Sebastian Spreng - Miami Clasica
No es un secreto, bajo el cielo inmortalizado por Georgia O’Keeffe, la ópera florece cada verano en el desierto de Nuevo México. Esta hazaña, que debe acreditarse al visionario John Crosby (1926-2002), ocurre puntual y afortunadamente desde hace cincuenta y seis años. La infalible combinación de títulos infrecuentes y estrenos mundiales con clásicos del repertorio, la calidad de las producciones y el concurso de consagradas o ascendentes figuras de la lírica mundial hacen del Santa Fe Summer Opera Festival una meca donde convergen públicos de todas latitudes. El entorno – las montañas Sangre de Cristo – rivaliza en espectacularidad con el soberbio teatro al aire libre con capacidad para dos mil espectadores; las representaciones comienzan a la puesta de sol, previo picnic en las inmediaciones, y la astuta programación permite ver tres óperas en un fin de semana o las cinco del festival en una, saciando así al operómano más empedernido.Este verano del 2012, a Tosca y Los pescadores de perlas, se sumaron tres novedades de particular interés: el estreno de la flamante edición crítica de Maometto II de Rossini por el venerable Phillip Gossett y Hans Schellevis, la puesta en escena de Rey Roger de Karol Szymanowski y la de la vienesa Arabella, que marcó el bienvenido retorno de la compañía a las óperas de Richard Strauss de las que ha sido baluarte americano desde su fundación. Y si en algo Viena y Santa Fe podrían parecerse es en la importancia del teatro de ópera para sus habitantes, un auténtico fenómeno para una ciudad de apenas sesenta mil en pleno desierto y a siete mil pies de altura, detalle no precisamente favorable para el cantante lírico. Sexta y última colaboración del genial binomio Strauss-Hofmannsthal, Arabella (1933) no puede ocultar cierta vetustez; las inconsistencias de su trama sólo se justifican gracias a la partitura straussiana y sus intermitentes picos de arrobador lirismo que la ubican junto a sus hermanas mayores. En este caso, como es arduo (e innecesario) acudir al revisionismo, Tim Albery optó por trazar una puesta detallada pero con visos glaciales, donde los austeros escenarios grises de Tobías Hoheisel sugirieron un imperio irremediablemente marchito y contribuyeron a la distante sensación general del espectáculo. Quizás porque la mayoría debutaba en sus papeles, la sutil e imperativa graduación del gris plata a la dorada pátina vienesa también pareció eludir al excelente equipo de cantantes. Con los medios adecuados pero aún sin acercarse a celebradas intérpretes del rol (léase Della Casa, Janowitz, Varady, Te Kanawa, Mattila, Fleming), Erin Wall fue una correctísima protagonista bien acompañada por Mark Delavan, un Mandryka rural y desenvuelto que enfatizó la tosquedad del personaje. El ingrato rol de la hermana Zdenka ubicó a Heidi Stober entre lo mejor de la velada y Kiri Deonarine defendió la coloratura de Fiakermili. Brillaron los tenores Zach Borichevsky (Matteo) y Brian Jadge (Elemer) y las contribuciones de los veteranos Victoria Livengood y Dale Travis, los arruinados padres de las damas en cuestión, redondearon prestaciones eficaces. En el mismo tono y aunque irreprochable, la dirección de Sir Andrew Davis no terminó de concitar la obligada magia straussiana capaz de dejar una impronta indeleble.
Estrenada en Varsovia en 1926, resulta paradójico que esta recién sea la segunda producción del Rey Roger en Estados Unidos (la anterior fue en 1988 y su première continental se remonta a 1981 en el Teatro Colón de Buenos Aires). Hermética, exótica, tortuosa, fascinante; con su multifacética carga de ambigüedad y misticismo actúa como ritual purificador al plantear el enfrentamiento del protagonista consigo mismo, un terremoto que hace tambalear su reino. Por una vez, la Sicilia medieval se oscurece eclipsada por una angustia kafkiana que fluye entre los entramados musicales de Szymanoswki y sus lejanos ecos de Schreker, Debussy, Korngold y Scriabin. La perturbadora aparición de un dionisíaco pastor en la corte del atormentado rey siciliano, no muy lejos del Teorema de Pier Paolo Pasolini, desatarán acontecimientos y preguntas sin respuestas que llevarán a su eventual iluminación. Paladín de la obra y motivo de la puesta, el barítono polaco Mariusz Kwiecien revivió su referencial Roger, encarnándolo con absoluta naturalidad actoral y vocal, aunque en este renglón el constante uso del forte quitó matices y una mayor dimensión expresiva al rol. A su caudal sonoro se acoplaron Erin Morley (Roxana, su esposa) y Dennis Petersen (Edrisi, su consejero) y en destacado pendant, el tenor miamense William Burden (pastor) demostró una feliz evolución vocal, su instrumento evidencia un bienvenido esmalte heroico. Consciente de la responsabilidad que implicó la literal presentación de la ópera al público americano, Stephen Wadsworth no se dejó tentar con cruzar la línea como Warlikowski en Paris, Alden en Long Beach y en menor medida, David Pountney en Barcelona; prefirió explorar e iluminar la complejidad de los personajes resultante del oscuro tapiz polifónico del compositor polaco. Sagazmente unió los tres actos en uno y bocetó una suerte de tríptico bizantino (I), oriental(II) y grecorromano(III) que a manera de largometraje, permitió apreciar en noventa minutos la evolución de la figura central. Broche de oro fue el coro y la orquesta de la ópera bajo la notable dirección del joven Evan Rogister, un nombre para tener muy en cuenta.
La partitura original del Maometto II napolitano de 1820 (suerte de Romeo y Julieta donde Rossini parecería trastocar la mordaz definición de Bernard Shaw “Ópera es soprano ama a tenor y barítono se opone” por “Bajo ama a soprano y tenor se opone”) es un fresco arriesgado, experimental y atípico que posteriormente revisará para Venecia y luego adaptará al francés como El sitio de Corinto. Liderada por un formidable cuarteto de solistas, es una monumental pieza de conjunto donde el cisne de Pesaro se deleita planteando una ininterrumpida sucesión de concertantes de impecable factura, y como a propósito, sin dejar lugar al incontenible aplauso del públicEsta virtual batalla donde “Montescos y Capuletos” son reemplazados por “Oriente versus Occidente” está dominada por la compleja figura del sultán Maometto II, feroz conquistador y vocalmente poco menos que inconquistable. Rol emblemático de Samuel Ramey en la década del 80, ha sido el sueño de Luca Pisaroni cuando adolescente admiró al americano en las funciones escalígeras. Más lírico que Ramey, el completísimo joven italo-venezolano no sólo salió airoso desde el aterrador Sorgete, sorgete inicial – y la seguidilla subsiguiente de endiabladas coloraturas-, triunfó en todos los aspectos del papel, equiparó a su ídolo y demostró las ventajas de un ascenso cuidadoso y ejemplar que como extra, incluyó un Liederabend Schubert de rara calidad en el festival de cámara santafesino. A su lado, la joven Leah Crocetto probó ser una estrella naciente de medios privilegiados que debe cuidar a toda costa. Espléndida en el registro agudo, fue ganando terreno con el transcurso de la representación, especialmente a partir de la sublime plegaria Giusto ciel in tal periglio. Otra excelente sorpresa fue el tenor Bruce Sledge, voz importante, robusta y con el brillo requerido. Quizás en una mala noche, el eslabón más débil fue Patricia Bardon cuya destemplada coloratura no se ajustó a las exigencias del veneciano Calbo pero lograron la adesión del público con el impactante Non temer d’un basso affetto. Bajo la atenta batuta del francés Frédéric Chaslin, nuevo director musical del festival, y la ajustada participación del coro dirigido por Susanne Sheston, la puesta de David Alden fue otro puntal de la versión. A menudo cuestionado por extragavante o excesivo, Alden entregó un trabajo sensacional y sin dudas contenido, auxiliado por la ecléctica escenografía, vestuario y luces frontales de Jon Morrell y Duane Schuler. Monocromático y elegante, no dejó de recurrir al certero efecto de color o al efecto mismo para deslumbrar a la audiencia (la aparición del sultán al mando de una cuádriga tirada por gigantescos corceles azabaches de piedra) y legitimar esta incontestable Grand-Opera donde Rossini insinúa al Verdi temprano. Tres noches de óperas muy diferentes: un ansiado regreso y dos bienvenidas rarezas que debieran incorporarse al repertorio internacional, en este caso vertidas con altísimo nivel y realzadas por los memorables trabajos de Kwiecien y Pisaroni. Si se añade la solidez de equipo y cuerpos estables que evidencian dedicación y confianza en el presente y futuro del género lírico, resulta obvio que otra vez el Festival de Santa Fe mereció ser el destino ineludible para el amante de la ópera en el tórrido verano americano.
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