Friday, July 23, 2010

Gustavo Dudamel dirigió La Traviata en el Teatro Teresa Carreño de Caracas Venezuela

Fotos: Fesnojiv- Mariana Ortiz, Israel Lozano

Prensa Fesnojiv

El director venezolano Gustavo Dudamel dirigió por primera vez La Traviata, una de las célebres óperas que del consagrado compositor italiano Giuseppe Verdi. Lo hizo en Caracas, con el aforo de la sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño lleno y frente a su orquesta: la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, cumbre del Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, adscrito a la Vicepresidencia de la República Bolivariana de Venezuela.

Su batuta se alzó para vivir el drama de esta ópera junto con el Ballet y Coro de Ópera Teresa Carreño y un elenco encabezado por la soprano Mariana Ortiz, el tenor español Israel Lozano y el barítono venezolano Gaspar Colón. El telón subió sólo unos minutos después de las 6:00 p.m. Dudamel fue recibido con unos aplausos que más que traducir una norma de protocolo de concierto, tradujo el deseo y el gozo del público venezolano por tenerlo en casa. Desde el foso, que dejaba ver sólo la mitad de su cuerpo, Dudamel levantó la batuta y la Ríos Reyna se transformó en el epicentro de una fiesta que trasladaba al espectador a la Italia del siglo XIX, una época en la que Verdi confesaba: “Yo deseo argumentos nuevos, grandes, bellos, variados, atrevidos… Para Venecia preparo La Traviata. Un tema de esta época. Otro no lo hubiera hecho por las costumbres, los tiempos y otros por muchos torpes escrúpulos. Yo lo hago con todo el placer”
Una mujer, una cortesana, inundaba simbólicamente la primera escena: Violetta Valery, interpretada por Mariana Ortiz. La musa de Verdi, a su vez inspirada en uno de los personajes principales de La dama de las camelias, una novela de Alejandro Dumas, era la personificación de los placeres, de la vida libre, del amor sin parada larga. Alfredo Germont, encarnado por el tenor español Israel Lozano, llegó a la vida de esta mujer para trastocarla, para redundar el repertorio personal sobre el que había basado su existencia. Durante los tres actos de la obra, la Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar puso música al placer que se canta, a la incredulidad de Violetta, quien piensa que amar realmente es sólo el dictado de un delirio y que es preferible vivir en los torbellinos y la voluptuosidad del placer, al peso del sacrificio que hace una mujer al perder al hombre que transforma su vida, al amor que se declara con pureza sin pensar en el pasado del otro, la agonía de la persona amada que muere sin que nada pueda evitarlo.

Desde el podio, Dudamel estuvo en los lugares del goce, en los del sortilegio. De perfil, se lo veía cantando en silencio y también poniéndose en la piel de protagonistas. En silencio. Sólo con el canto de sus manos, de su respiración que a veces también parecía un lamento. La batuta de Dudamel tuvo la sapiencia y la habilidad de llevar tanto a la orquesta como al elenco durante más de tres horas, a través de las cuales, el público estuvo atento al más mínimo detalle. En ambas funciones, el director venezolano fue conductor, músico, escenógrafo e histrión al mismo tiempo, para regalar dos noches que quedaran escritas en las páginas de la historia musical venezolana.

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