José Noé Mercado
Las diferencias de clase social y los
prejuicios de una época suelen condicionar la manera de concebir el amor, el
deseo, la forma de relacionarse entre los individuos, igual que el cuerpo y sus
pasiones pueden definir las batallas internas que día a día libran los seres
humanos. El conflicto entre seres opuestos en la
estructura social, en la escala económica y por extensión en sus horizontes
culturales, tanto como en la confección de sus deseos y las vías para
satisfacerlos, es la sustancia dramática de Los
caballos fueron cobardes del dramaturgo poblano Josué Almanza, obra basada
en Miss Julie del sueco August
Strindberg, historia que desde su estreno en 1889 ha tenido diversas adaptaciones
internacionales para el teatro, el cine, la ópera y la televisión. Sábados y domingos del 8 al 30 de
septiembre, la Sala A de La Teatrería de la colonia Roma, en la Ciudad de México,
es escenario de esta nueva versión de Almanza, con un elenco no sólo solvente,
sino atractivo, bajo la dirección de Adrián Darío Rosales. La señorita Julia tiene en Laisha Wilkins a
una intérprete de gran fuerza expresiva, que utiliza con elegancia múltiples
gradaciones femeninas y de clase para seducir y manipular los objetos de su
deseo aristócrata, voluptuoso, triste por carecer de un amor verdadero que
pueda redimir el peregrinar de su joven pero marchitado espíritu.
La actuación de Wilkins transita por la
sensualidad y el erotismo, aunque también alberga momentos de altivez y
repulsión que le llevan a menospreciar aquellas condiciones y lazos que la
rodean. Por eso, su quiebre emocional es conmovedor sin caer en cursilerías. Su
jerarquía, sus lujosos ropajes, su cuerpo, se derrumban y se revuelcan con
placer en aquello que le es ajeno a la clase de mujer que es y a lo que
considera que le corresponde. La dicción de la actriz es muy clara, más
televisiva que teatral sin por ello perder impostación, y maneja ritmos
adecuados y convincentes en sus fraseos.
Juan, chofer del padre de Julia, es
encarnado por Marco de la O y su actuación mantiene la dualidad entre querer
escalar en la sociedad y cierto rencor y determinismo psicológico que se lo
impiden. Desea trepar, pero no tolera el peso de asumirse como un trepador. Soporta
ser el comedido lustrabotas de su patrón, en la medida de que no le importa
someter y engañar a Cristina, su prometida, una humilde y abnegada cocinera.
Por eso le pisotea sus creencias conservadoras, una y otra vez, al aspirar a
someter sexualmente a la señorita y pudiente Julia. Ese aparente intercambio de fuerzas de
poder que suscita la dominación íntima —sólo en posición coital supone Juan que
puede estar por encima de Julia—, el simple pero lujurioso intercambio de
fluidos corporales, es el factor principal por el que un chofer es capaz de
soportar las innumerables humillaciones de su patrona y su propia patanería de
humillar a Cristina o la de insultar a Julia por su conducta moral, por los
dimes y diretes de una sociedad hipócrita. De la O comprende bien la naturaleza
de su personaje y eso le permite una interpretación creíble, que no se queda
sólo en arranques de machismo.
Ese personaje de Cristina, que soporta el
menosprecio y la cornamenta, más que con amor, con la inteligencia para
discernir que los arrebatos corporales y los amagos de romanticismo no salvan
las diferencias sociales ni cambiarán su entorno vital, es actuado de manera
notable por Luz Ramos. La condición femenina de la empleada, determinado por el
contexto sociocultural de la época, sirve como cuerpo de deseo, como sirvienta,
como un refugio para continuar otras batallas. Ella no es una lucha que se deba
librar, sino una abnegada compañía que los otros pueden usar hasta el engaño y
el pisoteo. Y, sin embargo, la capacidad histriónica de
Luz Ramos permite que el espectador no vea a su personaje como una tonta o como
una mártir, sino que apela a su empatía, permite ver con claridad su condición
y conflicto.
La puesta en escena de Adrián Darío Rosales
comprende bien la sustancia dramática y su trazo ayuda al ritmo y continuidad
de las acciones, que provienen de una adaptación fresca y legible de Josué
Almanza. El lenguaje de la obra traza la época de la segunda posguerra mundial inglesa
sin necesidad de arcaísmos y fluye en los diálogos también el acontecer
geopolítico e ideológico que le da riqueza y raíz a la historia y a los
personajes.
Entre los aciertos de Rosales puede
encontrarse el aprovechamiento de la escenografía y el diseño sonoro de Jonathan
Corral no sólo para crear un ambiente propicio, sino también para plantar con
éxito el conflicto de clases. Un establo, en el que los empleados son meros
resultados sociales de una época, pero en el que se desparrama la pasión, el
deseo, la sangre. Y una pequeña estancia, en la que se vierten las acciones más
personales: los sueños, la fragilidad, las confesiones más pudorosas.
La gran paradoja es que la señorita Julia
también es una víctima de su circunstancia. Quizás tenga mayores recursos, educación
y refinamiento. Pero no es más libre ni más feliz que los empleados de su
padre. Todos podrían ser distintos y vivir otras vidas. Pero como ciertos
caballos que podrían haber cabalgado hacia la libertad, fueron cobardes y no se
atrevieron. En la interpretación de Laisha Wilkins, en
este montaje en conjunto, el espectador puede deducir que nada aflige tanto
como un deseo insatisfecho. Excepto los deseos que se cumplen sólo para dejar
atrás la apetencia, la necesidad, el impulso de la voluntad para seguir
viviendo.
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