Thursday, January 17, 2019

¿Éramos todos felices? Roma de Alfonso Cuarón


Por José Noé Mercado

Roma, del mexicano Alfonso Cuarón, es deslumbrante en su carga estética, desde el punto visual y técnico. El contraste del blanco y negro genera una riqueza de texturas, de ambientes y, en conjunto con el audio y el diseño de arte, recrea unos insípidos años 70 en la ciudad de México, apenas sacados de la monotonía por alguna canción de Juan Gabriel, El Piporro o El Pirulí en la radio; un acto mediático del increíble profesor Zovek —menos conocido preparador de halcones, pero gran aliado de los sepultureros de libertades estudiantiles— o la maldita violencia del estado. Contemplativa en la fotografía, en el ritmo y en el quehacer de los personajes, con tierno sentido del humor, se llega al melodrama. Al todos, de alguna forma, fuimos felices. Pero qué tanto. Qué tan poco. La cinta, ganadora de múltiples premios y nominaciones, preseleccionada ya para el Oscar como mejor película en lengua no inglesa, si bien puede aquilatarse en cualquier parte del mundo por su valor técnico y resultado estético, su esencia, su aroma, su carácter, encuentra su nicho en el ciudadano capitalino, sobre todo el de ciertas colonias, el de cierta formación sociocultural o deformación chilanga.

La lucha de clases en familia, alrededor de la televisión que muestra al Loco Valdés a Ajejandro Suárez y a Héctor Lechuga en una ensalada de locos, o en la pantalla de cine a astronautas perdidos o a Los tres chiflados, es más llevadera. Ni es lucha, siquiera. Y, si hay clasismo, incluso, enternece. Se come con gansitos congelados.
Conmueve como una telenovela de aquellas donde la criada, la gata, la misifusa con vocación de nana y sus sentimientos no sólo son visibles, sino que son protagonistas. Importan. Marimar, María Isabel, la Nana Carlota, nunca parecieron tan reales.

Lo que sucede para todos los personajes, pasa, inevitablemente, aunque tarde en ocurrir. Pero es predecible y ahí el cineasta, la producción, el público puede quedarse como en Boyhood de Richard Linklater, contemplando momentos de una vida. Hombres de la vileza o el cerismo a la izquierda, a mujeres que soportan la tragedia personal en silencio, estoicas. La historia, entonces, pierde fuerza y credibilidad —sustituida por el amor y la añoranza—, aunque haya sido real o verdadera o así yazga en la memoria de sus recreadores. La belleza visual no se diluye, por fortuna y por la calidad de la obra. En rigor, se incrementa, sin el demasiado interés en lo que pueda ser el final de la cinta, que igual no llega tan pronto, ni tampoco es el fin.

Es una mirada que no olvida. Que recuerda. Pero no tiene ya el encanto e idealismo de quien la vive en su niñez, en tiempo real, en aquellos años que de seguro también tenían aspectos encantadores que pudieran atraer al espectador a vivirlos, sino del que la reflexiona, del que la piensa, del adulto que mira que el gran guardián de casa no era más que un perrillo saltarín, que entiende el valor y la potencia de un Ford Galaxy de ocho cilindros en el que sonaba música académica, que sabe que aquella hogareña construcción que le cobijaba era art decó en todas las de la ley, y que asume el inexorable paso del tiempo y desearía recuperarlo y retenerlo de alguna forma. Y aprendió que el arte sirve para ese propósito.

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