José Noé Mercado
«Nada puede decirse de donde nada hubo»
MYR
La Compañía Nacional de Ópera (CNO) eligió Giovanna d’Arco del compositor italiano Giuseppe Verdi (1813-1901) para iniciar su temporada 2024, que según lo anunciado en conferencia de prensa días antes por su directora artística, la soprano María Katzarava, constará solo de tres títulos, más tres galas y la Messa da Requiem, también del Oso de Busseto. Esa adelgazada cifra para este año electoral en México significará una pérdida de la mitad de las obras presentadas en promedio anual durante los últimos cuatro sexenios, actividad ya de por sí poco sustanciosa. Y así será en el marco de los 90 años del Palacio de Bellas Artes. Giovanna d’Arco, ópera estrenada en La Scala de Milán en 1845, cuenta con libreto de Temistocle Solera (1815-1878), primer colaborador habitual de Verdi, y pertenece a los llamados años de galera verdianos, en los que el compositor no solo atendió las numerosas y fatigantes peticiones de diversos teatros italianos, sino también la estabilidad y engorda de su bolsillo, que más adelante le granjearían libertad creativa. En México, la Compañía de Ópera Italiana de Amilcare Roncari la presentó en el Teatro Nacional en 1857 y desde entonces no había vuelto a escenarios mexicanos, por lo que el ciclo ofrecido los días 11, 13 y 15 de febrero representó su estreno en el Teatro del Palacio de Bellas Artes. Si bien en el cartel el nombre llamativo para este conjunto de funciones fue el del tenor Ramón Vargas como Carlo VII, en la práctica la soprano Karen Gardeazabal se alzó con una rotunda interpretación del rol epónimo y, con rigor de justicia, su desempeño se proyectó como el de mayor redondez del elenco. Su timbre fresco, la emisión diligente y lírica, el fraseo preciso coronado por algún sobreagudo valeroso y, sobre todo la transición emocional y dramática que imprimió a su Giovanna, concretaron una versión personal de calidad que comenzó ya desde ‘O ben s’addice questo… Sempre all’alba ed alla sera’. La experiencia de una carrera profesional que supera las cuatro décadas y en particular la destreza en el estilo belcantista y verdiano mantuvo a flote a Ramón Vargas, aun cuando es innegable la mengua de sus facultades vocales. El brillo de su instrumento, el fiato dilatado, la agilidad gallarda o la luminosidad del registro agudo han disminuido, como corresponde a un hombre de 63 años de edad cumplidos, y su canto se apoya en fraseos musicales y seguros parlatos, pero casi totalmente en el centro de su registro patinado y elegíaco. En muchos sentidos, el tenor contrastó con la rozagante espontaneidad de Gardeazabal, principalmente al llevar a su personaje en llanura de principio a fin, sin demasiado relieve o metamorfosis anímica o escénica.
Uno de los mejores momentos entre la pareja protagonista se logró en ‘A te, pietosa Vergine / Non è mortale immagine’, pasaje al que se sumó el barítono rumano Mihai Damian en el papel de Giacomo, padre de Giovanna, quien a lo largo de la función entregó un canto con voz voluminosa y resonante. Esa relación paterno-filial conflictiva (Giacomo acusa a su hija —al inicio joven pueblerina, al cabo heroína francesa en la Guerra de los 100 años— por suponerla bajo el influjo del Diablo; luego el padre descubre su error y se arrepiente entre los cargos de conciencia) es uno de los elementos más verdianos que puede rastrearse en esta ópera, cuyo libreto de Solera se basa, aunque no al pie de la letra, con la evasión de la quema de Giovanna en la hoguera, en la obra de teatro Die Jungfrau von Orleans (1801) de Friedrich von Schiller (1759-1805). El libreto, flojo en su confección dramática, con un argumento suavizado por la censura y el melodrama, además de una estructura esquemática-musical en la que Verdi recurre a la solita forma y otras convenciones utilizadas para resolver con celeridad los encargos de los años de galera, son algunos de los motivos por los que Giovanna d’Arco pocas veces llega a la cartelera de los teatros líricos, incluidos los italianos. Programarla suele ser efeméride, antojo o porfío. En esta producción de la Compañía Nacional de Ópera —en el programa de mano la institución vuelve a optar por este nombre más que por el de Ópera de Bellas Artes— varios aspectos fueron meramente anecdóticos. La puesta en escena y proyección de video a cargo de Juliana Vanscoit y Fabiano Pietrosanti (ella también responsable de la escenografía), por ejemplo. Puesto que solo se contó con una pantalla al fondo del escenario con la proyección de colores ocres, entre el óxido y el fuego, además de pedazos de una espada que en algún momento se vuelve a forjar o que al principio parece un lápiz enterrado a medio cuadro escénico. Tratar de distinguir el video de un telón inmóvil podría llevar al error, por lo que de la edición y animación de Gabo Gómez habría poco que decir.
El trazo de los solistas y el coro tampoco tuvo un concepto a destacar, más allá de las entradas y salidas de escena, de algún arrodillamiento o del deambular de la muchedumbre. El vestuario de Vanscoit y Érika Gómez fue lo que genéricamente podría esperarse para cualquier ópera decimonónica que tenga grupos belicones, religiosos o campesinos, sin contar el atavío del rey Carlos VII, que hizo ver al tenor Ramón Vargas como un tackle de futbol americano con equipamiento, pero sin jersey. Al frente del Coro —bajo la dirección huésped de Rodrigo Cadet— y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, el concertador alemán Felix Krieger logró la fluidez musical y sonora necesarias para realzar los momentos brillantes que contiene la ópera (algún aria, cabaletta o pasaje coral, al que de nuevo le sobró volumen), a la vez que sobrellevó lo mejor posible los varios trozos ramplones que abonan a esa etiqueta chun-ta-tera que se le cuelga al Verdi temprano y que —casi siempre— es injusta. O, al menos, exagerada.
No comments:
Post a Comment
Note: Only a member of this blog may post a comment.