Foto: Jessye Norman / Credit Carol Friedman
Por José Noé Mercado
[El reconocido crítico de música clásica se sumerge en el canto de una mujer que no caminó en una sola línea vocal saliendo de todas ellas invicta y victoriosa…] Se publica
con autorización del sitio de noticias Notimex
Rotular a un artista o su obra con leyendas como “lo mejor de la semana”, “el más destacado de su generación” o “el suceso del año”, “la década” o “el siglo” suele ser un ejercicio de impronta relativa, superficial y efímera, muchas veces exagerado e impreciso. No es raro que quien recurre a esas frases para el bronce, las listas top ten, los cintillos, las contraportadas y otros lugares destinados a contener blurbs, se ahorre así el esfuerzo que implica sintetizar con lucidez, compromiso y conocimiento real ese fenómeno del arte sobre el que pretende discurrir. Subrayado lo anterior, no obstante, hay ocasiones en que esa clase de referencias grandilocuentes se vuelve inevitable y propicia para identificar pilares, puntos cardinales, grados de medida, comparación y contraste en un ámbito determinado. Así es el caso de la soprano estadounidense Jessye Norman (Augusta, Georgia, 1945), emblema afroamericano del canto clásico universal, quien falleciera en el Hospital Mount Sinai St. Luke’s de Nueva York el pasado 30 de septiembre a los 74 años de edad. Y es así pues referirse a Jessye Norman implica no sólo enfocar lo más obvio: su extraordinario torrente vocal, de emisión dramática y caudalosa, siempre fecundada por la musicalidad extraordinaria y la ortodoxia técnica. También debe situarse en primer plano su enriquecedora presencia y sensibilidad negra que —junto con la de Marian Anderson, Leontyne Price, Grace Bumbry, Shirley Verrett, Leona Mitchell, Barbara Hendricks, Kathleen Battle y algunas otras cantantes del siglo XX— dotaran de colores y resonancias vocales profundas, sinceras, incluyentes, a un arte musical clásico que durante siglos fue cultivado sólo por clases de élite, de razas blancas o mestizas, segregantes en varios momentos de su historia. Sus interpretaciones, prestas al matiz, al sutil cambio de dinámicas, a la variada coloración y textura de la frase —a veces bastaba una vocalización incluso a boca cerrada para percibir la riqueza de su canto—, iban más allá de un compositor específico, de géneros o periodos musicales históricos. Y sobrevivía lo habitualmente esperado para un rol, estilo o repertorio, justo porque la abundancia de facultades canoras de Norman, su búsqueda musical innegable, la maleabilidad de su instrumento y su carismática personalidad escénica confeccionaban un canto de gran nivel, sincero y expresivo, que lograba como punto de partida conectar con su público. Embelesarlo. Doblegar su expectativa máxima y entonces compensarlo con una frase de larguísimo aliento y dicción exquisita. De las que no quiere, ni puede, olvidar un melómano. Jessye Norman lucía como una deidad; como un ser que trascendía lo ordinariamente humano. Su apariencia, robusta y enorme (1.85 metros) como su potencia artística, sus holgados vestidos de seda y en ocasiones representativos de su activismo —posturas antinucleares, antisegregacionismo negro, pacifismo político, impulso a la investigación científica— que inteligentemente nunca fue mayor que su presencia musical, así como sus facciones rotundas e inconfundibles, invitaban a pensarlo al mirarla en el escenario. Quizás a creerlo. Desde que debutara hace ya medio siglo, en 1969, en un rol protagónico —Berlín: Elisabeth del Tannhäuser wagneriano—, obtuvo premios y distinciones diversas, entre ellas cuatro Grammys y el doctorado Honoris Causa de la Universidad de Harvard. Puede apreciársele, por fortuna, gracias a un amplio legado disco y videográfico que, en rigor, la inmortaliza, como sus actuaciones en los recintos líricos más prestigiados del mundo. Ninguno se le resistió. Acompañada por orquesta, por un piano, por ella misma. O a cappella. No perdía validez ni autoridad al transitar por la ópera —contundente de Henry Purcell a Béla Bartók; de Wolfgang Amadeus Mozart y Giuseppe Verdi a Richard Wagner y Richard Strauss—, la música sacra, sinfónica, el lied y, por supuesto, el spiritual y el jazz. Su repertorio podía retroceder al barroco, hacer barridos por el periodo clásico o romántico, sumergirse en el siglo XX o, bien, disponerse para acompañar una futurista misión espacial a Marte de la mano del compositor griego Vangelis. Como si no existieran límites que debieran respetarse para hacer clasificaciones comunes, como si ignorara esas etiquetas de soprano absoluta otorgadas por los fanáticos sin rigor a ídolos con más glamur y mercadotecnia que pruebas de deidad lírica, Norman abordó también obras para mezzosoprano y en muchas ocasiones su timbrado podría señalarse como el de una contralto de no ser porque en esas órbitas los registros, las tesituras y sus fachs ya ni siquiera importan. Lo que verdaderamente cobra relevancia es la capacidad para comunicar a través del canto algo indefinido, vital y emocionante. Un discurso de primer orden que tendría que interpretarse más allá de una obra en sí misma cifrada en una partitura o en centenas de ellas. Un mensaje que no es sustantivo por el teatro o la sala de concierto donde es emitido y celebrado, pues en rigor trata sobre un acto más primitivo, con significados simbólicos que se comprenden sólo por ser humanos. Jessye Norman, su arte y voz, permitían asumir el canto como un acto ritual, de adoración y magia, a través de la música. Y eso siempre fue lo mejor de su semana. Lo más destacado de su generación. Un gran suceso en sus años, en sus décadas, en sus siglos de actividad artística.
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