Foto: INBA
Iván Martínez / Confabulario– El Universal
No me pareció raro
que, la noche del pasado martes 21 de junio, en su segunda aparición en el
Teatro del Palacio de Bellas Artes, la soprano estadounidense Renée Fleming (Pensilvania, 1959)
aludiera a Beverly Sills como su principal mentora. La Fleming ha sido, en la
mejor tradición de Sills, La gran soprano americana. La más grande y completa
de ellas. También la más elegante. Incluso en este momento, más brillante aún
que otros artistas a quienes se ha escuchado en este recinto recientemente, en
el que el recital forma parte de su temporada de despedida a un retiro parcial
de la ópera, pero que ha incluido ya su debut como actriz en teatro, terrenos
idóneos para una artista tan expresiva como ella. La soprano acudió acompañada
por el pianista Gerald Martin Moore,
preparada para un recital de lo más variopinto en estilos, y con cualidades
naturales que ya son diferentes a las de sus mejores épocas, pero con una
técnica vocal que le sigue permitiendo (incluso con mayor volumen y presencia
sonora que en la ocasión anterior: 27 de marzo de 2008, al frente de la
orquesta de este Teatro), la misma elocuencia musical, con el mismo nivel
artístico que le ha caracterizado siempre. La misma expresividad. El menor
gesto de delicadeza posible junto al más portentoso detalle de dramatismo o
fortaleza. La música al frente, aun cuando algunas capacidades técnicas vayan
menguando (un poco de extensión en las notas largas agudas, algún ataque con
menor precisión, algún legato) y
manteniendo otras características artísticas que siguen siendo una especie de
sello distintivo de su canto (el timbre luminoso, la riqueza de su registro
grave, su gentil y tan característico vibrato, la fluidez de sus cambios de
registro, la consistencia de su centro). Separado en pequeñas secciones que
este reseñista hubiera deseado sin aplausos intermedios, el programa comenzó
con una triada de arias de Mozart (“Porgi, amor” de Las
Bodas de Fígaro) y Haendel (“Bel piacere” de Agrippina y
“V’adoro pupille” de Giulio Cesare in Egitto),
cantadas intuitivamente, lejos ya de la ortodoxia estilística. A las que
siguieron dos de Massenet (“C’est Thais, I’idole fragile” de Thais y “Allons!…
Adieu nostre petite table” de Manon) también de
mucho instinto expresivo, pero un estilo más claro; mucho más prendido también
a su temperamento y vitalidad y con mayor posibilidad también de exposición de
su amplia paleta de colores e inflexiones. Con delicada nostalgia, terminó la
primera parte con dos pequeñas canciones francesas, elegantemente laSoirée en Mer de
Saint-Saëns y con un dejo lúdico más cercano a Poulenc en la “Je t’aime quaand
mème”, de la opereta Tres valses de
(Oscar) Strauss. Tras el intermedio, una selección de canciones de Rachmaninov
(“O dolgo budu ya” y “Ne poi, krasavitsa, primne”, nos. 3 y 4 del op. 4,
“Rechnaya liliya”, primera del op. 8, “Sumerki”, tercera del op. 21 y
“Vesenniye vodi”, no. 11 del op. 14) hubiesen sido la mejor oportunidad de
lucimiento y equilibrio musical entre la soprano y su pianista, cuya presencia
quedó reducida a simple y mediano acompañamiento. Ella, por su parte, a
excepción de la rara inclusión en esta combinación de la primera del op. 8,
mostró la fortaleza poética de un canto amplio, puro; y la de su versatilidad
para adaptar su timbre al idóneo para este repertorio y la agudeza para
comunicar cada una de ellas. No creo ser el único en opinar que la selección de
mayor dramatismo y de reflejo de sus capacidades de expresión, vinieron en la
sección dedicada al repertorio italiano, con amplios detalles de dinámica y un
control soberbio de los gestos armónicos, sobre todo en el aria “L’altra notte
in fondo al mare”, de la ópera Mefistofeles de
Arrigo Boito: portentosa música únicamente escuchada así en artistas del
calibre vehemente de Renée Fleming. Antes, había ofrecido O
del mio amato ben, de Stefano Donaudy y Aprile de
Paolo Tosti, ambas igual revaloradas como verdaderas piezas de arte y no como
simples canciones en estilo antiguo. El recital oficial concluyó con tres
canciones más ligeras, la dulce Mattinata de
Leoncavallo y dos piezas en español, la Estrellita de
Ponce, cantada con un romanticismo muy delicado, un fraseo muy entendible pero
una pronunciación no tanto, igual que el pasodoble que le siguió, La
morena de mi copla de Castellano Gómez y Alfonso de Villegas,
de interpretación picaresca. Luego, la selección de encores recordó
el primer concierto de la gran dama norteamericana de la ópera en este recinto:
también con gracia, regaló primero dos clásicos del repertorio norteamericano; como
en aquella ocasión, “Summertime”, de la ópera Porgy and Bess de
Gershwin y “I could have dance all night”, del musical My
fair lady de Loewe.
En esa noche, el caballito de batalla esperado, el aria “Pisen Rusalky o
mesiku” de la ópera Rusalka de
Dvórak, estuvo incluida en el programa; ahora fue ofrecida con entrega al final
de la velada. Sigue siendo la mejor voz para abordarla.
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