Foto: Lynn Lane
Ramón
Jacques
Es innegable que por
recursos económicos, infraestructura, tradición, y calibre de artistas que han
pasado por su escenario, la Ópera de Houston ha sido siempre una de las compañías
estadounidenses más importantes. Sin embargo, parecería que en los últimos años
la dirección artística ha perdido el rumbo, la motivación e incluso la imaginación.
Los elencos dejaron de ser atractivos como lo eran en antaño, como tampoco la elección
de producciones escénicas ni la elección de títulos parece ser de lo más
estimulante. Prueba de ello es este Fausto de Gounod, se ofreció de nueva
cuenta con el montaje de Francesca
Zambello, repuesto en esta ocasión por Garnett
Bruce, que aunque es funcional y colorido, con buenos vestuarios, y que sitúa
la acción dentro de lo que parecería una historieta antigua, su aspecto luce ya
rudimentario, anticuado, denotando el paso de los años. A esta obra del
repertorio francés se le hubiera hecho justicia con un una nueva producción
acorde al nivel de este teatro, pero se recurrió a algo ya visto y gastado, de
por lo menos veinte años o más. Estas escenografías han recorrido diversos teatros
estadounidenses, y ya dieron de sí, además
son las mismas que aquí se utilizaron este en el 2007, con la memorable interpretación
del papel de Mefistófeles del legendario bajo Samuel Ramey. El elenco en
esta ocasión lucia atractivo en la papeleta, pero su desempeño no cumplió con
las expectativas, comenzando con el bajo-barítono Luca Pisaroni un intérprete que sobreactuó el papel de Mefistofeles
y exageró la gestualidad al punto de hacerla parecer más ridícula que diabólica.
Su desempeño vocal y su dicción fueron correctos, pero su voz pareció carecer del
cuerpo y espesor que uno esperaría de un personaje como este, al punto de ser
inaudible en varios pasajes. El tenor Michael Fabiano, como Fausto, tuvo un
inicio irregular incomodo con la parte y la tesitura, pero para los siguientes
actos una vez que logró calibrar la voz mostró dotes fascinantes de una voz muy
solida, plena de homogeneidad y color.
Poco que decir de su actuación, sombría y tímida.
La soprano puertorriqueña Ana María Martínez cumplió con el papel
de Marguerite, con magníficos destellos vocales y gratas pinceladas como en su
aria “Ah je ris de voir” No ofreció una actuación del nivel que
nos tiene acostumbrados, y nada se le puede escatimar o reprochar a una cantante
de su nivel, aunque la duda seria si ¿es necesario que se le contrate
invariablemente en todas las temporadas privando al publico la oportunidad de
escuchar otras voces diferentes o actuales? Un cuestionamiento que tendría que
responder la administración del teatro. Muy discretas las participaciones de Joshua Hopkins como Valentin y de Margaret Lattimore como Marthe, como
jovial y radiante estuvo Megan
Mikailovna Samarin como Siébel. El coro se mostró
seguro en sus intervenciones y al lado de la orquesta fueron lo sobresaliente
de una deslucida función, con Antonino
Fogliani dirigiendo una agrupación solida, compacta, homogénea y de grata y
resonante sonoridad.
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