Foto: Auditorio Nacional
Iván Martínez – Confabulario – El Universal.
El pasado jueves
23 de junio, al tiempo que la Organización de Estados Americanos, la OEA,
votaba 20 a 12 para iniciar el proceso de la llamada Carta Democrática por la
situación que vive Venezuela, el Auditorio Nacional, en un lleno de la misma
proporción, veinte lugares vacíos por doce ocupados, escuchó un concierto de la
Orquesta Sinfónica Simón Bolívar,
ensamble cúspide del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e
Infantiles de ese país. Lo hizo con la joven promesa venezolana de la dirección
orquestal al frente, el titular de este ensamble Diego Matheuz (Barquisimeto, 1984). El Sistema, como se le conoce
comercialmente en todo el mundo, es el proyecto ideado y fundado en 1975 en
Caracas por José Antonio Abreu bajo el lema “Tocar y luchar” y que hoy se
presenta como “una obra social y cultural del Estado venezolano”; el “milagro”
que “hace ver” en Venezuela a la música como “una oportunidad profesional”. El
programa comenzó con la Suite Margariteña de
Inocente Carreño (1919-2016): un breve popurrí de débil orquestación
impresionista, anodina en forma y sobre todo en el tratamiento sonoro de los
temas folklóricos que incluye, leída en una interpretación que sonó incluso
tímida al lado de la (Segunda)Sinfonía India de
Carlos Chávez que le siguió y totalmente desabrida al lado de los tres encores populares
que finalizaron la noche (uno de ellos, un correcto Huapango de José
Pablo Moncayo). Un elemento destaca en esta partitura y es la posibilidad de lucimiento
individual, hay demasiados solos y no hubo uno que destacara; al contrario: el
cornista no pudo hilar un solo legato, el
picolista no logró afinarse, y de hecho tiró por la borda varios pasajes
enteros de la fila de flautas, mientras que el sonido del concertino apenas y
se distinguía en cuerpo, parecía más el de un estudiante y no el de un veterano
como lo es. Para la Segunda de
Chávez, media sección de alientos cambió de instrumentistas y logró escucharse
un sonido más sólido; sobre todo en las maderas, cuyos clarinetes y oboes
brindaron solos de gran belleza en la sección lenta. La lectura orquestal, sin
embargo, pecó en interpretación: la juventud de la batuta de Matheuz no logró
dar vitalidad a pasajes enérgicos ni poesía a los de amplitud expresiva. Muchos
ritmos y fraseos fueron también mal leídos, sobre todo en la primera sección de
la partitura. Extraños errores, si se piensa en la familiaridad que debería
tener la parte adulta de esta orquesta mitad juvenil con la música de Chávez,
al haberla tocado –y grabado– tanto durante las visitas de Eduardo Mata a ese
país. Tras el intermedio, la orquesta se enfrentó a la Primera Sinfonía, “Titán”, de Gustav
Mahler. Aun con la inmensidad de la sección de cuerda que, como aquí, funciona
para dar la impresión de una gran masa visual y sonora que no precisamente toca
detalladamente, se agradece que en esta ocasión este grupo, que tiende a doblar
y hasta triplicar el número de instrumentistas necesarios, se abstuviera de
hacerlo en los alientos. Técnicamente, los detalles que importan en esta
sinfonía fueron descuidados: las notas largas del inicio con poca claridad, la
imitación del sonido cu-cu sin uniformidad, los metales tropezados en todas las
fanfarrias, las maderas difícilmente con ataques iguales, el tema del
contrabajo solista al inicio del tercer movimiento en bochornosa desafinación. Musicalmente
tampoco puede elogiarse mucho la lectura de Matheuz: de detalles de vulgaridad,
como los exagerados sforzandi o
la desorganización de ruidos en el scherzo, a la
arquitectura del todo que parece más un pastiche de influencias que la idea de
una sinfonía; cada motivo, ya no decir una frase completa o un movimiento, está
basado en una idea que no hace coherencia con el que sigue; incluso su técnica lo
parece visualmente: imita las poses de sus maestros, de varios de ellos, pero
no el pensamiento musical ni el trabajo artesanal que requiere la confección de
una ejecución. Si al menos hubiera copiado una sola versión o las poses de una
sola de sus influencias, no hubiera ofrecido un frankenstein como
éste. Con esos resultados, verticales y disparejos como la ejecución de esta Titán, llamada a
lucir en volumen, en masa, en grotescas inflexiones que suenan a farsa más que
una intención de grandeza musical, no resulta del todo disparado hacer
vinculante el concierto con el proceso de la OEA. No puede decirse, por
supuesto, que la Simón Bolívar sea una especie de consumación musical del
chavismo, porque no nació con él: pero a él se ha consagrado. Abiertamente. En
la calle y, si se escucha con atención, en la sala de concierto. Si ésta
intentara ser una crítica constructiva, podría proponer que al menos no se
mintiera doblemente con el ejercicio y los resultados de El Sistema: no es un
proyecto artístico, ni siquiera educativo según se ha visto en la vida
profesional de Venezuela, sino uno de desarrollo social que, como tal, tampoco
está teniendo resultados en la vida cotidiana de los venezolanos. Lo peor del
populismo hecho música.
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