FOTO: Leo
Morales / EL UNIVERSAL
Luis Gutiérrez
Como parte de las celebraciones del
octogésimo aniversario de la inauguración del Palacio de Bellas Artes, el INBA
presentó Radamisto, la primera ópera
que Georg Frideric Handel (como se hacía llamar el músico sajón), compuso para
la Royal Academy of Music, sociedad patrocinada por el Rey y demás
aristócratas. Decir el Rey y demás aristócratas no es trivial, ya que las riñas
entre Jorge I y el Príncipe de Gales afectaron mortalmente a la Haymarket Opera
en 1917, compañía con la que Handel había trabajado exitosamente desde Rinaldo. No fue hasta que el rey y su
heredero hicieron las paces cuando se inició lo que hoy conocemos como la Royal
Academy of Music, empresa con la que Handel estrenaría 20 óperas. El libreto de Nicola Francesco Haym se basó en el que
escribió Domenico Lalli para L’amor
tirannico (1710) de Francesco Gasparini, y trata precisamente de problemas
dinásticos entre los gobernantes de Armenia y Tracia en el primer siglo de
nuestra era. Aparte de que el argumento es complejo y muy barroco en verdad,
comentarlo en este espacio usaría mucho espacio. Es mejor que quien interesado
consulte una de las fuentes que tratan sobre las óperas de Handel. La ópera se
estrenó el 27 de abril de 1720 en el Teatro Real de Haymarket de Londres. En
esa ocasión, la soprano Margherita Durastanti apareció en el papel epónimo y la
contralto Anastasia Robinson en el de Zenobia su esposa (por cierto, no hay que
confundir a esta Zenobia con la histórica del siglo IV reina de Palmira, quien
también sería dramatizada en muchas óperas, entre ellas Aureliano in Palmira (1813) de Rossini), la hermana de Radamisto,
Polissena, fue interpretada por la soprano Ann Turner Robinson, Fraarte y
Tigrane, ministros de Tiridate el rey de Armenia y esposo de Polissena, se
asignaron a un castrato soprano y a una soprano, Tiridate a un tenor y
Farasmane, padre de Radamisto y Polissena y rey de Tracia a un bajo. Pese a que
el reparto no era estelar la ópera tuvo mucho éxito. Es plausible pensar que
Handel sabía a principios de 1720 que a fin del año llegaría una de las más
grandes estrellas del firmamento vocal del momento, el castrato alto Francesco
Bernardi conocido como Senesino. Dado el éxito que alcanzó la ópera
en abril, se decidió reponerla el 28 de diciembre del mismo año con Senesino en
el papel de Radamisto, Durastanti como Zenobia, la soprano Maddalena Salvai
como Polissena, Fraarte y Tigrane fueron asignados a una soprano y a un
castrato soprano, en tanto que ambos monarcas fueron interpretados por bajos.
Esta versión no sólo implicó trasposiciones de Radamisto (de soprano a castrato
alto), Zenobia (de contralto a soprano) y de Tiridate (de tenor a bajo), sino
que Handel revisó a fondo (es decir, sin usar el viejo truco “copy” - “paste”)
gran parte de la música, incluyendo 10 nuevas arias, un dueto y el diamante que
es el cuarteto que corona el tercer acto.
Se conservó el coro final, el más
largo de cualquier ópera de Handel, que incluye tres duetos. La ópera volvió a presentarse hasta 1728 cuando se unieron
Faustina Bordoni y Francesca Cuzzoni al reparto. Después
de esta introducción que muchos calificarán como pedante, paso a hablar sobre
la producción y la función. Aunque la
producción se publicitó como la producción del Festival de [Pentecostés] de
Salzburgo [de 2002], lo cierto es que sólo repitieron en México el director
musical Martin Haselböck y el contratenor Carlos Mena como Radamisto;
originalmente se había anunciado que Monica Groop, Maite Beaumont y Elisabeth
Kulman participarían, pero por alguna razón que desconozco la única estrella de
renombre que se unió a Haselböck y Mena fue la soprano argentina Verónica
Cangemi. La producción de Rainer Vierlinger fue muy bella, lo que se agradece
cuando se oyen más de 30 arias “da capo” o “dal segno”. El vestuario y
maquillaje de Sandra Bachinger sirvieron fielmente al concepto minimalista de
Vierlinger. La escenografía es una plataforma de tres niveles, semejando una
pirámide en la que se sitúan los siete personajes alternando sus posiciones.
Los armenios visten de negro en tanto que los tracios de rojo, a excepción de
Polissena quien viste de blanco, probablemente para camuflar dos grandes velos
blancos colocados en sus brazos. En una de las arias más tristes, Polissena
suelta los velos que asemejan lágrimas, recurso muy original, especialmente
cuando se compara con el cliché, no usado en esta producción, de los listones
rojos que simbolizan sangre. Todos los personajes masculinos manejan
constantemente pértigas que pueden simbolizar, lanzas y batallas, cárceles o
simples bastones. No se informa quién diseñó la iluminación, pero esto fue uno
de los elementos que subrayaron la belleza de la producción. Sólo hubo un
detalle cuto simbolismo no entendí, el vestuario de Radamisto incluía un
elemento plegable, que se abría como abanico en posiciones diferentes en cada
aria. Bello pero ininteligible (al menos por mí). Yo diría que la producción
tuvo una marcada influencia de Robert Wilson en lo visual, aunque no en lo
gestual, pues los intérpretes pudieron concentrarse en el personaje y la música
y no en la posición del meñique de la mano izquierda. En pocas ocasiones me atrevo a decir
que el contratenor fue el cantante que más brilló, pero esta ocasión tengo que
decir que Carlos Mena nos regaló un grandioso Radamisto. No puedo decir lo
mismo de Sarah Champion, quizá muy joven para el papel de Zenobia, pues fue el
eslabón débil del reparto. Verónica Cangemi como Polissena fue de menos a más;
ha perdido esa atractiva vulnerabilidad que se oía en su voz, pero la ha
suplido con una técnica envidiable. Tiridate fue interpretado por el barítono
José Antonio López con seguridad y aplomo, y si me fuerzan hasta con la maldad
del villano, en tanto que Scott Graff caracterizó un sabio y prudente
Farasmane. Los dos ministros de Tiridate, Fraarte y Tigrane, fueron bellamente interpretados
por las sopranos Valerie Vinzant y Ellen McAteer, aunque el timbre de la
segunda fue más de mi agrado. Los dos elementos que brillaron
intensamente esta noche estaban en el foso. Me refiero al director Martin
Haselböck y a la Musica Angelica Baroque Orchestra de Los Angeles, California, que
aparte de contar con instrumentos originales, logró una actuación que no le
pide nada a los conjuntos que realizan interpretaciones históricamente
informadas. Desde que llegue al teatro me acerque al foso para ver los
instrumentos, especialmente los clavecines colocados uno a cada extremo del
escenario, como se ven en las ilustraciones de la época. Agradezco al INBA de haber programado esta
ópera con este conjunto musical y equipo de producción, ojalá que no pasen
otros 80 años para tener un espectáculo operístico de esta calidad. No puedo
quedarme con un pensamiento poco caritativo. Un grupo muy numeroso de
aficionados a la ópera, o que se dicen tales, se quejan constantemente de que
no hay ópera en México; he de decir que fue triste que el teatro sólo estuviese
ocupado a un 75% de su capacidad (por lo más) y que vi a muy pocos de los
quejosos. Allá ellos.
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