Ramón Jacques
Con Rigoletto,
ópera en tres actos con música de Giuseppe Verdi (1813-1901) y libreto en
italiano de Francesco Maria Piave (1810-1876) inició una nueva temporada de la Ópera
de San Francisco, la numero 103 de su historia.
Aunque la obra ingresó formalmente al repertorio de este importante
teatro estadounidense, el 8 de octubre de 1923, donde ha sido escenificada en
34 temporadas y se ha convertido en un título apreciado por el público local, se
tienen documentado que la primera ocasión que se escucharon notas de esta obra
en San Francisco, ocurrió tan solo siete meses después del estreno absoluto de
la obra en el teatro La Fenice de Venecia (el 11 de marzo de 1851), cuando el
23 de octubre de 1851 la soprano italiana Giovanna y su esposo el tenor Eugenio Branchi
interpretaron el dueto “Signor ne príncipe” en una gala operística en el
teatro de ópera Maguire Opera House, antigua casa de ópera en la ciudad, donde
se llegaron a realizar obras en español debido a la gran población de origen
mexicano que aún vivía en la región en esos años. Finalmente, la obra fue escenificada
en su versión de cuatro actos (no con la tradicional en tres actos) en 1860, en
la que los reportes de prensa describen como una accidentada función en la que
se omitieron diversas intervenciones del duque de Mantua, así como el dúo final
de entre Rigoletto y Gilda. Así, existe
una cantidad inagotable de anécdotas y vicisitudes que se han vivido cada vez
que se ha escenificado el título en este escenario teatro, sin olvidar la
cantidad de destacados y celebres interpretes que han pisado este escenario
dando vida a los personajes principales de la ópera. Personalmente, conservo un
grato recuerdo, ya que Rigoletto fue el primer titulo al que asistí en este
teatro, en 1991, con un elenco que incluía a los barítonos Alain Fondary
y Juan Pons como Rigoletto, a la soprano Ruth Ann Swenson, quien
comenzaba a darse a notar, como Gilda; y con el tenor Richard Leech como
el duque de Mantua, en la producción escénica de Jean Pierre Ponnelle. Trasladándonos al 2025, a la función
objeto de esta reseña, el público de encontró con la reposición de la puesta
escénica estrenada en 1997, ideada por el diseñador estadounidense Michael
Yeargan, quien para su creación se basó en las pinturas de ambientes
sombríos, oscuros y agudos pertenecientes al movimiento artístico conocido como
scuola metafísica, fundada por el artista italiano Giorgio de Chirico
(1888-1978), en cuyas obras mas conocidas contienen arcadas romanas, extensas
sombras, perspectivas ilógicas, creando imágenes surrealistas. La historia se desarrolla en la oscura calle
de una plaza, con edificios y arcos de tamaño desproporcionado, ubicados en
cada lado del escenario. La intensa
iluminación en resplandecientes colores rojo, azul y amarilla, obra de Chris
Maravich le imprimieron ese constante efecto de angustia y dramatismo que
se desprende del libreto. Lo vestuarios coloridos vestuarios, con su toque de
exageración, fueron obra Constance Hoffman y fueron funcionales para el
marco descrito. Se agradece que aquí
Rigoletto, parece el bufón vestido de arlequín, como indica el libreto. De la
reposición, en cuando a la dirección escénica se refiere el trabajo del
director argentino José María Condemi fue directa y con apego a
la historia, y sin innecesarios o superfluos
movimientos escénicos. La
producción luce algo rígida, es indudable que el tiempo ha pasado, e incide en
la fluidez en los cambios de escena. Se
espera que después de cinco reposiciones, tan solo en este escenario (recuerdo
haber visto esta misma producción en el teatro de Los Ángeles) el teatro
ofrezca una idea novedosa. Estoy convencido que en la actualidad no existe otro
cantante que domine de manera tan contundente, los papeles aptos para su cuerda
y su repertorio, especialmente el de Rigoletto como Amartuvshin Enkhbat,
desde su debut local hace exactamente un año como Renato en Un Ballo in
Maschera, fue muy esperado su regreso desde que fue anunciado. Su aparición en
la lírica ha sido un auténtico tsunami,
aunque llama un poco atención que no sea considerado una figura mediática, con
relación al notable desempeño que ofrece en cada función. Sus cualidades son
muchas y en esta ocasión bordó un creíble personaje, irónico, burlón, enérgico
y hasta conmovedor, y que cantó y una expresividad cálida, robusta, homogénea,
con gratas pinceladas baritonales, emisión y fraseo. Bastaría con utilizar la palabra admirable
para describir a este notable interprete.
Por su parte, con su desempeño actoral y vocal, la soprano rumana Adela
Zaharia (cuyo debut estadounidense ocurriera hace algunos años en el teatro de Los Ángeles en el mismo papel
y la misma producción), cimbró al público por el manejo virtuoso, nítido, ágil
y comunicativo que le da al manejo de su voz. La claridad cristalina de su voz conmovió, así
como la convicción y la caracterización de una frágil y afable Gilda. El papel del Duque de Mantua le fue
encomendado al tenor chino Yongzhao Yu quien en su debut local
(asumiendo el lugar del tenor italiano Giovanni Sala, originalmente
anunciado) desplegó buenas cualidades en cuanto a timbre, calidez y plasticidad,
aunque su voz por momentos se escuchó algo ligera, juvenil y cierta carencia de
seguridad y tablas en algunos pasajes. El bajo Peixin Chen le dio un
carácter agresivo y pendenciero al personaje Sparafucile, en su voz posee potencia
y profundidad. Por su parte, la mezzosoprano J’Nai Bridges cumplió bien
con su parte, impregnando al personaje de Maddalena de sensualidad, picardía, y
una cualidad fosca, sombría pero grata en su expresión. Una mención va para el resto de los cantantes
como el bajo Aleksey Bogdanov como Monterone, el barítono Olivier
Zerouali como Marullo, el tenor Samuel White como Matteo Borsa, el bajo
barítono Jongwon Han como el Conde Ceprano, la soprano Caroline
Corrales como la Condesa Soprano, y la soprano Elisa Sunshine como el
paje algunos de ellos miembros actuales o exalumnos del estudio Merola del
teatro. Sin olvidar a la mezzosoprano Stella
Hannock, en su caso miembro del coro del teatro, por su adecuada
caracterización de Giovanna. Muy
participativo y correcto estuvo el coro que dirige el maestro John Keene.
La orquesta de la Ópera de San Francisco, su sólida presencia, que la hace un
punto de fortaleza del teatro fue dirigida por su titular, la maestra Eun Sun
Kim, en su doble tarea de ir alternar una obra de Verdi y otra de Wagner
desde hace varias temporadas, condujo con ímpetu, estilo y adecuada dinámica, imprimiéndole
una cierta cualidad de ligereza a la música que provenía del foso, de la palpitante orquestación que solo Verdi pudo
crear.



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