Anna Caterina Antonacci. Credito fotografico: Serge Derossi/Naïve
Lunes 12 de marzo del 2012. Teatro della Pergola de Florencia, Italia. Amici della Musica, L’arte del Canto (XXXI). Recital de Anna Caterina Antonacci y Donald Sulzen (pianista).
Lunes 12 de marzo del 2012. Teatro della Pergola de Florencia, Italia. Amici della Musica, L’arte del Canto (XXXI). Recital de Anna Caterina Antonacci y Donald Sulzen (pianista).
Massimo Crispi
Cuando uno asiste a un recital de Anna Caterina Antonacci se da uno cuenta, tarde o temprano, que forma parte de un evento. Algo ocurre ya que apenas entra en escena la artista; el carisma, la clase, y la extraordinaria belleza indemne de Antonacci anuncia que un rito especial está a punto de manifestarse: la sacerdotisa de la música, de la gestualidad, de la palabra está allí para la iniciación de un nuevo adepto y para suscitar sueños multicolores a quien ya la conoce. De todas formas siempre se tiene la idea que ella canta para uno y solo para uno.… Esta artista siempre nos deja sin palabras por su capacidad de vibrar las cuerdas más secretas de cada uno de nosotros, y además, los que escuchan tienen la extraña sensación que el tiempo se detiene. Surge espontánea la reflexión que el tiempo para ella hubiera hecho una excepción y se paró en una edad de oro, porque Anna Caterina Antonacci parece que no pertenece a ese mundo, hecho de velocidad y distracción. Parece que esta creatura encantadora de otra época es la prueba que sí es posible una conexión espacio-temporal entre hoy y el temps perdu, y quien sabe si ella está consciente de ello o es algo innato. El programa de ese recital florentino se basó sobre dos temas muy amados por Antonacci. Uno de sus repertorios mas frecuentados, por la riqueza de su tono y para las posibilidades expresivas es el barroco. La atormentadora pasacalle del “Lamento della Ninfa” de Claudio Monteverdi, abrió el recital y capturó al publico en su vórtice emotivo - también por la característica de esa danza, con un bajo obstinado y una melodía que le se envuelve como una espiral; solo ella sabe crear esa emoción en esa forma y tan intensa. Como en este recital se renunció a la forma filológica del fragmento - donde hay un coro masculino de pastores comentando el llanto desesperado de la ninfa y creando al mismo tiempo un efecto estereofónico salió algo nuevo, totalmente distinto, e independiente de la partitura original sí funcionó muy bien también con piano: el madrigal casi se volvió una aria moderna, con libertad interpretativa y rítmica como el mismo autor anhelaba, y que llegó directo al corazón de los que las escuchaban.
El barroco, decíamos, con sus epígonos, dio nombre a la primera parte del programa “In stile antico” (en estilo antiguo) porque parodias del estilo antiguo son las arias de Ottorino Respighi y de Stefano Donaudy, autor, ese ultimo, de una colección de arias sobre textos de los siglos XVI y XVII, con música de un estilo arcaico y que los demás cantan casi con distracción, sin darse cuenta de verdad de aquel idioma antiguo y refinado. Antonacci sacó de esas arias tanta poesía que nos quedamos hipnotizados. Como una Armida moderna, nos atrajo y nos perdió en su jardín encantado de la voz, para que saboreáramos cada sílaba, como si ella nos contara historias que nunca hubiéramos notado, a pesar que esos fragmentos los hemos escuchado varias veces en otras interpretaciones. La impresión fue la de escucharlas como novedades, y al final uno se da cuenta que esas arias llevan muchos mas afectos y música.
Antonacci sí tiene el gran mérito de saber decir, contar los sonidos, las frases, los fonemas, vistiéndose integralmente del texto que quiere transmitir, inventando situaciones y tonos, pintando caracteres, también transmitió sensaciones, sentidos, escalofríos. Ella enseñó con facilidad cuantos colores puede tener un sonido, cuantas trampas hay en las líneas de un aria, y lo hace con el amor de quien sabe contar anécdotas preciosas y especiales, cosas tan raras para expertos pero explicadas con claridad olímpica, para que todos entiendan, sin perder su clase inalcanzable que es su traje perpetuo. Y esa clase, al final, es la sencillez. Su tono, decíamos… La textura tan especial de Anna Caterina Antonacci, quien escapa (por suerte) a las clasificaciones, comprendiendo sin fracturas las texturas de soprano y mezzosoprano, llena de escalonados y colores, según el afecto que ella quiere expresar, es una de las riquezas mas grande de esta artista, que cantando pliega su voz a una expresión teatral en cada fragmento lo cante o lo diga. El programa donde hubo vínculos internos entre Cesti y Respighi, Cilea y Pizzetti, Mascagni, Refice y Tosti, fue el fruto de una elección inteligente y tenia un evidente fin narrativo. Muchas fueron las sorpresas y los redescubrimientos, poniendo una cortina sobre los tantos programas banales, que saben a rancio de vez en cuando porque siempre proponen los ciclos de Schubert o Schumann, que son magníficos, sin duda, pero parece que solo estos fueran los únicos existentes.
Las “Quattro canzoni d’Amaranta”, uno de los mas considerables ciclos de Francesco Paolo Tosti, el dúo lo interpretó con mucho pathos, aunque con una elección dinámica muy rápida, que el vórtice emocional nos dejó sin aliento. En “L’alba separa dalla luce l’ombra” la segunda canción, con una velocidad que el verso de D’Annunzio justamente impulsaba, el dúo la ofreció sin todas las prolijidades y los puntos coronados como muchos tenores, sobre todo, están acostumbrados a poner. Resultó como una fluida carrera en contra de la luz, luz siempre presente en el canto de Antonacci, mejor dicho casi como un choque de dos luces, la luz del sol del día surgiendo y la otra del canto titánico elevandose, dominando el amor perdido, el canto que quiere evitar el encuentro obligatorio con el porvenir, el canto que quiere quedarse en un abrazo nocturno sin fin. Quizás la elección de un tiempo mas elegiaco en el primer fragmento del ciclo “Lasciami!”, ya en la introducción instrumental, hubiera servido para crear una atmosfera y preparado la sorpresa de la segunda canción, pero estos son solo detalles.
Si el estilo antiguo y arcaico fue el carácter de la primera parte del recital, los reflejos acuáticos fueron el tema de la segunda. Así que los reflejos de la laguna en el ciclo “Venezia” de Reynaldo Hahn, que es quizás él mas que Proust el guardián del temps perdu, eran lo que se necesitaba. La sabiduría de Antonacci y Sulzen, los dos divirtiéndose muchísimo en su recitación, cada uno con su propio instrumento, de los textos en idioma veneciano (aunque de vez en cuando hubieron algunas pequeñas faltas de pronunciación), entusiasmó además un publico ya enamorado (como podria ser lo contrario!) desde el inicio del recital. Inalcanzable, por espíritu y sutilezas, “L’avertimento” mientras “La biondina in gondoleta” (nada que ver con la famosa canción folclórica, con otra música) fue una verdadera joya de arte dramático, tallado y cincelado que mejor no se podía.
Los reflejos en el agua continuaron con la celebre “L’invitation au voyage” de Henri Duparc, donde Antonacci acentuó de manera sublime la voluptuosidad del verso de Baudelaire, casi como si ella fuera una pintora de paisajes y de atmosferas liquidas. Después continuó con dos fragmentos de Gabriel Fauré, “Cygne sur l’eau” y “Au bord de l’eau”, este ultimo en una interpretación tan moderna que reveló toda la actualidad del lenguaje de ese autor, a menudo confinado en una dimensión de salón y poco mas. Su ciclo “L’horizon chimérique”, con sus cuatro canciones casi una simétrica conclusión en oposición/nexo con el ciclo de Tosti, terminó el recital con una fuerte emoción. Ese repertorio en lengua francesa que Antonacci domina perfectamente, quizás mejor que muchos cantantes de lengua materna cuya escuela actual esta en mal estado, y que despertó memorias que creíamos sepultadas en un pasado remoto en interpretaciones como las históricas de Charles Panzéra, Régine Crespin o Camille Maurane, que unían la conciencia fonética con una vocalización digna de ese nombre. Y esa voz llena, dramática, aún capaz de caricias improvisas, de Anna Caterina Antonacci no podía ser mejor.
El papel del pianista Donald Sulzen fue tan importante como el de la soprano. Los dos artistas se daban y tomaban recíprocamente ideas, tiempos y colores sin parar. Sulzen creó un camino sonoro donde la huella ágil y aterciopelada de Antonacci podía avanzar sin obstáculos, planeando sin golpes, amalgamándose perfectamente y enseñando una gama de colores que es raro escuchar. A menudo se subestima la presencia de un pianista “acompañador” y se disminuye precisamente su papel de pianista. Él es al contrario el motor rítmico y harmónico que apoya a la cantante y le permite expresar sus encantos vocales, como los que el hada Antonacci nos desveló. Las obras de Fauré y Duparc pusieron en evidencia, quizás por una estructura pianística más espesa que en las obras italianas, la sabiduría del gran “acompañador”, enseñando la red de voces internas que interactúan con la voz de la artista y no solamente las superficiales como frecuentemente ocurre. Fueron preciosos los arreglos que Sulzen hizo en “Marechiare” de Tosti, muy gracioso y en perfecta harmonía con los reflejos en el agua del programa (sobresaliente cantora napolitana fue Antonacci!), y de Moon River, ultima caricia que nos dispensó la soprano, cuarto y ultimo de los bises que el dúo donó a un publico delirando y pidiendo con gracia que el sueño nunca se acabara… Yo también me desperté muy a mi pesar...
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