Foto: Maggio Musicale Fiorentino
Leonardo Monteverdi
No se puede
decir que las escenas de Italo Grassi
no fuesen bien hechas o que no se lucieran agradables: era una estructura
arquitectónica bastante bella, muy geométrica, estilo IKEA si se permite la
comparación, con su esquina comedor, el gimnasio, también piscina interior, que
lujo!, decorada con un mapa azul de la Unión Europea actual. No se puede
decir que los vestuarios de Maurizio
Millenotti fuesen feos, al contrario eran muy elegantes y bien
confeccionados, y le quedaban bien a todos, también a los que no tenían físico
de modelo. Quizás le pediría de hacer uno para mi, como yo tampoco tengo físico
de modelo… La iluminación
de Marco Filibeck enriqueció escenas
y vestuario de una manera fría y destacada, casi evidenciando la inmovilidad de
la situación, de los gestos y caracteres. La partitura,
además, era sublime, una de las mas bellas de Rossini. Tampoco se
puede decir que los artistas no estuviesen en buen nivel, casi todos, pues si
consideramos la dificultad de los papeles, eran buenos, o que al final, la
orquesta dirigida por Daniele Rustioni
tocara mal, ni es posible que una orquesta tan buena como la del Maggio pueda
tocar mal… Pero de vez
en cuando pasa que aunque todas las cosas sean singularmente buenas, no se
combinen como uno esperara y no se alcanzara el resultado. La magia del teatro,
su alquimia, es tan compleja y necesita unos ingredientes más y unas
condiciones particulares para que se realice. Si no todas cosas aparecen
separadas.
Claro, hay
que decir que al libreto de esta opera, de Luigi Balocchi, no ayuda una
realización escénica donde no ocurre nada: damas y caballeros, burgueses y
nobles, artistas, de todas las nacionalidades de Europa, se encuentran en un
hotel termal esperando partir el día siguiente para ir a la coronación de
Carlos X en Reims, pero no hay caballos para el viaje y solo podrán cambiar sus
planes yendo a las fiestas posteriores en Paris, todos huéspedes de la Contessa
de Folleville. Todo, en esta edición, fue desplazado a un siglo XX impreciso,
pues mas en la secunda mitad que en la primera, si tenemos que dar por bueno el
mapa de la UE, pero con un vestuario retro. A nivel de la acción no pasa nada si
no la presentación de cada personaje con su aria, acompañada de vez en cuando por
instrumentos solistas como el arpa (la valiosa Susanna Bertuccioli) y una
flauta (fluida y elegante, Guy Eshed). Batallas amorosas entre amantes es lo
único que ocurre en un hotel termal, un poco como los personajes del Gran
Hermano, al fondo todas figuras inútiles que solo pueden ser objeto de periodismo
de basura y nada mas… La condesa se apartó con el barón al jardín mientras su
marido, celoso como Otelo, siempre la controlaba, y se daban charlas y charlas
y más charlas...
Aquí está el
problema del director de escena: ¿Cómo pueden actuar esos personajes por tres
horas? Las elecciones de Marco Gandini,
sus ideas, no aparecieron tan funcionales como quizás eran sus intenciones, que
además no estaban tampoco expresadas en las notas del programa: solo se hablaba
de referencias históricas y nada de su realización. Un abuso de la piscina en
el escenario (quizás porque una vez que la construyeron habia que utilizarla…)
con gente bañándose, jugando, buceando etc.
Al final resultó repetitivo, pesado y aburrido. Ni el aburrimiento
desapareció cuando llegaron los payasos, porque al final, toda esa movida
molestaba sin añadir nada. Ni hablamos de los enormes balones-estandartes -
¿símbolos? de las naciones que en ese hotel se encontraban - que los clowns lanzaban por todos lados, por
demasiado tiempo, también flotando en la piscina… ni hablaremos de la multitud
de masajistas, atletas, nadadores, camareros y camareras, todos guapos como los
en el Gran Hermano… Pero entre los personajes no parecía haber una complicidad,
todos eran como mónadas autónomos, sin
autenticas interacciones, solo unas pocas. Se puede decir ¿una “zeffirellata”
con mucho balasto? La ambientación siglo XX pudo haber sido mas interesante si
se hubiera situado poco antes de la primera guerra mundial, al final del mundo
a menudo acolchonado y fatuo de la Belle Époque, cargada de sentido, la época
donde desaparecieron desmoronándose la paz y el progreso que se creían alcanzados e
inmutables, quizás osando añadir un final no escrito por Rossini, porque, como
Gandini justamente señaló en el programa, la opera de celebración de Rossini
hoy dice poco. Así todo era
puramente estético, pero tampoco en ese hotel había unos juegos de sociedad,
así por variar, excepto lo que estaba en la partitura, las imitaciones de los
himnos nacionales cantados por los mismos personajes, un poco naif… Un poco de
aburrimiento, o, como se dice en Florencia: sabe a poco. Del punto de
vista musical fueran apreciadas muchas voces, excelentes, también para las
dificultades técnicas de todos papeles, sin excepción.
Sobre todos
emergieron Michele Pertusi, Lord
Sidney, elegantísimo, cuya voz siempre perfecta solo se puede elogiarse y Marianna Pizzolato, cuya Marchesa
Melibea parecía su habito desde siempre, con coloraturas acrobáticas en una voz
cálida y nunca forzada, siendo hoy una mezzosoprano punto de referencia por
Rossini. El tenor chino Yijie Shi sorprendió
por su desenvoltura vocal y declamatoria, una voz muy bien cuidada y, más
apreciable, una impecable pronunciación italiana y una consciencia prosódica
que tampoco algunos artistas italianos poseen. Solo escénicamente de vez en cuando
parecía un poco raro… pero no sabemos si era por órdenes del director.
Inevitable su baño en la piscina… que aburrimiento. Discreta fue Eva Mei, Madama Cortese, aunque su
personaje estuvo penalizado por su constante silla de ruedas (¿tuvo un
accidente y no lo sabíamos? De todas formas mejor que esa silla la empujaba un
figurante. Mejor que haciendolo por si misma y desconcentrando del canto) pues
siempre soltando como perlas sus sobreagudos diamantinos. Expresivo como
siempre fue Bruno Praticò, un cómico
barón Trombonok, y creíble fue Don Profondo de Marco Camastra, remplazando a un enfermo Bruno de Simone. Auxiliadora Toledano, Corinna, cantó
bien su primera aria detrás del escenario, pero no mantuvo el nivel de
dirección del sonido en la escena, aunque fuera muy desenvuelta actriz.
El
tenor Lawrence Brownlee, Libenskof, mostró
una de envidiable coloratura, pero su sonido pareció pálido y sin orientación
en el resto de la voz, acompañando casi
todas notas con vibraciones de su cuerpo, que raro. Vincenzo Taormina, Don Alvaro, muy ceñido en su traje altanero,
ofreció una vocalidad apreciable sin ser inolvidable. Leah Partridge, Contessa di Folleville, cantó sin duda todas sus notas
y con buena voz pero poco había de rossiniano en su canto: su lectura del mundo
de Rossini parecía solo hecho en la superficie, o poco mas bajo, mientras había
mucho que profundizar el carácter parodista y grotesco de su personaje, aun
solo vocalmente. Pero Partridge actuó convincentemente, ayudada por una bella
figura y con una cierta verve, aun si en el complejo quizás no era idónea a un
primer reparto para un teatro como lo es el Maggio. Rustioni, en su debut a los
28 años, dirigió la opera sacando quizás un sonido unas veces demasiado
uniforme y eso no ayudó a una variedad en la escena, no extrajo todos los colores
requeridos usualmente por Rossini a sus interpretes. En unos momentos, como en
el acrobático dúo de Melibea-Libenskof de la segunda parte, todo parecía
reducido casi a un paroxismo vocal por causa de la rapidez elegida, mientras
los dos artistas desgranaban agilidades sobrehumanas, chapeau! Pero al final
hubiera sido quizás mas oportuna una mayor diferenciación de la orquesta, que
hubiera ayudado a la puesta en escena, muy estática por si misma, comprimida
por una escenografía invariable y anodina y una dramaturgia inmóvil primeramente.
Optimo el coro de Piero Monti y
discretos los artistas comprimarios. La hipercinesia afectaba de vez en cuando
también el fortepiano en los recitativos, Andrea
Severi tocando demasiadas notas. Tibio éxito y unos disentimientos por el
director de escena de la parte del público. 














