Foto:
Lourdes Herrera
Luis
Gutiérrez Rubalcaba
En que se desperdician segundas
oportunidades. La post-catástrofe escénica se convirtió
en post–post–catástrofe Il
trovatore en el Palacio de Bellas Artes (3 de
julio de 2014) Opera en cuatro partes (1853) compuesta
por Giuseppe Verdi con libreto de Salvatore Cammarano con adiciones de Emanuele
Bardare.
Il trovatore
es una ópera que me desconcierta pues la considero un salto atrás en el
desarrollo operístico de Verdi. Después del trío del último acto de Rigoletto, en el que el compositor logró
hacer que la naturaleza cantara como parte fundamental del drama musical, Verdi
vuelve a componer una ópera con el modelo típico del discurso musical del bel canto. Por ejemplo, inicia la ópera con
un primo tempo caracterizado por el
estilo declamatorio de Ferrando y el coro, aunado al ímpetu creciente de la
orquesta que prepara el cantabile del
aria de Leonora, cuyo tempo di mezzo
o transición es un rápido intercambio de ideas con Inés, culminando en una
florida y brillante cabaletta. El
modelo se repite a lo largo de toda la ópera. Admiro el tempo di mezzo más bello y espectacular de la ópera romántica
italiana que es el célebre “Miserere” del aria de Leonora en la cuarta parte. Esta
ópera puede definirse, parafraseando a Julian Budden, como “el dramatismo musical
del momento expandido”. Dos ejemplos claros que justifican este título suceden
en la segunda parte, en la que el aria de Di Luna se congela en su tempo di mezzo cuando el coro y Ferrando
repiten hasta la saciedad el profundo texto que dice “Ardir! Andiam, celiamoci,
Fra l’ombre, nel mister! Ardir! Andiam… silenzio! Si compia il suo voler!”, y
en la frase que Leonora repite más de diez veces en el final de la misma parte:
“Sei tu dal ciel disceso, O in ciel son io con te?” Con esto cierro mi caso en el
sentido de que esta ópera es un retroceso en el desarrollo operístico de Verdi,
aunque reconozco que contiene muchísimos pasajes musicales de gran belleza y
dramatismo, lo que la hace una de las piezas favoritas de muchos aficionados a
la ópera. Verdi
pensó inicialmente en La zingara como
título para la ópera y escogió el tema de la hoguera–fuego como tinta de la obra. Aunque cambió el
título, no lo hizo con la tinta. El fuego
físico aparece en la forja de los herreros, se siente en el relato de
Azucena al lanzar a su hijo a la hoguera, casi quema cuando Manrico
interrumpe su boda porque le informan que van a quemar a quien cree es
su madre –por cierto, cantando el aria que los aficionados más tradicionalistas
esperan desde el inicio de la ópera para juzgar al tenor–, que de hecho
menciona la hoguera “Di quella pira” y en la escena final de la
ópera en la que la vieja gitana manifiesta su temor cerval a la hoguera,
“il rogo”.
Por supuesto las
pasiones exacerbadas del cuarteto de personajes no son otra cosa que el fuego
del comportamiento animal que precedió a la chispa de inteligencia que encendió
la razón en el ser humano. El
ponedor de escena (Mario Espinosa) y su equipo “creativo” decidieron ignorar esto
que es tan obvio en esta ópera, y en cambio, “crearon” otro concepto, que
palabras del ponedor, inicia: “Nuestro Trovador se ubica en el futuro, después
de que el mundo ya se ha extinguido, cuando los sobrevivientes han reconstruido
la civilización con los mismos defectos y virtudes. Nos encontramos en la post-catástrofe
(sic), en una especie de segunda vuelta de la humanidad, bajo el imperio de la
conocida e inexorable ley de la sangre” (sic, sic, y recontra– sic) y siguen otras
barbaridades que tratan de explicar su puesta. El hecho es que cuando los
sobrevivientes reconstruyeron la civilización, olvidaron reinventar el fuego
–bueno ni un cerillo se encendió a lo largo de toda la ópera. Concluyo que el fuego que representa inteligencia humana y
la civilización eludió totalmente al ponedor y su equipo “creativo”. No
entiendo por qué Azucena manifiesta ese terror tan cerval ante la idea de algo
que no existe, en cambio no le teme a un verdugo que manipula con un hacha
amenazante durante unos diez minutos. El
vestuario de los principales es supuestamente decimonónico pero muy corriente
desde el punto de vista estético; el vestido que Leonora viste en la primera
parte es un plagio de los atuendos de María Victoria en sus buenos tiempos del
Blanquita; en tanto que los uniformes de los miembros del coro son más
futuristas ya que hacen recordar los disfraces de los habitantes subterráneos
de la saga fílmica del Planeta de los
simios, o bien son una parodia involuntaria de los espermatozoides de una
célebre película de Woody Allen –con la diferencia que en este caso todos los
espermatozoides visten de negro.
Como
es costumbre de muchos ponedores, Espinosa necesita divertir al respetable –porque
es muy posible que éste se aburre con su concepto– con numeritos de peleas
medievales y la aparición continua de esbirros y prostitutas, complementada por
la colocación de unas momias que parecen salchichones que desparraman cuatro
listones rojos a guisa de sangre, pero que ni a moronga llegan, logrando unos
cuadros plásticos “di-vi-nos” e inútiles. La
escenografía consiste en dos plataformas inmutables a lo largo de toda la
ópera, más un puente – ¿tendrá este elemento un significado arcano?– entre
ellas que se usa para sostener a Azucena y Manrico durante el aria de la gitana
y la narración de sus desgracias, unas tiendas de campaña, que supongo
representan a los ejércitos combatientes, que aparecen y desaparecen a voluntad
del ponedor y un árbol metálico de la escultora Ana Luz González, a quien se
acredita junto a los muchos figurantes y
otros colaboradores de la producción en el interior del programa. La
iluminación mejoró un poco con respecto a las funciones de la corrida de 2013. Debo decir que esta puesta en
escena me hace pensar que soy realmente imbécil pues soy de quienes pagan por
ver algo que, o no entiendo o es una idiotez, en tanto que el ponedor y su
equipo cobran honorarios por desperdiciar los limitadísimos recursos
financieros de la Ópera de Bellas Artes. La
interpretación musical no estuvo al nivel de la puesta en escena por fortuna,
aunque tampoco fue de aquellas que se quedan en la memoria. De hecho en
nuestros días es muy difícil lograr un elenco que cubra con brillantez, o aún
con solvencia, las exigencias vocales que Verdi exige de los cantantes. En lo
personal yo esperaba más de Ramón Vargas. No me pareció que hubiese cantado el
do sobreagudo –lo oí como si bemol– que los tradicionalistas esperan, aunque no
considero que esto sea importante –es conocido que Franco Bonisoli apodó a
Plácido Domingo como Pla Mingo por esta razón–,
pero es mi humilde opinión que, siendo Vargas un cantante de altísimo
nivel, Manrico no es lo suyo. No por la falta del Do, sino porque su voz es de
tenor lírico y no de tenor lírico spinto,
y si podría quedarse en spinto literalmente “empujado” en caso de continuar cantando este papel y
similares. La
soprano que el año pasado se llamaba Joanna Paris, regresó como Joanna Parisi,
pero este cambio no logró nada positivo al menos como Leonora, su primer aria
está minada por muchísimos trinos, hasta ocho sucesivos, dos veces en sólo dos
compases y no le oí ninguno, así como las múltiples appoggiature escritas por Verdi que simplemente ignoró.
Lo que
menos entendí fue el por qué no omitió la cabaletta “Tu vedrai che amore… “, ya
que no sería la primera vez se ha hecho. Su caracterización actoral fue de una
pobreza enorme sonriendo en todo momento; por algo menos que eso, Sylvia McNair
desapareció de la ópera, me pregunto qué estaría haciendo la asesora actoral en
el periodo de ensayos. La
moldava Elena Cassian tiene una voz con bello timbre pero con un rango muy limitado en los agudos, no obstante,
no estuvo mal. Lo
que valió el boleto y el costo y tiempo de transporte de mi casa a Bellas
Artes, fue la interpretación del rumano George Petean como Di Luna. Brilló
intensamente en el trío del primer acto e “Il balen del suo sorriso” estuvo tan
fenomenal como en “Per me, ora fatale”. En resumen, este sí fue un cambio
importante y muy positivo respecto a lo que oí el año pasado. Ojalá regrese el
maestro Petean, y que también tengamos cantantes de esta talla frecuentemente
en Bellas Artes. Rubén
Amoretti repitió un creíble y bien interpretado Ferrando; los papeles
secundarios fueron bien cubiertos por Gilberto Amaro, Roberto Aznar y Alejandro
Coreño, Destacó como Inés, María Fernanda Castillo, becaria del Estudio de
Ópera de Bellas Artes. Si así va la mayoría de los becarios, el estudio va bien. Otro
cambio importante con respecto a las funciones de 2013, se dio en el foso, pues
esta vez Enrique Patrón de Rueda logró unos tempi
que respetaron la partitura, impidiendo así que los cantantes se ahogaran.
No faltó la voz que gritase como en los toros “súbele Patrón” – a la intensidad
o al volumen, no lo sé –, lo cual me pareció no sólo corriente sino ignorante,
o tal vez la de la voz s está sorda. Termino
diciendo que disculpo totalmente a los músicos y cantantes, pues es una empresa
hercúlea lograr una buena interpretación de Il
trovatore si el ponedor de escena y sus secuaces eliminan el fuego en el
escenario y en los cerebros y corazones de los artistas. No por nada Joan Pons
dijo que el Simon Boccanegra que
Espinosa “puso” en escena en 1997, ha sido la peor producción de ópera en la
que ha participado. Esto no lo oí de segunda mano. El
“ponedor” logró otra catástrofe después de una segunda oportunidad. ¡Qué mal
por la ópera en México (otra vez)!
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