Foto: BresciaAmisano- Teatro alla Scala
Massimo Viazzo
La primera producción scaligera de Alì Babà e i quaranta ladroni de
Cherubini fue representada solamente en una ocasión, y únicamente en tres
funciones, en la sala del Piermarini.
Esto fue en 1963, cuando la orquesta fue dirigida por Nino Sonzogno y
entre los protagonistas hubo grandes cantantes como: Alfredo Kraus, Teresa
Stich-Randall, Wladimiro Ganzarolli y Paolo Montarsolo. Igualmente, si nos
remontamos al elenco de la primera representación absoluta en Paris en 1833
quedaríamos sorprendidos por la presencia en escena de un trio maravilloso que
hizo historia en la ópera del siglo diecinueve: el tenor Adolphe Nourrit, la
soprano Laura Cinti Damoreau y el bajo Nicolas-Prosper Levasseur. Sin embargo,
esta ópera, la última de Luigi Cherubini, nunca ha descollado ni ha conquistado
al público, mucho menos a la critica (por ejemplo, se conocía la aversión que
Berlioz tenía por esta ópera), o quizás no ha sido nunca bien entendida dado el
genero mixto que la caracteriza, que es un género bíblico entre opera buffa y grand-opera. Como consecuencia, muy pocas han sido sus reposiciones
en la actualidad, y por ello la Scala ha hecho bien en incluirla en esta
temporada (en su versión en italiano) confiándosela a los musicos y a
los solistas de la Accademia, quienes han recibido ya muchos aplausos en los
últimos años en Zauberflöte y en Hänsel und Gretel. La obra de Cherubini,
inspirada en la conocida novela persa erróneamente considerada parte fehaciente
de la colección de fabulas orientales de Las
mil y una noches, es agradable por su bella música y gratas e inesperadas
melodías. Además, Cherubini recuperó cuatro piezas de su obra precedente: Koukourgi.
Es interesante recordar que
también la obertura le gustaba mucho a Arturo Toscanini, quien la dirigió en
concierto en varias ocasiones. La producción fue curada por Liliana Cavani, la gran directora
teatral y cinematógrafa, muy ligada al teatro milanés, con ayuda de Leila Fteita en las escenografías, la
de Irene Monti en el vestuario y con
Marco Filibeck en las luces. Tradicional en su entorno árabe, el
espectáculo, gustó por la linealidad del desarrollo de la historia, y por los
cuidados movimientos de los personajes. Un
toque de ‘teatro en el teatro’ se vio en la apertura del telón durante la
obertura, como en el inicio del tercer acto, momentos durante los cuales dentro
de una gran biblioteca que cubría todo el fondo del escenario, algunos
muchachos con vestuarios modernos leían la historia que cuenta el libreto,
preparándose para revivirla después durante la ópera. Nada pareció ser
invasivo, y todo fue perfectamente coherente.
Por su parte, Paolo Carignani
coordinó al complejo instrumental de la Accademia con eficiencia y dinamismo,
mientras que los solistas mostraron haber trabajado con escrúpulo y entusiasmo
tanto la parte musical como la dramatúrgica.
Sin dudas, podemos recordar al tenor lírico Riccardo Della Sciucca quien cantó el papel de Nadir con timbre fresco
y luminoso, como a Francesca Manzo
que comunicó expresividad a la amada Delia.
Alexander Roslavets fue un
Ali Babà bien fraseado; y muy divertido estuvo el Aboul-Hassan de Eugenio Di Lieto. Maharram Huseynov mostró una voz generosa y timbre rotundo en el
papel de Ours-Kan, y la Morgiane de Alice
Quintavalla tuvo garbo.
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