 2023, hace un par de semanas, la Ópera de Bellas Artes inició sus actividades escenificadas con cuatro funciones de la ópera Orfeo ed Euridice, Wq 30 (1762) del compositor reformista Christoph Willibald Gluck (1714-1787), los días 12, 14, 16 y 19 de marzo.
Las funciones, realizadas en el Palacio de Bellas Artes, tuvieron como protagonistas al contratenor uruguayo Leandro Marziotte en el rol de Orfeo y a la soprano tapatía Anabel de la Mora en el de Euridice. Con ellos también estuvo la soprano zapopana Mariana Ruvalcaba. De la puesta en escena se encargó Antonio Castro, con escenografía de Adrián Martínez Frausto, iluminación de Víctor Zapatero, vestuario de Ingrid SAC, maquillaje de Cinthia Muñoz y coreografía de Ruby Tagle. Al frente del Coro (bajo dirección huésped de Rodrigo Elorduy) y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes se contó con la concertación musical de Iván López Reynoso.
En esta nueva producción, Orfeo padeció no sólo por la pérdida de su amada, sino también por la escasa creatividad de un montaje anodino que trasladó las acciones arquetípicas de uno de los mayores simbolismos de la ópera y la mitología clásica a la simplista réplica de una sala de Gayosso o alguna otra agencia funeraria contemporánea o a ligeras variaciones de ese cuadro.
Bajo ese contexto, en el que el montaje friccionó ya no se diga con la música, sino incluso con la evocación poética del texto de Ranieri de Calzabigi (1714-1795), el vestuario (Orfeo con gabardina y bufanda; Euridice con vestido y velo de novia), la iluminación y otros elementos escénicos resultaron anecdóticos y en cualquier caso menos atractivos o emocionales que la suculenta lectura de la sinopsis argumental que incluye escenarios pastorales, pasajes cavernosos, furias y demás criaturas infernales o el mismísimo inframundo. Esta producción no, al menos en sentido literal. En el terreno del canto, además del sonido cálido y atormentado o candoroso del coro, destacó en sus breves intervenciones (respecto a su amado) la soprano Anabel de la Mora, solvente y habitual intérprete en este recinto, que proyecta con sonido lucidor su registro agudo y amable fraseo. Ofreció una Euridice confiable, que se debatía, frágil, entre el apego amoroso y el miedo a la pérdida. Como Amore, Mariana Ruvalcaba tuvo una actuación grata, aunque más discreta y juvenil, en el sentido del crecimiento al que puede aspirar.
Iván López Reynoso centró parte de su labor concertadora en
cuadrar a sus diferentes secciones orquestales. Los metales, en particular los
trombones, no siempre se la pusieron fácil, como se percibió ya en la marcha
fúnebre con la que inician las acciones. Las cuerdas, como era de esperarse,
sonaron con mayor flexibilidad y precisión, lo que se apreció en particular en
las gráciles danzas. La transparencia musical (y de hecho dramática de Gluck) y
esa transición del barroco al clasicismo que despoja de ornamentaciones
gratuitas y parafernalias sonoras pudieran parecer simplificaciones de
dificultad pero, por el contrario, conforman un gran reto, pues todo se percibe
con pulcritud. La idea (y lo ideal) sería encontrar el estilo, la expresividad
elocuente y todo ello en equilibrio rítmico, libre de estridencia o de ceñirse
como música de fondo. Pero si ello ocurriera sin armonía con la escena, de muy poco
serviría para la posteridad. Como quedó comprobado.
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