Foto: ©Ana Lourdes Herrera/Ópera de Bellas Artes
Iván Martínez / Confabulario – El Universal
El año operístico concluyó hace unos
días con las funciones que, en el Palacio de Bellas Artes, se ofrecieron de la
ópera Tosca, de Giacomo Puccini, en la
producción rediseñada del director escénico Luis Miguel Lombana. Este título
marca a su vez el inicio de una nueva dirección artística en la Ópera de Bellas
Artes, en manos hoy de la soprano Lourdes Ambriz, quien ha tomado la estafeta
tras los dos años y medio de la cuestionada y enconada administración del tenor
Ramón Vargas. Ambriz ha
recibido este título ya programado sin limitarse a administrarlo, sino que ha
dejado sentir, antes de anunciar los planes que hubiera para los meses futuros,
el cambio de dirección. Lo ha hecho tomando decisiones rumbo al estreno de esta
ópera el pasado 26 de noviembre, que han confundido a una comunidad que solo
parece aceptar los extremos posibles: los cambios de elenco se ven como un
nuevo control de rigor en la elección de repartos o como el ánimo de establecer
una dirección autoritaria destinada a continuar basada en el capricho personal;
lo que, hay que decir, a estas alturas de nuestra historia reciente no es
novedad. Importaría
el resultado artístico. Y no ha habido en él nada, o muy poco de, cuestionable. Asistí a
una sola de las funciones, la del martes primero de diciembre. Todo el peso
recae en el extraordinario Barón Scarpia que interpreta el barítono Genaro
Sulvarán, quien tiene una voz grande y un timbre adecuado para este villano,
que musicalmente conoce el papel y el estilo; uno de esos cantantes mexicanos
que son ya memorables por su compromiso escénico con un rol que en él no hace
falta dirigir en escena y que, desde el foso, solo hay que seguir con
naturalidad. Lo que ha hecho bien la batuta de Srba Dinic guiando a la Orquesta
del Teatro de Bellas Artes. Difícil imaginar otro Scarpia mexicano que lo pueda
reemplazar. La orquesta
ha estado atenta y ha brindado un acompañamiento correcto, atento de los
cantantes. Sin haber estado en su mejor momento de ejecución, con pifias obvias
y reprobables en los violonchelos y los cornos o en la articulación siempre
grotesca de su arpista, brindó algunos pasajes con belleza; algunos tan
destacables en el transcurso de los tres actos en la fila de flautas, que está
estrenando en su nómina a la piccolista Nadia Guenet, o el icónico solo del
aria “E lucevan le stelle”, tocado con
delicadeza y precioso sonido por el clarinetista Jahaziel Becerril. Musicalmente,
el protagónico encargado a la soprano Svetla Vassileva ha pecado de una voz
chillona, abierta, con problemas de dicción, muy al nivel del tenor Héctor
Sandoval como Mario Cavaradossi, cuya voz oscila entre sonoridades metálicas y
engolamiento. En la escena, poco pudo hacer con ellos Luis Miguel Lombana,
quien ha mejorado su propuesta, imponiendo un trazo más eficiente, un mejor
vestido a la escenografía de Laura Rode, poéticamente iluminada por Víctor
Zapatero, y ha sabido mover con eficacia, en momentos como el final del primer
acto, a la masa coral.
El coro,
por su parte, sigue siendo el aparato más inestable de la Compañía; lo que ya
es decir. Dirigidos en esta ocasión por John Daly Goodwin, parece haberse
separado en dos divisiones, una destemplada y sin orden durante el inicio y una
ordenada, mejor trabajada vocalmente, hasta sensible, para el final del primer
acto. ¿Dónde
estará la naturaleza de los infortunios y dónde la receta para que toda la
maquinaria de la Ópera de Bellas Artes trabaje en armonía? Esta
producción, que pudo pasar con recibimiento decoroso, queda en el registro de
la historia operística como la del inicio de una nueva gestión cuestionada
desde el día cero. Pudo hablarse de su mediano éxito artístico, pero en su
lugar acarrea problemas de imagen que serán difíciles de sortear en el futuro
inmediato: la autoprogramación y los cambios de elenco no serían mayor problema
si no trajeran consigo la falta de credibilidad por la contradicciones con las
que se justifican las decisiones, sean oficiales o de pasillo. ¿Era de
vital importancia la aparición de la ahora directora de la Ópera de Bellas
Artes en la Gala en honor a Arturo Chacón Cruz, incluso si ésta significaba
sospechosismos de todo tipo? ¿Pudo más la necesidad de aparecer en ella, aún
sin ser con él pareja artística frecuente, que el pudor de la investidura de
funcionaria pública? En el caso
de esta Tosca, bien por los cambios de
elenco –primera acción de autoridad que público y crítica han exigido siempre–
si un cantante no está a la altura, pero ¿no debió hacer lo mismo con el tenor
que sustituyó a Dante Alcalá, con el director huésped del coro o con la misma
soprano encargada del protagónico? Duele decirlo así, pero hay que comparar y
conociendo cualidades y deficiencias de ambos, ¿alguien cree que éste lo iba a
hacer peor que quien entró al quite?
Es una
lástima que la imagen intachable de artista que sigue teniendo Lourdes Ambriz
empañe su gestión de esa manera cuando tenía la mesa puesta para inaugurarse
artísticamente con éxito en su nueva labor de funcionaria. Un traspié que no
merecía su trayectoria.
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