Muy lejos en el tiempo de la vida profesional del brillo de los escenarios y los aplausos ensordecedores (que aparecen en la pantalla como ecos en blanco y negro), vemos a una Maria frágil consumida por la melancolía y el peso de un legado que la aprisiona. Este contraste, apenas contenido en su penosa decadencia por su solidaria y cálida servidumbre, se manifiesta en la película a través de una hábil yuxtaposición de escenas: recuerdos espectrales de sus triunfos se entrelazan con momentos de quietud opresiva en su apartamento parisino de la Avenue Georges-Mandel 36, o breves salidas a restaurantes o cafeterías en busca de una adoración de admiradores que no siempre llega, creando una tensión constante entre la imagen pública construida y la compleja realidad emocional que la define y que queda claro que no podrá sobrellevar por mucho tiempo más.
Para anestesiar el declive de su voz, la ausencia del escenario y el fantasma del abandono, Maria recurre a un cóctel de sustancias que la sumergen en un estado alterado de conciencia. Esta mezcla desequilibrada de tranquilizantes y estimulantes no solo buscan mitigar el dolor físico y emocional, sino que también abren una puerta a un mundo onírico donde la realidad se difumina y las fronteras entre el presente y el pasado se desvanecen. Las alucinaciones, lejos de ser meros efectos visuales o un dedo flamígero al uso de drogas medicadas o no, funcionan como una ventana privilegiada a la intimidad psicológica de Maria. Son proyecciones de sus anhelos más profundos, de sus miedos más arraigados y de los pensamientos que la atormentan.
En ese espacio liminal entre la vigilia y el ensueño, Callas se enfrenta a los espectros de su mundo —incluso al de una artista con su gloria o al de una deidad disputada por los hombres y su legión de admiradores— y revive momentos cruciales de su carnet vital y amoroso, lo que confronta las contradicciones que la definen como artista y como mujer.
Un ejemplo elocuente de este recurso son las secuencias de una entrevista imaginaria con Mandrax, un periodista interpretado por el actor australiano Kodi Smit-McPhee (1996). En estas escenas transcurridas en espacios irreales, Maria se enfrenta a un entrevistador (uno que lleva justo el nombre de su medicamento de cabecera) que representa la voz del público que la idolatró y la criticó con igual fervor.
A través de ese diálogo ficticio en el que la artista trata de dibujar una autobiografía no explícita, revela sus inseguridades, sus justificaciones y su necesidad desesperada de ser comprendida. La entrevista se convierte así en una confesión íntima, un autorretrato psicológico que nos permite vislumbrar las capas de una mujer atrapada entre la leyenda que construyó y la fragilidad humana que intentaba ocultar pero que estaba por desmoronarla.
La inmersión en el universo de Maria Callas se ve reforzada por una fotografía preciosista y detallada que recrea la atmósfera de los años 70 y, en particular, ese período de decadencia y eminente caída en la vida de la diva. Las tonalidades ocres y otoñales que dominan la paleta cromática parecen anticipar el final, creando una sensación lánguida y melancólica. Aunque puedan identificarse algunos clichés visuales, como las hojas caídas que simbolizan el ocaso de la artista, su efectividad es innegable.
El vestuario, de alta factura y concordancia histórica, al igual que los escenarios y los vehículos que aparecen en pantalla, abonan en la verosimilitud. En todo caso, estos elementos, lo mismo que el guion de Steven Knight (1969), autor de Peaky Blinders y colaborador previo de Larraín en Spencer, son funcionales a las intenciones estéticas, narrativas y estilísticas del director.
Si bien el guion rumia en algunos momentos sobre el inminente colapso de Callas y los contrastes entre pasado y presente, lo que podría generar una sensación de reiteración y freno del flujo narrativo, también ofrece ángulos poco explorados de su vida, como su distante relación con su hermana mayor Yakinthi Callas (Valeria Golino), el cínico magnate Aristóteles Onassis (1906-1975) interpretado por Haluk Bilginer, al interior de las paredes, sus encuentros con John F. Kennedy (1917-1963), actuado por Caspar Phillipson o la influencia perniciosa de su madre, quien la explotó desde joven. La película apenas roza esta compleja relación materno-filial —que puede derivar incluso en un ejercicio de prostitución—, salvo por un pasaje que Callas evoca durante la entrevista imaginaria: la ruptura definitiva con su mamá tras una comida con platillos mexicanos de por medio; un recuerdo que resurge al pasar frente a un restaurante de comida del país donde cosechara un cúmulo de sus éxitos iniciales.
La elección de Angelina Jolie para encarnar a Maria Callas generó cierta sorpresa inicial, dadas su filmografía, fisonomía y cualidades interpretativas conocidas. Sin embargo, Jolie configura en Maria la que probablemente sea la actuación dramática más importante de su carrera. Su aproximación al personaje revela un profundo estudio, capturando los ritmos y cadencias de habla y movimiento de Callas, así como sus gestos característicos. No para imitarlos, sino para emprender una búsqueda honesta que logre expresar la complejidad integral de un ícono.
Para esta cinta, que tras su estreno en Venecia ha recorrido otros festivales y ha llegado a salas de cine en Estados Unidos, donde ya forma parte del catálogo de Netflix desde el 11 de diciembre (plataforma en la que llegará a México y otros países en febrero de 2025), la preparación de Angelina Jolie incluyó un trabajo vocal y operístico que le permitió interpretar algunas piezas con su propia voz cantada, complementando los momentos en los que se utilizan grabaciones originales de Maria Callas.
Las diferencias vocales son evidentes, pero precisamente esa disparidad funciona para mostrar la pérdida de facultades de la diva. En la película, ni siquiera la Callas (decadente) puede cantar como la Callas de sus años dorados. Este recurso, en el que la voz de Jolie se empata y cede ante la voz original de Callas —y viceversa— funciona eficazmente en los pasajes que transitan entre el pasado y el presente. Sin embargo, en los primeros planos y en las escenas de lip sync se percibe cierta desarmonía en la expresividad gestual, algo que podría haberse pulido.
En cualquier caso, los fragmentos musicales, tanto los cantados como los instrumentales, contribuyen a construir un final contundente en el que Maria Callas transita incluso de un ‘E lucevan le stelle’ en versión pianística a un ‘Vissi d’arte’ en plenitud, que es un canto de cisne que anuncia su muerte.
Además de la referencial interpretación de Jolie, es posible destacar las emotivas actuaciones del reparto. Los italianos Pierfrancesco Favino (1969) como Ferruccio y Alba Rohrwacher (1979) como Bruna, los fieles sirvientes que acompañaron a Callas y la atendieron con cariño incondicional en sus últimos momentos; el ya mencionado Kodi Smit-McPhee, quien ofrece una breve pero efectiva interpretación como Mandrax, mientras que el francés Vincent Macaigne (1978) encarna al abnegado doctor Fontainebleau, un personaje dividido entre su admiración por Callas y la necesidad médica de disuadirla de regresar a los escenarios, además de la urgencia de practicarle estudios y (des)medicarla, algo que Callas rechaza rotundamente.
En definitiva, Maria no es una biografía intercambiable, ni una hagiografía complaciente. Se trata de una propuesta personal y arriesgada de Larraín que enfoca el alma atormentada de una artista irrepetible a punto de extinguirse, en medio de recuerdos impotentes, fantasmas y dolor. Difícilmente entusiasmará a quienes busquen un retrato convencional, acorde a un mito de divinidad lírica y al credo de sus adoradores. Pero, sin duda, resonará en aquellos que busquen una experiencia cinematográfica sobre su talento único y deslumbrante, aunque acotado por la ineludible condición humana. Un canto fúnebre estelarizado por Angelina Jolie, teatral y conmovedor. Operístico.
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