Foto: INBA
Iván
Martínez – Confabulario- El Universal
Con un extenso
programa de mélodie y chanson
francaise sobre
poemas de Paul Verlaine (1844-1896), que es también el repertorio de uno de sus
dos discos presentados el año pasado, Green (Erato),
el contratenor francés Philippe Jaroussky (1978) regresó a México el pasado
domingo 15 para ofrecer un recital en el Palacio de Bellas Artes acompañado del
pianista Jérôme Ducros. Jaroussky, quien a la reciente muerte de Brian Asawa se
ha quedado solo en la lista de contratenores que buscan repertorio más allá del
barroco, había estado ya en México en el otoño de 2010, cuando en el Festival
Cervantino vino como parte de la troupe de Christina Pluhar y L’Arpeggiata; en
ese entonces, también con un repertorio poco común, latinoamericano. Como
entonces, y aún cuando muchos hubieran querido escuchar el virtuosismo con que
puede acercarse a Haendel o Vivaldi, la principal aportación es ésa: la
posibilidad de escuchar un repertorio al que, si en general los cantantes del mainstream se
acercan poco, un contratenor, con las posibilidades tímbricas y artísticas de
éste, menos. Todavía más, agregaría yo, con la posibilidad de un ejercicio sonoro
y poético que suele atraerme por indescriptible: como quienes asistimos a
Bellas Artes, intente el lector acudir a un poema y luego a las diferentes
interpretaciones que uno o varios compositores han hecho de éste. Las
posibilidades son infinitas. Aquí, se escucharon por ejemplo, las que Gabriel
Fauré –con sensualidad y sofisticación–, Jòzef Szulc –con una ternura casi
naive– o Claude Debussy –de modernidad todavía inmadura– hicieron de Clair
de lune (“Vuestra alma es un exquisito
paisaje”); o las que Ernest Chausson –con obscura inquietud– y Lèo
Ferré –con ritmo incesante y luminosidad– imaginaron de Ècoutez
la chanson bien duce (“¡Nada
es mejor para el alma / que hacer un alma menos triste”); y la
manera, tan distante y dispar en la que pudieron ponerle música Poldowski o
Debussy al mismo Mandoline (“Y
la mandolina ríe / en la brisa estremecida”); por mencionar tres de
los incisos más bellos –y ricos– del recital. Las comparaciones suelen ser
odiosas, pero a veces inevitables. Apenas quince días atrás, en el mismo
recinto, la mezzosoprano Joyce DiDonato había ofrecido su propio recital con el
pianista Craig Terry. Aunque se trate de voces de diferente naturaleza y
hubieran ofrecido repertorios no menos dispares. Podría yo decir que la voz de
éste corrió mejor por el teatro, a pesar de ser más pequeña, que
estilísticamente fue más correcto, pero quisiera ahondar en la suerte de
escuchar a un pianista, que como acompañantes suelen pasar desapercibidos, que
quizá sea el artista más completo que se haya escuchado recientemente en este
recinto. Ducros no acudió sólo como un acompañante de canciones, es un
especialista del repertorio francés y no basta hablar de la expresión, madura y
extensa, con que acudió a sus incisos solistas (el Preludio y “Claro de luna”, de
la suite Bergamasque, de
Debussy, el “Idilio” de las Pièces
pittoresques, de Emmanuel Chabrier, así como L’isle
joyeuse, de Debussy): cubrió con manto terso la voz de su cantante;
no para arroparlo, sino para llevarlo consigo. Lo guió. Y como instrumentista
encargado de su propia partichela, ofreció una acuarela completa de colores y
sutilezas que no deben quedar en el elogio a su destreza técnica, sino en la
poesía con que, sin palabras, leyó cada uno de los poemas de Verlaine. Pocas
veces se escucha un pianista que como artista, luzca más que su cantante. La
otra comparación, la vocal, sólo recae en el mismo Jaroussky. Ésta es aún más
inevitable, pues años atrás el contratenor había presentado otro disco de
repertorio francés: Opium (Erato,
2009), del que se ofreció aquí L’heure exquise, de
Reynaldo Hahn como encore. En mi
opinión es más arriesgado, de más colores, en tanto la selección de canciones,
y de una expresión jugada menos a la segura, como ocurre con este programa,
tanto en el disco como en vivo. El resultado de Opium es
incluso más elegante, por menos tímido; y por el lujo que aportan sus invitados
(Emanuel Pahud, Renaud y Gautier Capuçon) con cada respiración, cada fraseo,
cada intención sutil. Técnicamente, Jarousskyu expresó en entrevistas otra
preocupación que se filtró musicalmente a la sala: el cuerpo de su voz ante un
escenario tan grande como el del Palacio de Bellas Artes. Era suficiente, para
este teatro y para este repertorio, tal como se sintió en el primer ciclo de
canciones de la segunda mitad del recital, en el que la voz fue más pura y
cristalina, precisamente lo que le caracteriza; mientras que en el resto del
programa, quizá hasta los encores, se sintió
empujada, preocupada por llenar el espacio y no porque, en la inocencia de su
timbre o en el pudor de sus bellísimos pianisimi, ésta
corriera sola a cada rincón. Pudo arriesgar más musicalmente sin arriesgar la
belleza de su timbre: eso se le hubiera aplaudido más.
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