Foto: Lorena Alcaraz
Minor/ Cortesía OSM
Iván Martínez /
Confabulario – El Universal
El inglés Paul McCreesh (1960)
es un director conocido por su especialización en el repertorio renacentista y
barroco y muy reconocido por el extenso catálogo discográfico que ha ido
registrando de éste con su ensamble, los Gabrieli Players, para la firma Deutsche
Grammophon (un disco que tuvo suficiente éxito comercial en México fue el
dedicado a Haendel por el tenor Rolando Villazón). Pero aunque su fama está
cimentada ahí, en interpretaciones historicistas y al frente de ensambles que
tocan con instrumentos de época, también es conocido por una energía muy
particular que suele infundir en orquestas modernas al hacerlos repensar el
repertorio clásico.
McCreesh había estado ya en
México el verano pasado al frente de la Orquesta Sinfónica de Minería (OSM), en
un programa en el que brindó la Sinfonía no. 100 de Haydn y el Concierto
para clarinete K. 620de Mozart, en un ejercicio que significó,
estilísticamente, volver a aprenderlo para el solista de entonces, José Franch
Ballester.
Regresó el pasado fin de semana
para dirigir el cuarto programa de la temporada actual en la Sala
Nezahualcóyotl: nuevamente brindó una sinfonía de Haydn, la 88, un concierto de
Mozart, el Quinto para violín, con Shari Mason como solista, y la Octava
sinfonía de
Beethoven. Lo escuché el domingo 24.
Lo más destacable de todo es la
lucidez del concepto de sonido que quiere; sólo él sabe cómo lo hace durante
los ensayos, pero logra obtenerlo de cualquier ensamble. Es un sonido suyo.
Técnicamente no se trata de ir más allá de pedir la excepción del vibrato o de
la forma en que se tocan los adornos, pero estilísticamente sí de la
transparencia, de cada nota y de cada armonía; de un sonido muy abierto y
directo, no estridente, y musicalmente, de una energía vigorosa que aunque
profunda, no cae en la pesadez.
Para la Sinfonía
no. 88 en Sol, Hob. I/88, de Haydn, el director no tomó los tempi más veloces, aunque la precisión
transparente con que se pronunciara cada nota en los pasajes rápidos lo
pareciera. Eso suele resultar más efectivo y significó el elemento más
encomiable de esta ejecución. Más que la elegancia del segundo movimiento,
tocado sin ningún dejo de aletargamiento como suele suceder, y más que la
nobleza viva con que se leyó el rústico minueto.
Sólo una lectura de tan
refrescante claridad abre el camino para entender por qué, sin haber mejor
elección, fue programada al lado de la Octava de Beethoven. Mientras que la de Beethoven
quizá sea la más haydneniana de sus nueve, la más comedida, ésta de Haydn es la
que mejor augura la era venidera; la más moderna y espontánea, la que mejor
juega con características abruptas que han de distinguir la música de su
“discípulo”. Incluso las sonoridades con que han de sugerir los metales y
timbales se encuentran.
Igualmente obsesiva fue la
claridad con que se escuchó la Octava Sinfonía, en Fa, op. 93,
del de Bonn. Con un poco más de carácter y sobre todo, con un instinto en el
fraseo, en las respiraciones, que resulta casi teatral de tan dramático. Queda
en mi memoria especialmente el minueto, del que pocas veces se escuchan todas
sus notas dibujándose con tal transparencia todas sus texturas: desde un pasaje
especialmente presente en el fagot de Samanta Benner al espléndido solo del
clarinetista Christopher Pell tocado con delicadeza, o las frases tan
determinadas de los cornistas Jeffrey Rogers y Emily Nagel.
Entre ambas sinfonías, la
violinista Shari Mason, concertino de ésta y de la Orquesta Sinfónica Nacional,
ofreció una de las ejecuciones más cristalinas que le haya escuchado.
Cristalina en el sentido de su sonoridad. Al tomar una obra que no forma parte
de su repertorio más afín, el Quinto concierto, en La, K. 219,
“Turco”, de Mozart.
Sin obviar su propia voz, Mason
supo adecuarse con inteligencia al estilo con que McCreesh había trabajado el
acompañamiento, y juntos han logrado inmejorable mancuerna de estilo y
sonoridad.
Especialmente querida por el
público de esta sala, Mason ofreció luego un paréntesis estilístico, de gran
ardor y apasionamiento tras la pulcritud y el recato de la inocencia de tan
juvenil obra mozartiana, en unencore pedido pocas veces con tal justicia: el
cuarto movimiento, Las Furias, de la Segunda
Sonata para violín de
Eugene Ysaye, tocado, como siempre se le ha escuchado ésta, una de sus piezas
predilectas, en el más alto nivel técnico.
No deja
de ser paradójico que uno de los conciertos más refrescantes de la temporada
haya sido también el más clásico, en forma, contenido y acercamiento
estilístico. Ojalá veamos más seguido a esta batuta en estos lares, quedan
muchos conciertos de Mozart y muchas sinfonías de Haydn por reaprender.
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