Foto: Patricio Melo
Joel Poblete
Katia Kabanova, de Leoš Janáček. Teatro Municipal de
Santiago (Chile), funciones entre el 02 y el 12 de mayo. Intérpretes: Dina
Kuznetsova (Katia Kabanova), Susanne Resmark (Kabanija), Steven Ebel (Boris),
Richard Cox (Tijon), Tansel Akzeybek (Kudriash), Evelyn Ramírez (Varvara),
Alexander Teliga (Dikoi), Claudia Lepe (Glasha), David Gáez (Kuliguin), Lina
Escobedo (Feklusha). Orquesta Filarmónica de Santiago, dirigida por
Konstantin Chudovsky. Coro del Teatro Municipal, dirigido por Jorge Klastornik.
Director de escena: Pablo Larraín. Escenografía: Pablo Núñez. Iluminación: José
Luis Fiorruccio. Dirección de arte y diseño digital: Cristián Jofré. Vestuario:
Monserrat Catalá. Coreografía: Jose Vidal.
Sin
dejar de lado los títulos más populares, desde la década pasada las temporadas
líricas del Teatro Municipal de Santiago han estado ofreciendo al público la
posibilidad de conocer y apreciar aún más el repertorio del siglo XX, a través
del estreno en Chile de algunas de las óperas más significativas de la pasada
centuria, como la primera versión escénica en ese país de Wozzeck de
Berg en 2000, y los estrenos locales de Peter Grimes (2004), Diálogos
de carmelitas (2005), La vuelta de tuerca (2006), El
castillo de Barba Azul (2008), Lady Macbeth de Mtsensk (2009), Ariadna
en Naxos (2011) y el año pasado, en el marco del centenario del
nacimiento de Britten, Billy Budd.
Y
siendo el checo Leoš Janáček uno de los autores más importantes e
influyentes del siglo pasado en el terreno operístico, además de ser un
compositor cuyo legado ha sido cada vez más valorado mundialmente en las
últimas décadas, ya era tiempo de llevar a escena otra obra suya, luego del
debut en ese escenario en 1998 de una memorable producción de su drama Jenufa,
la primera vez que se montaba una ópera checa en Chile. Por eso había muchas
expectativas ante el estreno de Katia Kabanova, partitura que
inauguró la temporada lírica 2014 del Municipal. Y la expectación era aún mayor
porque en esta ocasión se contaría con el debut como director de escena en
ópera del cineasta chileno Pablo Larraín,
reconocido a nivel internacional por títulos estrenados mundialmente en el
Festival de Cannes, como Tony Manero y el primer film chileno
nominado al Oscar, No, y quien además hace pocas semanas debutó
también como director teatral, con la obra Acceso.
Basada
en la famosa obra teatral rusa de Alexander Ostrovsky, La tormenta,
esta ópera tuvo su debut mundial en 1921, y se centra en la soñadora e
ingenua joven que encuentra en el adulterio la única forma de huir -al menos
temporalmente- de la opresión de un matrimonio infeliz por culpa de su
pusilánime esposo y una implacable suegra; este drama podría ser convencional y
predecible, pero se hace conmovedor y desgarrador gracias a la expresiva música
de Janáček, llena de detalles que exigen una audición concentrada y
comprometida a lo largo de sus menos de dos horas de duración. Pudimos asistir
al estreno y a otra de las cinco funciones programadas, y juzgando por los
efusivos aplausos que brindó el público, los resultados fueron positivos,
aunque no se puede dejar de señalar que no todos los elementos de la producción
convencieron por completo, en particular lo escénico.
Ópera
exigente e intensa, a menudo tensa y dolorosa y por momentos también lírica y
poética, Katia Kabanova es un drama que demanda una estrecha
fusión entre lo musical y lo teatral, y ese balance no siempre funcionó del
todo en este montaje. Un escenario levantado y que en ocasiones se
iluminaba desde abajo (escenografía de Pablo
Núñez) fue la plataforma en la que se movían los personajes, bien
caracterizados en lo físico -muy logrado el vestuario de Monserrat Catalá- e iluminados por el habitualmente sólido José Luis Fiorruccio, quien consiguió
apoyar muy bien la atmósfera de algunas escenas, aunque algunos cambios fueron
muy bruscos y abruptos y las tonalidades rojas que al parecer subrayaban la
pasión fueron a ratos demasiado literales. En los desplazamientos faltó mayor
convicción, así como en la interacción y movimientos de los personajes, en sus
entradas y salidas; algunos convencieron más que otros, aunque además del
mérito del director de escena, eso dependió también en buena medida de las
habilidades y recursos actorales con los que contaba cada cantante.
Hay
que reconocer que en su debut en el género operístico, Larraín fue en general
muy respetuoso con el argumento y sus motivos (algunas pequeñas licencias no
fueron desafortunadas o gratuitas), por lo que si alguien esperaba algo muy
rupturista, no fue el caso; el régisseur desarrolló bien el tono de la obra
-incluyendo los ocasionales toques de humor-, aprovechando la fluidez y
ritmo que tiene, pero le faltó mayor profundidad y manejo teatral para hacer
que un drama en apariencia tan tradicional y cliché logre remecer al espectador
más allá de la magnífica partitura de Janáček. En especial en la última
escena, a la que le faltó aún más potencia emocional.
Es
muy meritorio el aporte de las bellas y elaboradas imágenes que se proyectan
permanentemente en cinco de las seis escenas de la obra que transcurren en
exteriores, dándole un aspecto cinematográfico al montaje como un paisaje que
refleja el conflicto interno de los personajes, en especial con la presencia
fundamental del río Volga, cuyas aguas sellarán el desenlace; no era primera
vez que se usan proyecciones visuales en el Teatro Municipal, ya que es una
tendencia que han estado ocupado cada vez más directores de escena en los
últimos años, pero estás imágenes tenían un aspecto muy real y convincente,
y gracias a este aporte visual (la dirección de arte y el diseño digital
son responsabilidad de Cristián Jofré),
la naturaleza está así muy presente en la puesta en escena de Larraín, y en ese
sentido el cuadro mejor logrado fue el que transcurre en el exterior de un
bosque y dejó en suspenso la acción cuando llegó el intermedio de la
función.
Esta
conexión con lo natural también se acentuó con los movimientos
coreográficos que Jose Vidal desarrolló
con un grupo de bailarines con cabezas y cuernos de ciervo, presentes al inicio
y cierre de la obra, y además en los interludios musicales que unían distintas
escenas; un recurso atractivo pero cuya eficacia variará según la perspectiva
de cada espectador. En general, quedó la sensación de que en lo teatral no
se sacó todo el partido a la obra.
Mucho
mejor se desarrolló lo musical, aunque también con reparos. La dirección del
titular de la Orquesta Filarmónica de Santiago, el ruso Konstantin Chudovsky (quien también debutaba en esta obra), estuvo
atenta a los muchos cambios de ritmo, atmósfera e intensidad que exige la
partitura, pero por momentos el balance entre el foso de la orquesta y las
voces de los cantantes no fue el ideal y algunos de los intérpretes no se
escucharon bien, algo que puede deberse al volumen y proyección de las voces de
cada uno, pero también a la masa orquestal que los tapaba.
Interpretando
a la sufrida protagonista, la soprano rusa Dina
Kuznetsova debutó en Chile y en lo actoral consiguió transmitir la
alienación y creciente desamparo de su personaje; en el estreno le faltó aún
más fuerza y convicción teatral en sus escenas solistas, así como potencia
vocal, pero en la otra función que pudimos ver pudo lucir un atractivo y contundente
material, una voz bella y bien proyectada. Eso sí, no le ayudó mucho el apenas
discreto aporte del tenor estadounidense Steven
Ebel como su amante Boris, quien además de escucharse muy poco con su voz
de tenor lírico bien timbrada pero de reducido volumen, tuvo una actuación muy
débil, simple y rígida.
Quien
sí destacó especialmente fue la Kabanija de la mezzosoprano sueca Susanne Resmark, quien regresó a Chile
-tras su sólida Clitemnestra de 2010 en la Elektra de Strauss
que el Municipal debió presentar en el Teatro Escuela de Carabineros al
trasladar su temporada lírica por el terremoto que sufrió el país ese año- y
fue todo lo dominante e inflexible que exige el rol, muy bien cantado e
interpretado en lo teatral. Su hijo, Tijon, fue correctamente encarnado por el
tenor estadounidense Richard Cox
(quien ya cantara en los estrenos en Chile de Lady Macbeth de Mtsensk y Ariadna
en Naxos). Y ya sea porque sus personajes son los únicos que aportan un
poco de luz y esperanza en medio del drama, o simplemente porque ambos cantaron
y actuaron muy bien, se lucieron especialmente el tenor turco Tansel Akzeybek y la mezzosoprano
chilena Evelyn Ramírez, encarnando
respectivamente a Kudriash y Varvara, la joven y encantadora pareja que sirve
de contrapunto al atormentado amor adúltero de Katia y Boris. También fue
convincente el tosco y sonoro Dikoi del bajo polaco Alexander Teliga (quien ya ha cantado antes en el Municipal, en Lady
Macbeth de Mtsensk y Boris Godunov), y estuvieron bien en
sus breves roles secundarios los chilenos David
Gáez, Claudia Lepe y Lina Escobedo,
así como el Coro del teatro que dirige Jorge
Klastornik, en su fugaz intervención.
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