Por José Noé Mercado
«Fue una cuchillada de conciencia»
Cosmópolis
Don DeLillo
Lydia Tár es una directora de orquesta poderosa y mediática. Se trata de una de las máximas figuras musicales de nuestra época. Está al frente de la Orquesta Filarmónica de Berlín, como antes lo estuvo de las de Cleveland, Filadelfia, Chicago, Boston o Nueva York. Fue discípula de Leonard Bernstein, suele ser portada de revistas especializadas y es capaz de disertar en largas entrevistas, como las tertulias de Adam Gopnik de The New Yorker, sobre el significado filosófico de la dirección, las consideraciones de género en la historia musical o cómo abordar de manera trascendente la Sinfonía No. 5 de Gustav Mahler, la última que le falta grabar para concluir el ciclo y lanzar el recopilatorio bajo el sello Deutsche Grammophon.
Tár luce impecables trajes sastre hechos a la medida, conduce un flamante Porsche Taycan, el primer vehículo por completo eléctrico de la compañía, y las fotografías de sus discos son obras de arte en sí mismas que citan las grandes grabaciones del pasado al tiempo que refuerzan una cuidadosa imagen de éxito, prestigio y control de sofisticados movimientos que potencian su indudable talento artístico.
Lydia Tár, por cierto, no es real. Pero de cierta manera existe. No sólo porque se nutre de diversos perfiles del ámbito musical clásico, sino también porque es el personaje epónimo de la tercera película del actor y director estadounidense Todd Field (In the Bedroom, Little Children), quien funge también como guionista y productor de la cinta.
En este filme de 2022, estrenado ya en el Festival Internacional de Cine de Venecia y en algunos países (hoy día puede rentarse en Apple TV - Estados Unidos; en México, se estrenará el próximo 9 de febrero de 2023), Lydia Tár es interpretada por la actriz australiana Cate Blanchett, en un trabajo histriónico que de seguro la inscribirá en la ruta por el tercer Oscar de su carrera (The Aviator, Blue Jasmine).
Su abordaje muestra una hipnótica y fascinante capacidad no sólo para actuar de manera genérica (si eso en ella fuera posible), sino más bien para crear con diversas capas humanas, psicológicas y expresivas (habla en tres idiomas, toca el piano ella misma) en específico a una mujer compleja, altiva y egocéntrica, que así como brilla bajo los reflectores, puede llenarse de grises o ensombrecerse y no nada más en el podio.
Lydia Tár proyecta una seguridad calculada y erudita que la eleva del resto, que cautiva e incluso intimida. De hecho, no sólo dirige. Compone para salas de concierto, teatro y cine. Toca el piano. Escribe. Es musicóloga y una de las 15 celebridades EGOT, aquellas que han ganado los cuatro premios principales del entretenimiento: el Emmy, el Grammy, el Oscar y el Tony. Es una referencia indudable de su área.
Francesca Lentini (Noémie Merlant), su abnegada, celosa y satisfecha asistente, coordina su demandante agenda, que cumple con alguna pastilla estabilizadora del ánimo que le permita verse inalterada, confiable, en una aplastante zona de certezas que todos admiran. La concertadora quizá consuma algo más, pero el pulso de Todd Field es elegante, sugiere, no subraya. Así que no podría asegurarse. Es cosa de atar cabos, como en otros aspectos de la cinta.
Su guión y puesta en escena son de afilada inteligencia, de oído sociocultural contemporáneo absoluto, y aborda el mundo de la música clásica y su backstage, con franqueza y familiaridad, como en pocas ocasiones podría referirse en la historia del cine; y lo hace con una gozosa virtud: no juzga, muestra. No condena, aunque es claro que no ignora a la hora de plantear sus diversas temáticas, profundidades y entramados.
La protagonista de esta obra también dicta clases magistrales, que van más allá de confrontar a las nuevas generaciones con el desarrollo de la técnica o el objetivo epistemológico de un músico. Ensaya sobre la historia sonora, las épocas y estilos, los compositores e intérpretes. Es decir, sobre la importancia de la labor musical, al margen de las vidas privadas de sus luminarias y referentes, así como de posibles cuestionamientos éticos o morales a la tradición de un mundo que tiene sus propias reglas, prácticas, principios y valores que acuñaron a grandes genios reverenciados.
Y he ahí el punto de inflexión de esta película de 158 minutos filmados por Field con pulcritud minimalista y elegante, con tonalidades grises, lejanas de la estridencia. Durante una clase en Juilliard, un chico llamado Max confronta su punto de vista, fecundado por una mirada contemporánea de la sociedad y del pasado mismo: él es un joven que se asume BIPOC (Black, Indigenous and People of Color), pansexual, consciente de su libertad humana y sus derechos conquistados en el mundo de hoy.
A Max no le atrae la obra de Johann Sebastian Bach, esa piedra angular de la música occidental, y en rigor ni siquiera le interesa conocerla, pues considera que un misógino de mentalidad patriarcal del siglo XVIII, que tuvo una veintena de hijos con diversas mujeres, poco y nada puede decirle a su forma de vida o a su futura carrera artística en construcción, en la que le apetecen más compositores como Edgar Varèse o Anna Thorvaldsdóttir.
Orgullos, heridas y banderas traslucen en ese chico que no para de mover la pierna, nervioso pero sin reparo en cuestionar los argumentos de Tár, cada vez más respaldados por su apabullante cultura y punzante inteligencia dialéctica.
Tár descalificará el discurso de aversión de Max, aunque antes lo analiza: “Puede la música clásica compuesta por un montón de blancos religiosos y austroalemanes exaltarnos individual y colectivamente? ¿Y quién decide eso?”.
La maestro (se resiste a que la llamen maestra, como tampoco tendría por qué decirse cantanta), da pistas no sólo de cómo funciona el sistema musical, del significado de una programación que habrá de derivar quizá en la trascendencia histórica y cultural de una obra o su autor, sino del poder que conlleva una agrupación y su directora (es decir, pone en perspectiva su enorme poder): “Aislar lo que es aceptable y lo que no, es el constructo básico de la mayoría de las orquestas sinfónicas de hoy, que se creen con el derecho de elegir en nombre de los ignorantes”.
Ella misma, “lesbiana intensa”, no comulga con Ludwig van Beethoven, asegura. Pero lo confronta y acepta entonces su inevitabilidad.
Al contraargumentar, la afamada directora afila su discurso, con erudición, soberbia y, acaso, exceso de arrogancia. Exhibe el músculo cultural que la respalda. Pronto esgrime verdades provocadoras e hirientes para Max: Varèse definiendo el jazz como un producto de negros explotado por judíos; o su negativa para impedir que Jerry Goldsmith lo estafara para su partitura de El planeta de los simios, lo cual podría parecer el insulto perfecto.
Tár va más allá: si el talento de Bach puede juzgarse y reducirse de esa manera por su género, país, religión, sexualidad, época y demás, el de Max y el de cualquier persona también. ¿Y qué se tiene ahí enfrente, dice al resto de los asistentes a la clase magistral, al ver a ese chico de color al que le sugiere abandonar su actitud de víctima ofendida, pues el narcisismo por las pequeñas diferencias conduce al conformismo más aburrido, en comparación con Anna Thorvaldsdóttir, compositora islandesa y supersexi, dice Tár, a la que Max admira? ¿Hay coincidencias?
En esa extraordinaria escena, filmada en portentoso plano secuencia en la que la maestra adjetiva al alumno de “disidente epistémico ultrasónico”, Max se levanta, recoge sus cosas y al tiempo que califica a Tár de “maldita perra”, se marcha de la clase.
El pasaje cobrará sentido más adelante en la película, que recién muestra su poderoso centro dramático: el encuadre de las relaciones de poder en la música clásica, incluid a o no excluida la ópera.
La trayectoria de Lydia Tár, sus acciones y conductas éticas e incluso morales que obedecen, al parecer, a un sistema tradicional legitimado por sí mismo, como habrá de mostrarlo la película, resultan un ejemplo poliédrico para la reflexión y acaso el cuestionamiento.
Ello, bajo la agenda temática sociocultural y la corrección política contemporánea, más enfocada a la conquista y al respeto de diversas libertades y derechos individuales y colectivos, a la denuncia, que a la crianza de genios artísticos a cualquier precio, como ocurría en el pasado, lo que puede entrañar el pisoteo humano y, llegado el caso, la manipulación emocional, la depredación sexual, prácticas carentes de ética, humillaciones, el destrozo de vidas o carreras o la franca transgresión a la ley.
¿Sobre qué se construye el prestigio y la trayectoria de esa directora de orquesta, que ha fundado, incluso, el Programa de Becas Accordion para jóvenes directoras y que está por lanzar su nuevo libro Tár on Tár en la renombrada editorial Doubleday? En términos de cualidades musicales y habilidades interpersonales, no hay duda, sino una imponente claridad.
Pero, ¿qué hay de sus decisiones éticas y morales? Y no sólo las del personaje interpretado por Blanchett, cada vez más en una espiral descendente y hasta siniestra conforme pierde el control del tiempo, es decir, del poder de decisión de que las cosas ocurran bajo su concertación, sino de manera general de ese mundo de orquestas, audiciones, ensayos y ansias de fama, gloria artística, dinero, renombre y poder, que cobra inquietante verosimilitud a partir de anécdotas y nombres reales.
Plácido Domingo, Charles Dutoit, James Levine, son parte del listado de personajes envueltos en escándalos de considerables dimensiones justo porque se trata de artistas reconocidos y emblemáticos, de brillantes trayectorias. Tár no discurre sobre ellos, pero no evita aludirlos, como tampoco deja de mencionar colaboracionistas nazis o dictadores de la batuta.
¿La forma en que funcionan las orquestas occidentales, con sus costumbres y cotos de poder interno y que conforman tradición e historia, de la que han surgido grandes figuras, se mantiene sólida, resiste si se le confronta con inquietudes contemporáneas como el abuso del poder, el acoso y el abuso sexual, la inclusión de minorías, las fragilidades de la generación de cristal o la cultura de la cancelación propiciada en parte en las redes sociales?
Tár y su director Francesca Lentini no ofrecen las respuestas. No, al menos de manera explícita o simplista. Esa ambigüedad se coloca para ser despejada por el público y con un final que salta como una enorme disonancia del ambiente clásico a la cultura pop.
En cambio, esta película dibuja con detalle y belleza un
mundo para ser escuchado (con soundtrack de
la ganadora del Oscar por Joker, la
islandesa Hildur Guðnadóttir) y observado con detenimiento no sólo en la hora
de los conciertos, en tiempo real, que es cuando esos artistas quieren ser
mirados y aplaudidos. Pero sobre todo, Tár
plasma el uso y abuso de un superpoder que no siempre ha sido utilizado como
aprende el joven Spiderman: con una
gran responsabilidad.
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