Fotos de escena de Michael Cooper
Giuliana
Dal Piaz
Toronto, 27-01-2018, Fours Seasons
Centre for the Performing Arts. temporada 2017-18 de la Canadian Opera
Company en co-producción con la English National Opera (20 de enero
-23 de febrero). RIGOLETTO, música de Giuseppe VERDI,
libreto de Francesco Maria Piave. Director de orquesta: Stephen Lord.
Dirección: Cristopher Alden. Escenas y vestuario: Michael
Levine. Luces: Duane Schuler. Director del Coro: Sandra
Horst. Coro y Orquesta de la Canadian Opera Company. Personajes
e intérpretes: Rigoletto –Roland Wood, barítono El
Duque de Mantua – Stephen Costello, tenor Gilda
– Anna Christy, soprano Monterone
– Robert Pomakov, bajo Sparafucile – Goderdzi Janelidze, bajo Giovanna
– Megan Latham, mezzo-soprano Maddalena
–Carolyn Sproule, mezzo-soprano.
Un Rigoletto particularmente
decepcionante está en cartelera en estos días en Toronto. No lo defino
“decepcionante” desde el punto de vista musical, porque la Orquesta de la
Canadian Opera Company es muy buena e interpreta magistralmente la partitura de
Verdi, bajo la experimentada batuta del Mº Stephen Lord. Pero el director
responsable del aspecto teatral (un estadounidense, para variar...), Cristopher
Alden, le da a una de las obras maestras del Maestro italiano una puesta en
escena de drama gótico del siglo XIX, en el cual es difícil individuar la
huella del Verdi dramaturgo y hasta la potencia de su música se percibe
alterada. Me ha molestado sobre manera su falta de atención para la Historia
(durante el Renacimiento, el soberano ejercía abiertamente el derecho de
seducir a las mujeres que le gustaran, solteras o casadas, damas o campesinas),
así como para los autores del texto y de la música, y a final de cuenta para el
público. Aplausos muy moderados y pocas caras satisfechas a la salida del Four
Seasons Centre, a pesar de que fuera un sábado por la tarde, cuando la
mayoría del público acude a la ópera no por un especial amor a ella o porque la
conozca y comprenda, sino como a un entretenimiento “elegante”, más que no lo
sea el cine.
El director Christopher Alden ha optado por una
única vasta escena, enmarcada por paneles oscuros de madera y un techo
artesonado, dando la idea de un club inglés para hombres; de traje de etiqueta,
éstos charlan, beben, fuman, leen el periódico. En medio de ellos, el Duque de
Mantua sólo es uno más de los socios, quizás ni siquiera el más rico o
poderoso, ya que asistían a ese tipo de club personajes muy importantes de la
primera sociedad industrial, a menudo financiadores de la Corte misma,
empobrecida por las guerras, el lujo desmedido y los gastos imprevistos. Despojado
de su dignidad de “soberano” (en el texto original de Víctor Hugo en el que se
inspiró Verdi, Le Roi s’amuse, el soberano era el mismísimo Rey
Francisco I de Francia, lo que le causó al escritor serios problemas con la
censura), no se entiende el derecho a impunidad, y el poder de vida o
muerte, que el Duque ejerce sobre los demás miembros del club. Asimismo, es
difícil entender el papel de Rigoletto, retratado fuera de una Corte en la que
el bufón representaba, al lado del soberano absoluto, una “institución”, una
especie de “voz de la conciencia”, buena o mala no importa, con el privilegio
de una libertad de palabra vedada a los demás cortesanos.
Incongruencias y disparates se
multiplican en el escenario del Fours Seasons Centre, teatro permanente de la
Canadian Opera Company: desde la hija de Monterone en escena – semidesnuda
anticipación del personaje de Gilda, estalla en un par de risotadas, vuelve a
aparecer en el momento de la ejecución de su padre (cuyo cadáver colgado queda
en escena casi hasta el final de la ópera) y retorna como “sombra” consoladora
de Gilda a punto de morir –; hasta Giovanna, dama de compañía y guardiana de
Gilda – papel originalmente limitado al de una superficial celestina –, transformada
aquí en una omnipresente matrona al estilo Botero, quien abre y cierra el velorio
que separa el club del mundo, sugiere un intento de seducción del Duque, y
juega un rol casi litúrgico en su imponente ir y venir por el
escenario. Los miembros del coro masculino – los socios del club – bailan
desparramando pétalos de rosa, después de la detención de Monterone, o avanzan
en fila de 4, todos drapeados de negro como sepultureros, para el rapto de
Gilda.
Rigoletto está físicamente siempre
presente, a veces sentado en un sillón a la extrema derecha del escenario
(Gilda le cubre la cabeza con su chalina durante el encuentro con el
Duque-estudiante, quien le declara su amor desde encima de una mesa puesta), y
desde allí maneja el encuentro y el pacto con Sparafucile, que se presenta en
escena como un viajante de comercio con su maletín. Cuando al final Rigoletto
destapa el cuerpo de Gilda, de la sábana blanca que hubiera debido cubrir
el cadáver del Duque se libera una nubecita de pétalos de rosa: ¿un pensamiento
gentil de parte de Maddalena y Sparafucile?
Ante todas estas ocurrencias, que
interfieren constantemente con la atención del público, sobre todo del no
familiarizado con la ópera, la música se transforma en la banda sonora
(hermosa, grandiosa, trágica o chispeante, más al fin y al cabo sólo una banda
sonora) de una película que, como menciona en el programa el director de la
Canadian Opera Company, Alexander Neef, resulta de especial actualidad en
tiempos del #MeToo.
Como dije, resultó impecable la
orquesta dirigida por el Mº Stephen Lord pero éste, quizás accediendo
a un pedido del director, la hace enmudecer totalmente en dos momentos
dramáticos, y otra vez más por varios minutos. El coro es óptimo, como siempre
magistralmente dirigido por Sandra Horst. En conjunto,
encontré bueno, con unas cuantas limitaciones, el cast de los intérpretes,
tanto desde el punto de vista vocal como desde el punto de vista teatral. Gilda
(la estadounidense Anna Christy) es una discreta soprano, pero su
voz no tiene la madurez requerida por un rol verdiano y se vuelve por momentos estridula.
El escocés Roland Wood, en el rol protagónico, buen actor y buen
barítono, tiene una voz poderosa pero gutural, que no siempre logra expresar
todos los matices de la compleja personalidad de Rigoletto. Me pareció
potencialmente buen tenor el Duque de Mantua del estadounidense Stephen
Costello (voz redonda y agradable, fuerte y de timbre justo); lástima que
esa noche estuviera resfriado, y haya tomado un par de notas falsas, una de
ellas un auténtico gallo (en lugar de abuchearlo, sin embargo, el amable
público canadiense lo ha aplaudido, confortante...), reemplazado en el Tercer
Acto por el también americano, y también buen tenor, Joshua Guerrero.
Muy bueno el bajo ruso Goderdzi Janelidze (Sparafucile) en su debut
torontino, y buenos los comprimarios, todos canadienses, una prueba más de las
buenas voces que se van formando en este país poco suponente.
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