Inaugurado en 2013, en poco tiempo el Teatro Regional de Rancagua se convirtió en uno de los escenarios más pujantes en el auge que la ópera ha empezado a tener en Chile en los últimos años fuera de la capital de ese país, Santiago. Iniciando este desafío en 2015 con El barbero de Sevilla rossiniano, ese mismo año se anotaron un hito: el memorable y muy elogiado estreno en Sudamérica del Platée de Rameau, continuando al año siguiente con Don Giovanni, el debut en Chile de Las Indias galantes y el Orfeo de Monteverdi. Pero desde entonces el género lírico estuvo ausente de ese escenario, y a excepción de una multitudinaria Carmen al aire libre a fines de 2017, esta ciudad, ubicada a 85 kilómetros al sur de Santiago, no había retomado las producciones de ópera. Por eso, es sin duda una excelente noticia que este año al fin se haya recuperado este impulso en el Teatro Regional rancagüino, con una breve pero atractiva temporada de ópera y ballet que incluirá en agosto La cenerentola de Rossini y en diciembre el popular Cascanueces, y acaba de inaugurarse con uno de los títulos líricos más reconocidos del repertorio: Pagliacci, de Leoncavallo, que se presentó en dos funciones, el 10 y 11 de mayo, en co-producción con el Municipal de Santiago. Y lo positivo se dio además porque los resultados de este montaje, creado especialmente para la ocasión, estuvieron en un muy buen nivel y el espectáculo fue recibido con entusiasmo por el público.
Aunque por su brevedad es habitual que Pagliacci se ofrezca junto a otra partitura de duración reducida, en este caso se dio sola y además de corrido, sin el habitual intermedio que divide sus dos actos. Y además con una propuesta que buscaba una cercanía e identificación con la audiencia local en la puesta en escena ideada por Rodrigo Navarrete, al ambientar la historia en el Chile de los años 50, más específicamente en un sitio que es un icono para los habitantes de la región: Sewell, emblemática ciudad minera cordillerana construida a principios del siglo XX y declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2006. Este lugar se caracteriza por sus coloridas edificaciones en medio de la montaña, las mismas que reprodujo la bonita escenografía de Marianela Camaño que aprovechó bastante bien las dimensiones del escenario, apoyada por la iluminación de Ricardo Castro (aunque hubo algunos cambios de luces de un momento a otro que parecieron algo bruscos y curiosos). El vestuario de Loreto Monsalve destacó especialmente en los atuendos de los lugareños.
Además de su destacada carrera como cantante lírico que se inició hace ya 30 años, Navarrete ha estado incursionando con éxito en el último tiempo en la dirección de escena en distintos escenarios del país; de hecho, estuvo a cargo de la ya mencionada Carmen rancagüina de 2017, y en octubre desempeñará esta responsabilidad en la nueva producción de La italiana en Argel rossiniana en el Municipal de Santiago. Para este Pagliacci desarrolló un montaje atractivo, ágil, dinámico y muy efectivo, donde tuvieron relevancia no sólo los desplazamientos de los solistas, sino además los movimientos de los integrantes del coro, interactuando con actores y acróbatas. Fue intensa y llena de detalles (por ejemplo, el uso de las ventanas en los pisos superiores de los edificios), además de aspectos sorprendentes y nunca vistos en otras producciones de esta obra en Chile, desde los elementos eróticos de la infidelidad que incluyeron puntuales "destapes" de un par de solistas -los que probablemente incomodaron a más de algún espectador más tradicional, pero no cayeron en la vulgaridad ni pueden ser tan fácilmente calificados de gratuitos o injustificados- hasta el impactante y casi cinematográfico desenlace. En lo musical, el director cubano radicado en Chile Eduardo Díaz guió a la Orquesta Sinfónica Juvenil del Teatro Regional de Rancagua en una lectura atenta y matizada, tan intensa y apasionada como la puesta en escena. Se agradece que el maestro haya ofrecido una versión muy completa, evitando algunos de los cortes tradicionales de la pieza, aunque hay detalles que aún se pueden pulir, como por ejemplo el balance entre el volumen orquestal y las voces de los cantantes.
El plano vocal estuvo muy bien resuelto, gracias a un elenco casi totalmente chileno que unió acertadamente a una de las más reconocidas figuras de la lírica en ese país con algunos de los talentos jóvenes que más han destacado en los últimos años. Demostrando desde el inicio la veteranía de sus tres décadas en el escenario, el tenor José Azócar fue una vez más un Canio muy idóneo y creíble en lo físico y vocal, y como era de esperar se lució tanto en una sentida versión de "Vesti la giubba" como en "No, Pagliaccio non son". A su lado, la soprano Marcela González fue su esposa infiel, Nedda, en un enfoque mucho más sensual y desinhibido que lo habitual, faceta que la cantante ya resaltara en ese mismo escenario en 2016 con su Zerlina en la ópera Don Giovanni; segura y desenvuelta en lo teatral, vocalmente destacó en la interpretación de su "Stridono lassù".
Por otro lado, en principio, tal vez era demasiado pronto para que Matías Moncada abordara al jorobado payaso Tonio y además su voz no era la más adecuada para este personaje que habitualmente es interpretado por barítonos, mientras hasta ahora este joven y ascendente cantante siempre aparecía presentado como bajo-barítono, e incluso en el programa de sala para estas funciones figuró como bajo. Efectivamente, su timbre y color más oscuro y los tonos graves se adaptan mejor a algunos momentos del rol, e incluso se prescindió de algunas notas agudas a la que los operáticos se han acostumbrado por tradición, pero finalmente en conjunto Moncada cantó con efusión, supo manejar con inteligencia su material vocal al servicio del papel y se convirtió en uno de los elementos fundamentales en los buenos logros teatrales de esta producción: desde el inicio, cuando comenzó a cantar el "Prólogo" entre el público desde una de las butacas para luego desplazarse hasta el escenario, a las últimas escenas, cuando hasta se lució haciendo malabarismo, fue un muy humano Tonio, tan despechado, humillado y vengativo como se puede esperar.
El tenor David Rojas fue un adecuado y simpático Beppe, que aprovechó muy bien su encantadora "O Colombina, il tenero fido Arlecchin". Por su parte, el barítono cubano Eleomar Cuello, también radicado en Chile y quien ha estado realizando una interesante carrera en los últimos años en distintos escenarios locales (no sólo en Rancagua, también en ciudades como Talca y en el Municipal de Santiago), tuvo un excelente desempeño por partida doble, sólido en el rol de Silvio y además como director del estupendo Coro Polifónico de Rancagua, entusiasta y de muy buen desempeño no sólo en lo vocal sino también en lo escénico, como requería este montaje. Mención especial además para el aporte del Coro Infantil de Rancagua dirigido por Geraldine Palma. En conjunto, un muy bienvenido y meritorio regreso a la ópera para el Teatro Regional de esa ciudad.
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