Foto: Netflix, Vianney Le Caer/Invision/PRJosé Noé Mercado
“Los mexicanos siempre hemos tenido problemas
con los espejos. Y con los extranjeros, más”.
Gabriel Gutiérrez García
Emilia Pérez,
la más reciente propuesta cinematográfica del aclamado director francés Jacques
Audiard (1952), no es una película que invite a la indiferencia. Desde su
presentación en el Festival de Cannes en mayo de 2024, la cinta ha recibido una
notable atención, traducida en decenas de nominaciones y reconocimientos, que
ya incluyen cuatro Globos de Oro obtenidos el pasado 5 de enero.
No obstante, más allá de los galardones que
seguirá cosechando en esta temporada de premios, el filme ha generado un
intenso debate, marcado por una recepción dividida que oscila entre el
entusiasmo, la crítica y el franco denuesto. Este crudo contraste de opiniones
no solo se debe a la arriesgada propuesta narrativa de Audiard, sino también al
contexto mexicano donde se desarrolla la película, lo que ha desatado un
tsunami de comentarios antes de su estreno oficial en cines, programado para el 23 de enero.
La llegada de Emilia Pérez a salas
cinematográficas nacionales se ha convertido en un evento rodeado de polémica y
polarización, que se intensifican al considerar la temática central de la
película: la historia de un poderoso narcotraficante: Manitas del Monte, con el
deseo de cambiar de género, con el que su pasado delictivo evadiría la
persecución de la justicia oficial tanto como la de los cárteles rivales, por
supuesto; pero sobre todo con el que por fin sintonizaría una transformación
personal, íntima, un ansia que lo atormentó desde la infancia.
Esa transición física, que ahora con
recursos financieros ilimitados puede permitirse Manitas del Monte, también
habrá de trazar, tal vez involuntariamente, una resignificación moral que lo
confrontará con su pasado y habrá de llevarlo incluso por un camino parecido al
de la redención. En un país marcado por la violencia del narcotráfico, los
asesinatos y las desapariciones que laceran el tejido social día tras día, como
ocurre en México, la elección de esas vertientes argumentales por parte de
Audiard adquiere una dimensión particularmente sensible de la que, sin embargo,
no puede disociarse un tratamiento de subrayada estilización estética.
La primera y quizá más audaz decisión del
director de películas como Un profeta (2009), De óxido y hueso (2012)
o Los hermanos Sisters (2018) es la de abordar la compleja narrativa de Emilia
Pérez a través de un formato no solo musical, sino que podríamos denominar
una narcópera comique, un subgénero en el que, sin duda,
retroactivamente, cabría la Carmen (1875) de Georges Bizet.
La elección de Audiard, que remite a la
tradición lírica francesa de siglos pasados, donde las partes musicales y
cantadas alternan con el diálogo hablado (lo que la emparenta con el singspiel
alemán, la opereta vienesa, la zarzuela española o el musical americano),
lejos de trivializar la problemática abordada, se presenta como una propuesta
desafiante y arriesgada, que invita a reflexionar a través de códigos
artísticos, no necesariamente naturalistas, sobre los principios y alcances del
mal, la posibilidad o no de la redención y la búsqueda de una nueva identidad,
tópicos por lo demás presentes en la filmografía del cineasta.
Esta decisión formal no es un mero capricho
estético, sino una apuesta de abordaje que se inscribe en una larga tradición
cultural. ¿No hay, acaso, escuelas líricas como la francesa con la osadía suficiente
para plasmar incluso a Mefistófeles en la escena por medio de virtuosos pasajes
músico-vocales o para emprender un descenso a los infiernos con delicadas
melodías o a ritmo de un frenético y festivo galope de cancán?
El canto y una puesta en escena musicalizada
habla de una clara intención de no abordar a los personajes, sus motivaciones y
desafíos desde el realismo. Audiard opta por la estilización, por la
exageración melodramática y, si se quiere, por el kitsch y cierta
desconcertante atonalidad expresiva, para la creación de un universo propio
que, si bien se nutre de la realidad mexicana, ni la sintetiza ni la agota,
sino que la trasciende para adentrarse en un terreno más simbólico y
metafórico. Es en ese proceso creativo donde reside una de las llaves para decodificar
y comprender la propuesta de Emilia Pérez con mayor claridad.
La película sigue a Rita Mora Castro (Zoe
Saldaña), una abogada idealista que, pese a defender a respetables figuras
públicas, culpables en lo privado de los más terribles delitos, es consciente de
la vulneración ética de su talento y del sistema de justicia, tanto como de la
explotación que sufren los profesionales que han invertido años de estudio y
deben sumarse a las fuerzas laborales en un sistema inmoral, corrompido y doble
cara, donde las leyes favorecen al poder económico.
Será la abnegada, eficiente y a su manera
entrañable abogada quien contradiga una vez más sus principios y se verá
involucrada en el proceso de transformación de Manitas del Monte, el temido y
sanguinario líder de un cártel, en Emilia Pérez. Rita Mora Castro es
recompensada con una suma financiera muy alta, con la que también podría
empezar una vida más acorde a sus deseos. Pero no es difícil suponer que si no
colaboraba por voluntad propia en la misión, que le es planteada luego
de un levantón, habría sido coaccionada para obedecer los planes del
capo.
La premisa se despliega, así como un
complejo entramado donde convergen la crudeza del mundo del narcotráfico con la
expresividad estilística afectada de la ópera comique, entre llamativos
números musicales, vistosas coreografías y diálogos, creando una tensión
dramática que interpela con potencia al espectador que ha logrado ingresar en
ese mundo creativo. Porque, ciertamente, la propuesta puede ser tan shockeante
que lleve al espectador a abortar el visionado desde los primeros compases,
cuando suena con suave punzada electrónica esa letanía arraigada en la cultura
popular mexicana del “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas,
lavadoras, microondas, o algo de fierro viejo que vendan”.
Fluidez
Uno de los aspectos que ha generado mayor
controversia en torno a Emilia Pérez es la elección de una actriz trans
para interpretar al personaje protagonista. Sin embargo, lejos de responder a
una agenda woke o a una búsqueda superficial de lo políticamente
correcto, la decisión de Audiard parecería no solo sintonía dramática para su
película, sino inscribirse en una tradición cultural y artística de larga data,
al menos en el terreno lírico.
El cambio de género de Manitas del Monte a
Emilia Pérez no es un mero adorno narrativo, sino el núcleo mismo de su
múltiple transformación. En ese sentido, Emilia Pérez está lejos de ser una
propuesta complaciente con las expectativas de una corrección política
artificial. Por el contrario, se adentra en terrenos complejos y a menudo
incómodos que exploran las contradicciones y las complejidades de la identidad
al paso del tiempo, en momentos distintos de la vida.

En ese sentido, la interpretación de Karla
Sofía Gascón (española, pero de amplia trayectoria en México) es uno de los
mayores aciertos de la película. Su trabajo trasciende la mera representación
de una identidad trans para construir un personaje profundo y multifacético,
capaz de transitar desde la brutalidad y la violencia hasta la ternura y la
fragilidad. Gascón dota a Emilia Pérez de una intrincada humanidad, mostrando
sus contradicciones, miedos y anhelos. Su personaje no se reduce a su identidad
trans, sino que se despliega en una gama de matices que incluyen el amor, el
dolor, la renovación moral y el compromiso con la búsqueda de personas
desaparecidas a través de la fundación de La Lucecita, una organización civil
que busca apoyar la labor, a menudo infructuosa, de las madres buscadoras. Ahí,
en esa tarea, encontrará a Epifanía, otro personaje sustantivo en su nueva
vida, interpretado por la actriz mexicana Adriana Paz.
La utilización de personajes trans o
travestidos en la escena no es una novedad en la ópera. Desde los castrati,
varones castrados en la infancia para preservar sus voces agudas, pero potentes
en la vida adulta (una práctica que además de razones estéticas respondía a la
prohibición religiosa de que las mujeres actuaran en público), hasta personajes
como Cherubino en Las bodas de Fígaro (1786) de Wolfgang Amadeus Mozart,
Octavian en El caballero de la rosa (1911) de Richard Strauss o el
Príncipe Orlofsky en El murciélago (1874) de Johan Strauss hijo, la lírica
ha explorado las posibilidades dramáticas y cómicas del travestismo y la
ambigüedad de género. Estos personajes, en vez de ser marginales, han ocupado
roles centrales en algunas de las obras más célebres e importantes de la
historia, enriqueciendo la narrativa y ofreciendo perspectivas únicas sobre la
identidad y la sexualidad.
En este contexto, la elección de Audiard de
utilizar a una actriz trans para interpretar a su protagonista, no se trata de
una concesión a una moda pasajera, como algunos creen, sino de una conexión con
una tradición artística que ha explorado la fluidez de género durante siglos.
Desde luego, Karla Sofía Gascón no es un castrato, ni su personaje un
ejemplo de virtuosismo vocal en el sentido operístico tradicional, pero su
presencia en la película, y la forma en que Audiard la utiliza, no debería
sorprender ni escandalizar a nadie familiarizado con la historia del teatro, la
ópera o, más ampliamente, del arte.
Lo que el director francés presenta en la
pantalla es una exploración en apariencia fresca, pero con patrones antiguos y un
lenguaje reciente. La dimensión musical de Emilia Pérez es un elemento
fundamental para valorar la propuesta de Jacques Audiard y desde ese punto
partir hacia cualquier estimación crítica, al margen del gusto, simple aunque a
menudo pontificio y tiránico.
Para esta narcópera comique, el
director francés contó con la colaboración del compositor Clément Ducol,
reconocido por su trabajo en diversas producciones cinematográficas y teatrales;
y de la talentosa cantautora Camille, cuyas letras aportan una cierta carga de
crítica sociopolítica, poética y emocional a las canciones. El resultado es una
banda sonora ecléctica y posmoderna que transita con ritmos y frases
irregulares por diversos géneros como el pop, el rock, el rap, la electrónica,
la marcha luctuosa con banda de aliento, además de algunas piezas diegéticas y
extradiegéticas, creando una atmósfera sonora única que se adapta a las
diferentes situaciones dramáticas y a la psicología de cada personaje y que no
teme caer en lo grotesco o lo cursi.
La película se abre con el preludio mencionado
párrafos arriba, que establece las coordenadas de este universo estilizado y de
ahí se liga con “Ir hacia arriba, ir hacia abajo” y “¿Cuánto, cuánto tiempo
más?”, que dibujan una presentación completa de la abogada Rita Mora Castro en
unos cuantos compases.
Lejos de ofrecer una representación
realista de México, la puesta en escena, filmada casi en su totalidad en un
estudio francés, se centra en la recreación, a través de una escenografía
conceptual que evoca elementos contextuales, simbólicos o simplemente
funcionales para la acción. No deja fuera la suposición imaginaria o por
momentos el cliché, pero nunca pretende reducir o parodiar la cultura o la
geografía mexicana. Audiard prioriza la construcción de un espacio dramático
que dialogue con la música y la narrativa, más que la representación fiel de
calles o paisajes nacionales (tailandeses o suizos, donde también transcurren
algunas escenas). De nuevo, esa decisión refuerza la intención de no plasmar la
historia desde el realismo, sino desde una perspectiva estética, de ficción. No
de reportaje, documental o noticiario.
La estructura musical se compone, entonces,
de pasajes solistas que funcionan como breves arias con o sin acompañamiento
coral como “No me falta el cielo”, “Bienvenida”, “Papá, papá, papá”, “El mal”,
“Quiero quererme a mí misma” o “Dedico este poema”; duetos que intensifican las
relaciones entre los personajes como “No me digas que viniste por casualidad” o
“Jessica”; y números de conjunto que involucran la colectividad como “Vaginoplastia”
o “Aquí estoy”, ya sea como coro que representa una multitud o como parte
activa del discurso musical de los solistas. La música, distante del mero
acompañamiento, es expresión en sí misma y se integra a la narrativa,
impulsándola y comentándola, como en una ópera tradicional.
La música en Emilia Pérez está
íntimamente ligada a la psicología de cada personaje. Así, los turnos musicales
de Manitas del Monte/Emilia Pérez se caracterizan por entonaciones susurrantes,
amenazantes o dolientes con apenas unos rasgueos de la cuerda que reflejan su
turbulenta interioridad. En contraste, las partes de Rita Mora Castro,
interpretada con una gran paleta de expresiones y matices por Zoe Saldaña
(quien obtuvo el Globo de Oro a Mejor Actriz de Reparto en Comedia o Musical,
además de que “El Mal” fuera reconocida como Mejor Canción Original), muestran
un mayor lucimiento escénico, acorde con su satisfacción profesional y su
carácter fuerte para enfrentar entornos adversos. Las intervenciones del
personaje de Jessica, interpretada por Selena Gómez, revelan su rebeldía ante
el cautiverio, su carencia de atención y cariño, así como su naturaleza más
pop, acorde a su edad y a su vida de lujos pero en jaulas de oro.
Precisamente, la participación de Selena Gómez
ha sido objeto de críticas y mofas por su falta de dominio del español, lo cual
es evidente. Sin embargo, ese tipo de comentarios ignora la realidad de la
inmigración, la colindancia cultural y lingüística global, como si al día de
hoy existieran entornos sociales puros donde no se diera el mestizaje
oral y la transformación del lenguaje y del oído. En un contexto donde el
lenguaje del narcotráfico y la cultura de las buchonas están presentes
en el acontecer de distintos países, resulta algo anacrónica la burla por la
forma en que un personaje habla español o cualquier otra lengua, especialmente
cuando esto no afecta la comprensión ni la sustancia dramática de la película.
Al día de hoy, existen numerosas obras
multilenguaje que reflejan los flujos migratorios y la globalización, como
pueden encontrarse en centros de trabajo transnacionales o en aulas académicas
con intercambio y recepción de estudiantes de diversas latitudes. Obras de
teatro como la adaptación de El tío Vania (1899) de Anton Chéjov que
aparece en la película Drive My Car (2021) de Ryusuke Hamaguchi o la
ópera Innocence (2021) de la compositora finlandesa Kaija Saariaho que
se interpreta en nueve idiomas a la vez son ejemplos de cómo la diversidad
lingüística enriquece la experiencia artística, nos guste o no. En este
sentido, la presencia de diferentes acentos y formas de hablar español en Emilia
Pérez no necesariamente es un defecto, sino un reflejo de la realidad
actual y vínculos con las tendencias artísticas más innovadoras. Richard
Strauss aprovechó esas disonancias del habla y los acentos provocadas por el
estrato social o por el origen geográfico-cultural en El caballero de la
rosa y Arabella (1933), obras maestras del repertorio lírico mundial
que llevan libreto en alemán.
Emilia Pérez,
como película, no opaca, enturbia ni demerita cintas notables que con otros
registros y patrones abordan vertientes temáticas del narcotráfico y sus
estragos en México como Heli (2013) o Perdidos en la noche (2023)
de Amat Escalante; La civil (2021) de Teodora Mihai; o Sujo
(2024) de Astrid Rondero y Fernanda Valadez.
La pregunta que subyace en esta arriesgada
propuesta de Jacques Audiard es si es posible encontrar belleza estética,
nobleza de sentires y redención dramática (del personaje, no del narcotráfico,
lo que marca una línea lúcida y contundente que no transita por la apología del
crimen organizado) en un contexto marcado por la violencia y la corrupción, así
como toda la vergüenza y el dolor que acarrean.
La aproximación que ofrece Emilia Pérez,
con música y canto, es compleja y se presenta como un caleidoscopio de
emociones y sensaciones que continuarán para el debate y los reconocimientos.
Cerrarse a una mirada así solo porque es externa resulta de un sentir aldeano.
Y el narcotráfico, con su cultura y alto impacto, no lo es.