Roberta Pedrotti
Un giorno di regno se conserva, sin agraviar, como una opera débil. Pesa el recuerdo del fiasco en su debut, algo muy común sucedido a tantas e indiscutibles obras maestras, pesa la coincidencia biográfica con la muerta de la amada Margherita; y pesa la convicción que el dramaturgo Verdi poco se adaptaba a la comedia y con un libreto fuera de moda. Sin embargo, los versos de Felice Romani, difícilmente envejecen, el tiempo no ha deteriorado Norma o el Turco en Italia, ni el Pirata o Anna Bolena, y la comedia de disfraces y de amores opuestos y reencontrados es conducida con una deliciosa gracia y en una gustosa y delicadamente poética rima. En suma, es un bello libreto con personajes interesantes, como el brillante oficial obligado a vestir los ropas facilitadas y a improvisar bonario deus ex machina, los dos bufos tradicionales (uno noble y orgulloso y el otro rico y ambicioso), la viuda mala, maestra de la astucia femenil y la joven amorosa lista a transformarse en picante esposa a la moda. Con música parecida, el genero en declive aunque no agotado, el autor sigue la manera con escrupuloso profesionalismo, mas allá de las elucubraciones románticas sobre la correspondencia entre la vida y la opera: un compositor de teatro bien puede escribir dramas o comedias según la solicitud o la necesidad de prescindir del estado de animo- pero ya con la mano del gran artista. Muchas páginas llevan ya una inequívoca firma verdiana, como la salida del barítono – basta escuchar el acompañamiento mas que la línea vocal- o los coros femeninos que reciben a Giulietta, y después los tonos ligeros, brillantes, cómicos o irónicos no eran ajenos y lo confirman Un ballo in Maschera, Rigoletto, La forza del destino, aun la maestría verbal de Jago para engañar a Cassio.
El problema es que Un giorno di regno impone insalvable dificultad al elenco y no es una opera simple por lo que exige en primer lugar espíritu y clase. Cualidad que no faltó a la producción escénica de Pierluigi Pizzi, nacida en 1997, y que no podía faltar en el dvd integral verdiano que el teatro de Parma proyecta completar para el bicentenario del 2013. Los vestuarios son un autentico regocijo para los ojos, un esplendor que se define en la arquitectura neoclásica y en los estrados de las escenas. La acción posee gracia e irresistible dinamismo, con una encantadora y perfecta coreografía, con sabor a la gastronomía local que comienza con un buen desayuno, y que entre el primer final y el inicio del segundo acto arriba magnífica charcutería emiliana y en el epilogo lleno de dulces. No tanto como la compañía de canto donde sobresalió solo Anna Caterina Antonacci, única sobreviviente del cast original, casi musa inspiradora del espectáculo entero por la dramaturgia central que le confirió a la Marchesa del Poggio. No se trata solo de la celebre salida en la que la primadonna se prepara para darse un baño y se sumerge en la tina mostrándose in guêpière de manera resonante, pero de todo el diseño de una figura compleja y fascinante, quizás menos afilada y mas sensualmente otoñal que hace 13 años. Una bella y determinada viuda, como la donizettiana Norina o la rossiniana Clarice, de cierta melancólica y sabia madurez, como emerge sobretodo en el aria del segundo acto, y al final poco importa si el esmalte vocal pareció por momentos ligeramente velado. Su contraparte femenil, Alessandra Marianelli posee la cara perfecta, angelical y adolescente, el perfecto temperamento viperino y ocurrente, para ser una Giulietta ideal, con voz un poco mas dura y menos dúctil.
El más convincente entre todos, resultó ser Paolo Bordogna como Tesoriere la Rocca, un intérprete mesurado, buen cantante y mucho más a fuego que en otras ocasiones. Quien no se mostró mínimamente a la altura de la situación fue su sobrino Edoardo, que creó del tenor Ivan Magri, ya que el papel requiere una cierta rotundidad lírica, aunque la tesitura esta incomoda en la zona aguda, pero el joven la afrontó con empuje, con una emisión desordenada plagada de un fastidioso vibrado caprino e inadecuado para controlar las dinámicas y la misma entonación, lo que suscitó en mas de una ocasión comprensibles sacudidas de la galería. No llego decir las verdaderas notas mucho del protagonista, el barítono de treinta años Guido Loconsolo, de voz constipada en resonancia nasal con la que no logró hacer justicia a la sonriente elegancia de la cavatina Compagnoni di Parigi, en la cual se notó alguna incomodidad musical que paso inadvertida. El barón de Kelbar de Andrea Porta estuvo sustancialmente correcto pero privado de la personalidad que debe imponer la prosopopeya del aristocrático bretón. Una producción importante la que inauguró la temporada del Regio de Parma y no fue fácil convencer a los más escépticos melómanos emilianos del valor de la segunda opera del genius loci. Donato Renzetti, coadyuvado por la orquesta y el coro del Regio, en forma excelente, hizo lo que pudo su con su consolidada maestría para coordinar al cast e infundirle un poco de espíritu en la función. Ardua y quizás vana impresión, la de Ricardo Mirabelli y Seung Hwa Paek, cuyos Conde Ivrea y Delmonte parecieron más sonoros y correctos que el tenor principal. Esta función concluyó con aplausos de cortesía, mientras que buena parte de la galería (aunque también de los palcos y las plateas) se abstuvieron de señas de aprobación o desaprobación. Lastima porque Un giorno di regno, merecería más, y una consideración por haber sido el primer titulo de la temporada debió haberla tenido por derecho.
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