Fotos cortesía: INBA
José Noe Mercado
Saber que Wolfgang Amadeus Mozart y Giacomo Puccini son los compositores operísticos que más se programan en el mundo, según estadísticas de Operabase, puede suponer el equívoco de que no hay nada más sencillo y exitoso que presentar obras de sus respectivos catálogos. Puesto que el arrastre que generan dichos títulos en un público casi siempre conservador no exenta la necesaria capacidad para llevar a la escena una reinterpretación fresca, propositiva y que aporte como versión al ser reproducida. Ejemplo de ello es la Tosca de Puccini con la que la Compañía Nacional de Ópera (CNO) continúa su temporada 2011, pues no sólo la falta de una programación imaginativa y que guste del riesgo de la propuesta innovadora es evidente, sino también el escaso talento para cocinar un refrito. Con funciones 15, 17, 19, 22, 24 y 26 de mayo en el Teatro del Palacio de Bellas Artes y alternando dos elencos, la CNO recurrió de nuevo a la producción de Tosca concebida por el Festival de San Luis Potosí en 2007, repuesta ya en Bellas Artes en 2008. Esta vez, sin embargo, el esplendor original ciertamente sobrevalorado en su momento de este montaje que cuenta con escenografía de Ricardo Legorreta, fue ensombrecido por modificaciones innecesarias y fallidas. En el estreno, la función fue condenada por dos factores principales. Primero por la dirección escénica de Raúl Falcó, plagada de movimientos clichés, incapaz de configurar una lectura rica o consecuente de los personajes, caricaturizándolos incluso como en el caso del Barón Scarpia, malo, malísimo desde que sale a escena, conectándole combos a Cavaradossi, practicándoles el bullying a sus esbirros o interrumpiendo el clímax del “Vissi d’arte” al volver de colocarse una suerte de bata o negligé. Lo bueno para Falcó es que si como ex director de la CNO es tristemente célebre, ahora como regista difícilmente alguien se acordará de él. Descontando la iluminación ordinaria y brusca de César Guerra, el segundo aspecto que condicionó esta Tosca fue la apresurada lectura musical del croata Niksa Bareza, ya que dificultó las respiraciones canoras de los solistas, indispensables para la construcción dramática del fraseo y de los mismos personajes y su estado emocional.
Su ejecución plana y sin matices al frente del Coro y la Orquesta del Teatro de Bellas Artes tuvo menos puntuación que la de un adolescente en Twitter y se quedó a años luz de recrear las sensuales atmósferas puccinianas llevadas al paroxismo por directores como Victor de Sabata en cuya imagen sonora puede incluso respirarse el exquisito y embriagante perfume de Floria Tosca. El rol protagónico fue encarnado por la soprano Bertha Granados, con un instrumento de gran peso dramático, pero de una frialdad histriónica que no transmitió la carga de sentimientos que debería ir desplegando su personaje. Por su parte, en la función de estreno del segundo elenco, mucho más solvente y apasionada se mostró en este rol Eugenia Garza, quien exhibió un dominio pleno de sus recursos vocales y aderezó de un temperamento adecuadamente divo a Tosca. Este tipo de papeles le sienta muy bien a su voz y a su misma personalidad. El Cavaradossi del tenor Diego Torre contó con una voz oscura, potente, aunque proyectada más a semejanza de un rayo láser y no como una luz expansiva que bañara al público. Su fraseo no es particularmente refinado ni hábil para convencer de las transiciones anímicas de su personaje, pero aún así es preferible en ese aspecto a su alternante José Luis Duval, ya que si bien suele tener reconocimiento de seguridad en el rubro vocal, lo que nadie pone en tela de juicio, poco más aporta a una interpretación gélida e histriónicamente exangüe que canta indistintamente su amor por Tosca que su odio por Scarpia. El barítono Juan Orozco interpretó a Scarpia sin buscar contrastes en su poderosa voz. Emite siempre a todo volumen, lo que le lleva a perder afinación y color: a construir un canto monótono, estridente y sin gusto. Muy distinto fue el desempeño de Genaro Sulvarán, cuyo instrumento es usado con mayor control, de la misma manera en que busca mayor intención expresiva en su parado escénico. El bajo Charles Oppenheim, quien en 2006 fuera criticado por no tener suficiente carrera o estudios musicales como para debutar en este recinto, para sorpresa de muchos regresó esta vez convertido en uno de los cantantes más activos de México para interpretar el personaje del Sacristán. En buena parte del primer acto fue inaudible y sólo hacia el final logró rebotar la voz en la escenografía. Ahora se le escucha más seguro respecto de aquel 2006, aunque su voz sigue presentando pobreza de brillo sobre todo en su registro alto. Su desempeño actoral es resuelto, pero empañado por manierismos y bufonerías fetiches que le imprime a todo personaje que interpreta, y que no presentó en su turno Arturo López Castillo, quien sufrió iguales problemas para hacerse escuchar. Es rescatable la oportunidad de que cantantes jóvenes como los barítonos Óscar Velázquez, Roberto Aznar y Ricardo López o el tenor Víctor Campos puedan subir a escena para acumular experiencia a través de partiquinos. No obstante, el resultado integral de esta Tosca es sin duda superlativo: por sus fallas de hilvanado sobre todo con la cúpula omnipresente ya en total descuadre en el tercer acto y la general carencia de refinamiento interpretativo, por su nula propuesta y lo pegoteada de la producción, simplemente fue tosquísima.
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