Saturday, April 15, 2017

Lucia perdona… Lucia di Lammermoor en Bellas Artes de México

Fotos:  Ópera de Bellas Artes / INBA

José Noé Mercado

Ese platillo suculento del belcantismo italiano que es Lucia di Lammermoor (ópera de Gaetano Donizetti estrenada en 1835 con libreto de Salvatore Cammarano, que se basa en la novela The Bride of Lammermoor de Walter Scott) sigue siendo en 2017 una delicia para los amantes de la ópera, al tiempo que permite a sus intérpretes el mayor de los lucimientos cuando cuentan con los recursos necesarios para hacer frente a la pirotecnia vocal y a la romántica configuración sentimental de sus protagonistas; o bien los lleva a la exhibición y encallamiento por cualquier tipo de flaqueza en su factura.

Así son las obras de los grandes compositores. Encumbran o delatan, casi sin términos medios. Eso pudo comprobarse de nueva cuenta durante las cinco funciones presentadas por la Ópera de Bellas Artes, a modo de apertura de su temporada anual, cuando puso en el escenario del Teatro del Palacio de Bellas Artes la producción original de 2016 del Teatro Bicentenario de León, Guanajuato, que firma Enrique Singer.

La escenografía e iluminación de Philippe Amand y el vestuario de Estela Fagoaga, así como la coreografía y gestualidad de Antonio Salinas, se encaminaron a perseguir la idea de Singer de presentar las acciones de manera plástica, enmarcadas por cuadros individuales o grupales, como la boca de escena misma. Si bien en algunos momentos esa plasticidad evocó lirismo en las transiciones temporales del argumento y en los múltiples temperamentos, incluido el social, no menos cierto es que encorsetó la actuación de todos los participantes. El rigor de la abstracción de la idea se confrontó con la inviabilidad de ajustarse todo el tiempo a una trama en esencia figurativa.  

En las funciones del primer elenco el protagónico estuvo a cargo de la soprano siberiana Irina Dubrovskaya, de agradable presencia física, a quien el público mexicano afecto a la trivia podía recordar de 2008, cuando se presentó en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris en el papel de Gilda, del Rigoletto de Giuseppe Verdi, como parte de la Compañía de Galina Vishnévskaya.

La Lucia de Dubroskaya pudo presumir de un riguroso cumplimiento del escarpado lírico donizettiano, con estilo y técnica de emisión más que correctas y un notable manejo del registro agudo, fresco, sólido, transparente. A cambio de esas virtudes, sin embargo, su confección del papel que debutó podría considerarse no sólo frío sino defectuoso, toda vez que emocionalmente nunca logra una transformación real como exige un personaje que del enamoramiento más cándido pasa por el abuso fraterno y llega hasta la locura más insana que le lleva a asesinar a su malquerido esposo en el mismísimo cuarto nupcial. Dubrovskaya terminó como inició, acaso demasiado consciente de su virtuosismo más que de las cuitas de la novia Di Lammermoor.

Más empática con las fracturas emocionales del rol estuvo la soprano Angélica Alejandre en la última función, pero con inocultables limitaciones vocales y de resistencia física para un compromiso de tal envergadura. Cargar demasiado peso sobre la espalda, a veces, no es demostración de talento o fortaleza, sino factor para herniarse el espinazo. Quien lo permite es sin duda irresponsable o, por lo menos, inconsciente.

El tenor Ramón Vargas como Edgardo di Ravenswood, por su parte, ofreció vestigios de lo que fuera uno de los personajes emblemáticos de su repertorio a lo largo de varios lustros. Con él debutó en 1992 en el Met de Nueva York, en sustitución del legendario Luciano Pavarotti, por ejemplo. El refinado estilo belcantista, el detallado conocimiento de los vericuetos canoros de sus partes y un fraseo cálido y cercano, se fusionaron con una voz que se esfuerza por lucir fresca y con brillo, lo que no siempre logra, pues el control técnico no impidió numerosos galleos que, de hecho, incluyeron dos quiebres en el primer acto (“Lucia perdona…”) que condicionaron la seguridad de la emisión del cantante, sobre todo en el último acto cuando literalmente el peso de la obra recae en él (“Tombe degli avi miei…”). Si la interpretación del maestro Vargas ha ganado profundidad con los años, ellos mismos le han restado comodidad y gallardía y coloreado algunas de sus facultades con las tonalidades del otoño.

El tenor Hugo Colín, alternante en la última función, cumplió con un trabajo correcto, aunque en una división de menor rango. Con una voz más discreta en volumen, proyección y vistosidad, pero tan segura como cuando entró al quite en I Puritani el año pasado en auxilio del italiano Alessandro Luciano quien simplemente tronó.


A partir de su destacada participación en Operalia 2016, en Guadalajara, el barítono de moda en México es, sin duda, Juan Carlos Heredia y las oportunidades de ser programado en los escenarios se han acumulado. De su inteligencia dependerá elegir los roles que más convengan a su voz y su sano desarrollo. Si bien el belcanto parece, de momento, su repertorio natural, hay diversas gradaciones. El papel de Enrico Ashton lo llevó al límite de sus facultades actuales que, por cierto, determinan también sus cualidades. Y una vocalidad tan dramática, que exige peso y color sin forzarlos, y además en funciones seguidas en corto periodo de tiempo, no parecería a lo que mejor puede hacer justicia. Por el contrario, también deja ver justo las limitaciones que no necesariamente son defectos, pero sí inciden en la valoración final de un compromiso canoro. En su resultado.

El rol de Raimondo correspondió al venezolano Ernesto Morrillo, con una voz bien timbrada y una actuación comprometida, lo que, sin embargo, no impidió pensar si no sería una importación innecesaria pues en el país hay quien cumple sobradamente una encomienda así, que al margen de su reto no atrae demasiado los reflectores. Prueba de ello fue José Luis Reynoso en la última función, que si no estuvo tan correcto como el sudamericano, no lo hizo mal y ello no fue factor para la estimación última de la velada.

En el resto del elenco fue para destacar la participación de la mezzosoprano Gabriela Flores, extraordinaria como Alisa en su complicidad histriónica y vocal con Lucia; o la del tenor Gilberto Amaro, un Normanno de canto noble y bien logrado. El tenor Leonardo Joel Sánchez, ganador del Primer Lugar y del Premio Ópera de Bellas Artes del Concurso Nacional de Canto Carlo Morelli 2016, debutó como el malhadado Arturo Bucklaw, con una voz que aún requiere múltiples trabajos de depuración incluso para afrontar un partiquino.


El Coro del Teatro de Bellas Artes, bajo la dirección huésped de Luigi Taglioni, tuvo una de sus actuaciones más memorables en los últimos años. Ello debido a la familiaridad con este tipo de repertorio en el que luce con singularidad y, a decir verdad, también por lo que dejaron de hacer los solistas. La orquesta, concertada por su titular Srba Dinić, acompañó adecuadamente las acciones, sin demasiado protagonismo, lo cual puede agradecerse o discutirse según el temperamento de quien la haya escuchado.

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