Fotos: Ópera de Bellas Artes / INBA
José Noé Mercado
Ese platillo suculento del belcantismo
italiano que es Lucia di Lammermoor
(ópera de Gaetano Donizetti estrenada en 1835 con libreto de Salvatore
Cammarano, que se basa en la novela The
Bride of Lammermoor de Walter Scott) sigue siendo en 2017 una delicia para
los amantes de la ópera, al tiempo que permite a sus intérpretes el mayor de
los lucimientos cuando cuentan con los recursos necesarios para hacer frente a
la pirotecnia vocal y a la romántica configuración sentimental de sus
protagonistas; o bien los lleva a la exhibición y encallamiento por cualquier
tipo de flaqueza en su factura.
Así son las obras de los grandes
compositores. Encumbran o delatan, casi sin términos medios. Eso pudo comprobarse de nueva cuenta
durante las cinco funciones presentadas por la Ópera de Bellas Artes, a modo de
apertura de su temporada anual, cuando puso en el escenario del Teatro del
Palacio de Bellas Artes la producción original de 2016 del Teatro Bicentenario
de León, Guanajuato, que firma Enrique Singer.
La escenografía e iluminación de Philippe
Amand y el vestuario de Estela Fagoaga, así como la coreografía y gestualidad
de Antonio Salinas, se encaminaron a perseguir la idea de Singer de presentar
las acciones de manera plástica, enmarcadas por cuadros individuales o
grupales, como la boca de escena misma. Si bien en algunos momentos esa plasticidad
evocó lirismo en las transiciones temporales del argumento y en los múltiples
temperamentos, incluido el social, no menos cierto es que encorsetó la
actuación de todos los participantes. El rigor de la abstracción de la idea se
confrontó con la inviabilidad de ajustarse todo el tiempo a una trama en
esencia figurativa.
En las funciones del primer elenco el
protagónico estuvo a cargo de la soprano siberiana Irina Dubrovskaya, de
agradable presencia física, a quien el público mexicano afecto a la trivia
podía recordar de 2008, cuando se presentó en el Teatro de la Ciudad Esperanza
Iris en el papel de Gilda, del Rigoletto
de Giuseppe Verdi, como parte de la Compañía de Galina Vishnévskaya.
La Lucia
de Dubroskaya pudo presumir de un riguroso cumplimiento del escarpado lírico
donizettiano, con estilo y técnica de emisión más que correctas y un notable
manejo del registro agudo, fresco, sólido, transparente. A cambio de esas
virtudes, sin embargo, su confección del papel que debutó podría considerarse
no sólo frío sino defectuoso, toda vez que emocionalmente nunca logra una transformación
real como exige un personaje que del enamoramiento más cándido pasa por el
abuso fraterno y llega hasta la locura más insana que le lleva a asesinar a su
malquerido esposo en el mismísimo cuarto nupcial. Dubrovskaya terminó como
inició, acaso demasiado consciente de su virtuosismo más que de las cuitas de
la novia Di Lammermoor.
Más empática con las fracturas emocionales
del rol estuvo la soprano Angélica Alejandre en la última función, pero con
inocultables limitaciones vocales y de resistencia física para un compromiso de
tal envergadura. Cargar demasiado peso sobre la espalda, a veces, no es
demostración de talento o fortaleza, sino factor para herniarse el espinazo.
Quien lo permite es sin duda irresponsable o, por lo menos, inconsciente.
El tenor Ramón Vargas como Edgardo di
Ravenswood, por su parte, ofreció vestigios de lo que fuera uno de los
personajes emblemáticos de su repertorio a lo largo de varios lustros. Con él
debutó en 1992 en el Met de Nueva York, en sustitución del legendario Luciano
Pavarotti, por ejemplo. El refinado estilo belcantista, el detallado
conocimiento de los vericuetos canoros de sus partes y un fraseo cálido y
cercano, se fusionaron con una voz que se esfuerza por lucir fresca y con
brillo, lo que no siempre logra, pues el control técnico no impidió numerosos
galleos que, de hecho, incluyeron dos quiebres en el primer acto (“Lucia
perdona…”) que condicionaron la seguridad de la emisión del cantante, sobre
todo en el último acto cuando literalmente el peso de la obra recae en él
(“Tombe degli avi miei…”). Si la interpretación del maestro Vargas ha ganado
profundidad con los años, ellos mismos le han restado comodidad y gallardía y
coloreado algunas de sus facultades con las tonalidades del otoño.
El tenor Hugo Colín, alternante en la
última función, cumplió con un trabajo correcto, aunque en una división de
menor rango. Con una voz más discreta en volumen, proyección y vistosidad, pero
tan segura como cuando entró al quite en I
Puritani el año pasado en auxilio del italiano Alessandro Luciano quien
simplemente tronó.
A partir de su destacada participación en
Operalia 2016, en Guadalajara, el barítono de moda en México es, sin duda, Juan
Carlos Heredia y las oportunidades de ser programado en los escenarios se han acumulado.
De su inteligencia dependerá elegir los roles que más convengan a su voz y su
sano desarrollo. Si bien el belcanto
parece, de momento, su repertorio natural, hay diversas gradaciones. El papel
de Enrico Ashton lo llevó al límite de sus facultades actuales que, por cierto,
determinan también sus cualidades. Y una vocalidad tan dramática, que exige
peso y color sin forzarlos, y además en funciones seguidas en corto periodo de
tiempo, no parecería a lo que mejor puede hacer justicia. Por el contrario,
también deja ver justo las limitaciones que no necesariamente son defectos,
pero sí inciden en la valoración final de un compromiso canoro. En su
resultado.
El rol de Raimondo correspondió al
venezolano Ernesto Morrillo, con una voz bien timbrada y una actuación
comprometida, lo que, sin embargo, no impidió pensar si no sería una
importación innecesaria pues en el país hay quien cumple sobradamente una
encomienda así, que al margen de su reto no atrae demasiado los reflectores.
Prueba de ello fue José Luis Reynoso en la última función, que si no estuvo tan
correcto como el sudamericano, no lo hizo mal y ello no fue factor para la
estimación última de la velada.
En el resto del elenco fue para destacar la
participación de la mezzosoprano Gabriela Flores, extraordinaria como Alisa en
su complicidad histriónica y vocal con Lucia; o la del tenor Gilberto Amaro, un
Normanno de canto noble y bien logrado. El tenor Leonardo Joel Sánchez, ganador
del Primer Lugar y del Premio Ópera de Bellas Artes del Concurso Nacional de
Canto Carlo Morelli 2016, debutó como el malhadado Arturo Bucklaw, con una voz
que aún requiere múltiples trabajos de depuración incluso para afrontar un
partiquino.
El Coro del Teatro de Bellas Artes, bajo la
dirección huésped de Luigi Taglioni, tuvo una de sus actuaciones más memorables
en los últimos años. Ello debido a la familiaridad con este tipo de repertorio
en el que luce con singularidad y, a decir verdad, también por lo que dejaron
de hacer los solistas. La orquesta, concertada por su titular Srba Dinić,
acompañó adecuadamente las acciones, sin demasiado protagonismo, lo cual puede
agradecerse o discutirse según el temperamento de quien la haya escuchado.
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