Foto: Javier del Real
Alicia Perris
Las Bodas de Fígaro. Teatro Real. Wolfang Amadeus Mozart. Reparto: N. Gunn, A. Dasch, A. Kurzak, P. Spagnoli, A. Marianelli, J. Fischer, R. Giménez, C. Chausson, E. Viana, M. Savastano y M. Sola. Director de escena: Emilio Sagi, Director musical: V.P. Pérez. 30 de mayo.
Beaumarchais era un escritor obligado, de culto, para todos los que estábamos vinculados a la cultura francesa en los institutos que enseñaban la lengua de Molière. Era una especie de héroe, mitad pirata, mitad correcaminos, hombre de mundo, que nos transportaba a las mejores alturas del debate social y político, cuando Francia se preparaba para el estallido de la Revolución Francesa. Un faro de su siglo. Las costumbres de aquellos tiempos, de un libertinaje que dejó patente Choderlos de Laclos en sus “Amistades peligrosas”, eran ligeras y liberales, casi desvergonzadas, sobre todo para los beneficiados de siempre: la aristocracia y una burguesía en ascenso que copiaba los patrones de conducta de la clase superior sin ruborizarse, pero sin permitir, lógicamente, que los integrantes de la sociedad menos favorecidos pudieran defender sus deseos y sus derechos. De estas “nimiedades” que hicieron historia habla o canta “Las Bodas de Fígaro” de Mozart, que acaba de reponerse en el Teatro Real, con una puesta en escena de Emilio Sagi, recordada por haberse visto el mismo montaje hace dos temporadas. Un revuelo de perfumes, luz y jardines andaluces para envolver la tragicomedia de la burla y la astucia de los criados frente a la superchería de los señores a la eterna búsqueda del goce gratuito y deshonesto. Bien la ejecución de los papeles principales como Annette Dasch, Alessandra Marianelli o Pietro Spagnoli y muy bien ejecutada la labor de la soprano Aleksandra Kurzak en el rol de Susana, acompañada por unos secundarios muy eficaces y sólidos como Raúl Giménez, Enrique Viana o Carlos Chausson. La orquesta y el coro fueron in crescendo alcanzando un lucimiento más efectivo a medida que avanzaba la obra. No fue una noche memorable, pero el libreto de Lorenzo Da Ponte, la música mozartiana y el instinto primaveral que incentivaba los paladares de los asistentes la noche de autos, consiguió una soirée impregnada de sabor y de encanto. Mozart siempre es Mozart. Y se agradece y se disfruta.
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