Fotos
Cory Weaver / San Francisco Opera
Ramón
Jacques
Les
Troyens, majestuosa grand-opéra francesa
de Héctor Berlioz, se presentó en su versión completa en la Ópera de San
Francisco como parte de su temporada de verano 2015. Fue precisamente en este
escenario donde la ópera tuvo su debut estadounidense en 1966, en una versión
reducida de aproximadamente tres horas, y donde posteriormente fue repuesta en
los años 1968 y 1969. En todas las funciones que se realizaron en aquellas tres
temporadas, los papeles de Casandra y de Dido fueron interpretados por la
legendaria soprano francesa Régine Crespin. Desde
entonces, la obra permaneció en el olvido en los Estados Unidos donde fue
escenificada en el Metropolitan de Nueva York, en el centenario del teatro, en
1983, y en la Ópera de Los Ángeles en 1991. Por ello es un privilegio poder
asistir a un espectáculo de este tipo, en San Francisco, donde se ofreció con
el espectacular montaje de David McVicar, coproducido con el Covent
Garden de Londres, la Staatsoper de Viena y el Teatro alla Scala de Milán, y
cuyo diseño mostró una lectura clásica, directa, sin sorpresas dramatúrgicas, que
consistió en una convexa y oscura construcción de hierro que representaba la
ciudad de Troya, con una enorme cabeza de caballo metálica, una especie de
funesto robot gigantesco de ocho metros de altura, que con juegos pirotécnicos
representaba la destrucción de la ciudad, en la primera parte. Posteriormente, Cartago
fue representada con una enorme ciudad en miniatura situada en el centro del
escenario, rodeada por unas tribunas cóncavas de modelos arquitectónicos
idealistas, y brillantes colores alusivos al desierto africano. Se trató de un
espectáculo en el que se pudieron apreciar diversas tonalidades, matices y
contrastes tanto en la iluminación como en los vestuarios de diversas épocas e
influencias. Las escenografías fueron concebidas por Wolfgang Göbbel y la iluminación correspondió a Pia Virolainen. Si bien existen puntos
discutibles en el concepto general de McVicar: como la batalla de Troya
trasladada a la guerra de Crimea, los vestuarios militares pertenecientes a ese
periodo, o los extensos y fastidiosos ballets, por citar algunos detalles que
podrían restar teatralidad a la escena; lo cierto es que la puesta funciona y poco
puede opacar la magnitud orquestal, vocal y coral que contiene esta partitura.
El
elenco fue encabezado por la notable Casandra
de Anna Caterina Antonacci quien dio
sentido a su personaje mostrando la intensidad emocional de la mujer
traicionada, y que cantó con
profundidad expresiva, solidez en cada registro y fascinante timbre. Susan Graham aportó sensualidad al
papel de Dido, al que prestó su colorida,
oscura y suntuosa voz, ideal para expresar la exaltación, así como el desanimo
amoroso de la reina cartaginés. El tenor Bryan
Hymel encarnó con pasión y arrebato los momentos de amor y de guerra por
los que atraviesa Eneas, con una voz
robusta, potente, muy brillante en los agudos y en su tono. El barítono Brian Mulligan hizo resaltar a Chorèbe,
un personaje dotado de poca sustancia. El resto de los cantantes del elenco
cumplió con un adecuado desempeño, debiendo mencionar de manera especial a la
mezzosoprano Sasha Cooke, glamorosa
Anna de voz mórbida y aterciopelada, y al tenor René Barbera quien como Iopas cantó con elegancia y bravura.
Correcto estuvo Christian Van Horn
como Narbal. El coro, bajo la conducción de Ian Robertson, fue un protagonista más en la función, mostrándose
muy participativo en escena y cantando con entonación y sincronía. La
concertación de Donald Runnicles,
antiguo director titular de esta orquesta, dio unidad dramática a una partitura
compleja y extensa, y a pesar de algunos desfases y por momentos innecesaria
fuerza, guió con intención a una orquesta que se mostró compacta y homogénea,
para obtener un resultado emocionante y tangible.
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